Para algunos escritores, la vieja casona de Simpson 7 ha constituido o constituye un segundo hogar; a un puñado de ellos les oigo decir que esta es su casa única, o última, como escribiría el poeta Xulio López Valcárcel en un hermoso poema lárico, lugar encantado de la memoria que se transforma en el refugio por antonomasia para esta especie de huérfanos de la palabra, muchos de ellos defenestrados del lar originario por la incompatibilidad de sus sueños con los apremios cotidianos de la existencia.

Cuando ingresé a la Sociedad de Escritores de Chile, hace cuarenta años, conocí a Carlos Mellado, poeta nacido en 1934, quien dirige hoy un taller en la Casa del Escritor, con inagotable entusiasmo. Carlos es uno de los miembros destacados de la Generación del 60, junto a Oscar Hahn, Hernán Lavín Cerda, Eduardo Embry, y otros coetáneos. Por entonces, Carlos ostentaba el cargo de presidente de la Comisión de Cultura de la SECH, cuyas dependencias, en el segundo piso de la casona, eran una especie de domicilio aparte, un grato privado en donde transcurrían veladas memorables, junto a bien provista licorera. Fue lugar de cobijo ante los nocturnos apremios del toque de queda, en los aciagos días de la dictadura. Más de una noche nos alojamos allí, en grata compañía de musas de carne y hueso (de espíritu poético, también).

Me gusta la poesía de Carlos Mellado, su tono íntimo, breve y certero, provisto de fina ironía y arraigado escepticismo, como bien lo expresa en su poema Soliloquio:

Creía haber hablado con tanta gente
cuando descubro
no haber hablado con nadie.

Sólo repetía palabras ajenas;
de mí captaban sonidos,
motivos de recuerdo, en realidad
completaban su elemental puzle.

Pero nunca reclamé.
¿Cómo iba a hacerlo
si estaban hablando para mí
que tampoco me escuchaba.
ni entendía?

Una tarde de invierno, en que algún compañero me dio el dato que se podía almorzar en la Casa, porque doña Mina ofrecía una cazuela gloriosa o un charquicán aromático o unas pancutras dionisiacas, entré en la cocina y me topé con un hombre entrado en años, delgado, vestido con singular pulcritud para un ambiente desaliñado, que compartía la mesa con una joven poeta treintañera. Sí, era Mario Ferrero, con quien, al igual que con Carlos Mellado, estreché lazos de perdurable y enriquecedora amistad. Hay sobre Mario un notable texto de Aristóteles España, que transcribo:

Tuvimos el privilegio de conocerlo a fines de los años 70. Compartimos eventos en el área de los Derechos Humanos, para indagar por el destino de los detenidos desaparecidos, de los ejecutados políticos; visitamos centros universitarios, sindicales, en compañía de Matilde Urrutia, Francisco Coloane, Juvencio Valle, Luis Merino Reyes, junto a poetas jóvenes de la época como Esteban Navarro, Luis Aravena, José María Memet, Jorge Montealegre, Ramón Díaz Eterovic, Diego Muñoz Valenzuela. Poseía una enorme capacidad de diálogo y su poesía es también eso: una conversación con los seres humanos, en un plano intimista, coloquial. Releerlo es un ejercicio de confianza en la voluntad de soñar que poseen los grandes creadores como sin duda fue Mario Ferrero, siempre atento a descubrir nuevos talentos, fundar talleres, revistas, coloquios sobre antiguos poetas, participar en las actividades de sus colegas, presentar libros, escribir prólogos, dar clases magistrales en las universidades chilenas de sur a norte, donde dictaba conferencias sobre los temas más disímiles.

Amigo de Nicomedes Guzmán, Manuel Rojas, Gonzalo Drago, Ernesto Slava, siempre apostó por los sueños de futuro y por la libertad del hombre. Entregó su vida a estos idearios, y murió abandonado el mismo día que recibió el Premio de Literatura de la Municipalidad de San Bernardo, el 31 de agosto de 1994.

Otra asidua habitante, sobre todo en el ámbito del Refugio López Velarde, fue Stella Díaz Varín, inolvidable poeta y amiga. Un buen retrato suyo parece presidir nuestras tertulias de los lunes. Hay quienes afirman que su fantasma recorre las habitaciones de la Casa, cuando el reloj marca la medianoche. Vestida con una túnica blanca, sueltos sus hermosos cabellos de fuego, la Colorina deambula, de preferencia, en el segundo piso; se comenta que busca reconfortarse con los aromáticos licores de la Comisión de Cultura.

Tú y yo nos reíamos de esta gloria pasajera de la fama y dudábamos, con ironía, de la gloria post mortem. Pero poco antes que partieras al último viaje, amiga, me confesaste, con lágrimas en los ojos, que tenías miedo a la muerte y terror por la incertidumbre del más allá… Fue en un café de la Feria Internacional del Libro de Santiago. No supe qué responderte.

Recordarás, Estela amiga, las visitas de Pepe Cuevas, Raúl y Carlos Mellado, Micaela Souto, Hernán Miranda, Paz Molina, Ximena Cofré, Luis Alberto Acuña, Salvatori Copola, Héctor Pinochet –un fino narrador exiliado, con el apellido del torturador-, y otros compañeros que recordar sí quisiera. Hacías de atildada anfitriona; preparaba pebre, ponche, corvina al horno y otros manjares, mientras yo echaba unas carnes olorosas a la parrilla. Lo demás era el pan, el vino, el pisco, el coñac, a menudo en exceso; no teníamos freno y nos desbocábamos en compulsivas libaciones, salvo Micaela, que jamás pasaba la barrera del segundo vaso de tinto, porque no deseaba perder nunca la lucidez y se ponía triste cuando escuchaba a los pares de la palabra rumiando desatinos con lengua estropajosa y ojos en extravío. Pero tú, Estela, ponías la nota lúcida y honda, como si para cada ocasión extrajeras de tu obra unos versos estremecedores, desprovistos de artificio lírico:

Enhebro agujas / para que las viudas jóvenes/ cierren los ojos de sus maridos, / y desperdicio minutos, atisbando / a la entrada de una flor de espliego / de una simple abeja, / para separarla en dos, / y verla desplazarse: la cabeza hacia el sur / y el abdomen hacia la cordillera.

Bueno, si me lo pides lo cuento: Te conocí en el refugio López Velarde, Casa del Escritor, a fines de la década de los 70’. Estabas en un rincón, de piernas cruzadas sobre la silla, fumando con rara elegancia mientras parecías otear el mundo desde una atalaya. En mesa contigua, cuatro jóvenes iracundos, corajudos por el pisco y la marihuana, despotricaban contra la Mistral, Huidobro y Neruda, denostándoles por decadentes y pasados de moda. Les preguntaste, sin preámbulos, con tu vozarrón enronquecido que era como un clarín en sordina, si habían leído algo de aquellos «despreciables poetas» o si los conocían de oídas y, por supuesto, escuchándolos mal, y cállense mejor, mocosos inadvertidos y dudipsindapsin… Te respondió, algo confundido, el que parecía dirigir el destemplado debate o flagrante desautorización del trío celeste nacional, que los jóvenes no debían contaminarse de viejos obsoletos y menos recibir malas influencias de sus versos de salón o sindicato; que la vanguardia y la ruptura eran la única salida a la decadencia de la burguesía… Retrucaste, con ese dejo irónico en la expresión tan tuyo, poniendo distancia con un solo ademán, que no se preocuparan tanto del influjo del lenguaje ajeno, menos viniendo éste de los libros, consagrados o no, pues bien podían optar, como paradigmas al uso, por el léxico callejero del lumpen o el argot miserable de comentaristas deportivos o reporteros ignaros.

Tu palabra era un florete que podía herir o cautivar, según como fuese esgrimido o de qué entrevero semántico o ideológico se tratase, pero a nadie dejaba indiferente. Cuando las discusiones subían de tono o sentías el alfilerazo de una provocación de mal gusto, podías llegar a la agresión física, lo que contribuyó a la leyenda –con base real, como todas- de tu carácter violento y avasallador. Varios escribas pudieron dar fe de ello con su propia integridad.

En Stella Díaz pude confirmar las dimensiones de la potencia intelectual femenina, que salía a luz con todo su esplendor en las tertulias espontáneas del refugio López Velarde, cuando nos reuníamos para capear el horror cotidiano de una ciudad, de un país entero entregado a la milicia gris y mostrenca. Tiempos duros en que Luis Sánchez Latorre, Filebo, presidía nuestra Sociedad de Marginados Culturales, como timonel que llevase un barco al garete en plena tempestad. Con hábiles maniobras, Filebo evitó el naufragio; es su mérito indiscutible, entre otros de sólida valía intelectual.

Ocurrió allí, en la Casa, una noche de julio de 1983. Los milicos habían reinstaurado el fatídico toque de queda, porque la crisis económica del sistema neoliberal, provocada por los mismos de siempre: especuladores y mercaderes sin conciencia, que se vuelve flagelo para los pobres, abrió los cauces de la protesta ciudadana, mediante cacerolazos y barricadas en las poblaciones periféricas, actos reprimidos con desproporcionada violencia por el brazo armado de la dictadura, que agregó muertos a su bitácora criminal… En el salón de la SECH velábamos a un poeta fallecido –ni siquiera recuerdo su nombre- en una tarde gris y lluviosa de invierno, más oscura aún porque no teníamos energía eléctrica ni teléfono disponible; Pinochet nos negaba, literalmente, la sal y el agua.

Bajo la temblorosa iluminación de las velas y de los cuatro cirios que flanqueaban el ataúd, acompañábamos al poeta malogrado una treintena de camaradas de oficio. Preparamos ponche a base de vino blanco y algunos canapés que tú, Stella, agenciaste de no se sabe dónde. Pasadas las once de la noche, se escucharon golpes y gritos en la puerta del zaguán. Me asomé. Un oficial de carabineros, junto a su patrulla de cinco uniformados en pie de guerra, exigía que franqueásemos la entrada. Irrumpieron, mientras el cabecilla gritaba: - «¡Acaso no saben que el toque de queda es a las once de la noche, mierda, y están metiendo ruido a los vecinos que reclaman… ¡Van a ir todos detenidos!».

En el momento en que los policías guerreros entraban al salón, tú, Stella, descendiste como una diosa de la noche, entre destellos de luz y pinceladas de sombra, cual una vestal que abandonase el oráculo, premunida de dos grandes bandejas de ponche. Trastabillaste, –no sé si por la oscuridad o por la visión de aquellas odiosas ferreterías-, y caíste de bruces sobre el féretro, el que se volcó junto al estrépito de las copas quebradas; el finado resbaló fuera del ataúd y quedó apoyado en las patas de una silla, vuelto hacia los carabineros, como si les preguntase: - «¿A qué han venido?, ¿se puede saber?»... Los seis héroes nocturnos dieron media vuelta y salieron en estampida.

Repusimos con cariño al occiso en su lecho postrero. Recogimos los estropicios y el velatorio continuó, hasta la siete de la mañana.

Pero más probable es que Stella Díaz Varín siga buscando lo que más amó, la Palabra Escondida:

Una sola será mi lucha
Y mi triunfo;
Encontrar la palabra escondida
aquella vez de nuestro pacto secreto
a pocos días de terminar la infancia.
Debes recordar
dónde la guardaste
Debiste pronunciarla siquiera una vez...
Ya la habría encontrado
Pero tienes razón ese era el pacto.
Mira cómo está mi casa, desarmada.
Hoja por hoja mi casa, de pies a cabeza.
Y mi huerto, forado permanente
Y mis libros cómo mi huerto,
Hojeado hasta el deshilache
Sin dar con la palabra.
Se termina la búsqueda y el tiempo.
Vencida y condenada
Por no hallar la palabra que escondiste.

En lo que a mí atañe, y excusa la auto referencia, amable lector (a), debo reconocer que entre los años 1978 y 1988, esta Casa se transformó, no solo en mi segundo hogar, sino en el primero. Fue una década memorable, con gratos y felices momentos, también con sobresaltos, apremios y aun desdichas, como toda vida que se precie. Hubo amores intensos entre el abrazo hospitalario de sus muros, iniciativas literarias de largo aliento, emprendimientos aventureros que terminaron en naufragio, como el sello editorial Logos, amistades entrañables que aún siento vivas en el disfrute esperanzador de la palabra compartida, que desde hace tres años hemos instalado, como sacramento tertuliano, en el Refugio López Velarde, donde Antonia parece recrear, cada lunes, el verso inmortal de Antonio Machado: «Amé cuanto ellas tienen de hospitalario».

A fines de septiembre de 1989, hace veintinueve años, el padre Arraño, escritor costumbrista y socio de nuestra SECH, bautizó a mi hijo, José María, en la iglesia de San Ignacio. Luego, tuvimos una grata velada en el salón de los Premios Nacionales. Carlos Mellado, ante el escándalo de las tías católicas de Marisol, lo rebautizó, haciéndole la señal del crisma con dedos mojados en vino tinto. Mario Ferrero, en elocuente y poético discurso, le auguró un futuro artístico esplendoroso… El vaticinio se está cumpliendo, aunque no en la palabra, sino en la música, lo que nos alegra, a Marisol y a mí.

Estoy convencido de que la Casa es inolvidable y permanecerá, más allá de los límites temporales de la memoria.

Si no me lo creen, ahí están los amables fantasmas que la habitan para certificarlo. Es cosa de ver y sentir, que ya nos tocará el turno de habitarla para siempre.