Antonio se sumergió en aquella piscina con forma de túnel que comenzaba a conocer demasiado bien y ejecutó su primer largo.

Los últimos meses de su vida se habían convertido para él en una sucesión constante de plazos y entregas a medio hacer. Así se encontraba él, todo hecho de prisas, como una potencia y no como un acto. No era un ser humano, era un pájaro de barro para el que el tiempo era una anécdota en un segundo plano, algo que le sucedía y le sobrepasaba. No había instantes para plantearse siquiera su propia existencia, debía trabajar.

En uno de esos baños diarios, en los que sus pensamientos afloraban y se impregnaban en el cloro como una parte indisoluble del mismo, observó la coordinación perfecta del nado de unos niños. La sucesión de movimientos de las piernas y los brazos eran idénticas al vaivén de las agujas del reloj. Sin embargo, era un transcurso mucho más sereno que el de su propio nado. Esos baños juveniles repletos de energía, pausas y, sobre todo, de esa risa que se pierde llegada cierta edad, reflejaba la barrera invisible de los años y la inocencia que le separaba de ellos. Fue entonces, en ese momento, cuando Antonio pensó en su propio hijo.

«¿Llegará él a vivir esos nados coordinados de esos niños?, ¿se enfrentará a ese tiempo distorsionado, inagotable e idílico de la infancia?, ¿se perderá en el campo dando paseos en bicicleta buscando hongos o espárragos con una cesta de mimbre?, ¿pasará la carne de sus rodillas y sus codos a ser una parte del cemento en el que trace sus primeros juegos?, ¿sabrá tarde como su padre la razón del porqué de tantas preguntas que otros ni se plantean?, ¿encontrará esa luz en la mirada de otro ser de la que tanto se habla en la radio?, ¿se enfrentará al nado desengañado vital que hoy experimenta su padre?».

Con estas rumiaciones en la cabeza, prosiguió Antonio a efectuar el segundo largo. En esta ocasión era el largo de vuelta. Ya regresaba del recuerdo y de la proyección del nado juvenil de otros y del que tuvo él mismo. «¿Y ahora qué?» Se preguntaba. «¿Cómo será el nuevo tiempo que me sobrepase?, ¿será más ejecutor y maquiavélico conmigo mismo y con mis seres queridos?, ¿mi vida será a partir de ahora una producción industrial de sucesiones de difuntos que anuncia mi propio cierre?».

De esta guisa, siguió el nado entre idas y vueltas, entre ideas sueltas. Una brazada, dos brazadas y tomaba aire. Una brazada, dos brazadas y tomaba aire. Una brazada, dos brazadas y tomaba aire. Al fin, tras un buen rato, acabó el nado diario y tocaba reposar. Con un leve impulso se sentó sobre el borde de la piscina y esta vez vislumbró los distintos nados de la piscina-túnel a un mismo tiempo. Se acarició el pelo y la barba, los cuales ya comenzaban a teñirse de color edad, mientras resoplaba y tomaba aire después del ejercicio.

Antonio se decía para sí mismo: «probablemente, ya nunca sea mi tiempo. El tiempo del nado alegre y despreocupado me ha reemplazado por versiones de mí mismo más eficaces y productivas. Me encuentro exhausto en medio de esta huida hacia adelante y ya no distingo qué me separa y qué me distingue de una simple máquina que siempre debe ser eficiente. Percibo que debo relegarme a un segundo plano y guiar a mi hijo en su aventura en la piscina-túnel. Ya no sé cuántas veces me he alejado de mí mismo. La inmersión de los días en la piscina-túnel me ha ido emborronando la noción de quién soy y quién era. Pero bueno, qué más da. Son las 19:00 de la tarde y aún no he entregado esto, y lo otro, y aquello...».