En esta parte del mundo que llamamos Occidente, este mes de diciembre se inunda de buenos deseos, paz y amor y espíritu de compartir (¿en los otros 11 meses eso no existe?) y, en muy buena medida, de un personaje cada vez más mediático, metido por todos lados, que nos alegra (¿nos alegra?) con su característica risa, vestido de rojo y blanco. Este buen señor, gordo y de luenga barba canosa, que viene de tierras gélidas y viaja en trineo, recibe diversos nombres en español: Papá Noel, Santa Klaus o Claus, San Nicolás, Colacho (en Costa Rica), Viejito Pascuero (en Chile), o en otros idiomas de nuestra raíz indo-europea: Babbo Natale (en Italia), Joulupukki (en Finlandia), Christkind o Weihnachtsmann (en países germano-hablantes), Father Christmas (Reino Unido), Pai Natal (en Portugal), Sinterklaas (en los Países Bajos), Bom Velhinho (en Brasil), Święty Mikołaj (en polaco).
Más allá de diferencias puntuales, en todos lados tiene el mismo significado: reemplazó mercadológicamente a quien se le celebra su natalicio para el 24 de ese mes: un tal Jesús, nacido hace un par de milenios en algún humilde pesebre de Nazaret, en la hoy tan terriblemente conflictiva Cisjordania. Pregunta colateral: ¿no es que las religiones pregonan la paz y la bienaventuranza entre todos los humanos? ¿Qué pasa entonces en Palestina, donde confluyen tres religiones monoteístas, pero donde la muerte y el sufrimiento campean exultantes?
Ese Jesús, muerto a los 33 años a manos del Imperio Romano por subversivo, por pregonar el amor entre todos en una terrorífica sociedad esclavista donde las jerarquías marcaban a sangre y fuego la dinámica, pasó a ser con el tiempo personaje central en la religión que dominó Occidente (Europa, y luego el continente americano, conquistado y masacrado en nombre de esa fe) por dos milenios y sigue haciéndolo, aunque ya hoy día un tanto venida a menos. El Papa en la actualidad ya no pone y quita monarcas como otrora, y el Vaticano perdió muchas de sus propiedades, aunque continúa siendo un considerable poder económico, pero más aún, político y cultural.
Lo cierto es que, independientemente de quién haya sido o no ese personaje que recorría Galilea, de que su enseñanza haya ido contra los principios sacrosantos de la Roma imperial por lo que fue ajusticiado en la cruz, de que el mismo emperador Constantino haya utilizado su figura para salvar el orden político del Imperium a partir del determinante Concilio de Nicea del año 325, a través de los siglos la imagen de Jesús cobró un valor relevante. De hecho, la representación arquetípica, icónica y más profunda de la tradición católica es el Cristo crucificado. En diciembre, desde toda una eternidad, se evoca su nacimiento. Pero en todo el siglo XX algo fue cambiando, pues para la época decembrina la figura de quien es considerado el Redentor de la humanidad ha ido perdiendo presencia ante el avance de esa leyenda arriba evocada de Santa Claus.
Sin dudas, el espíritu hondamente religioso, incluso piadoso, que se centra en el —para los creyentes— milagroso nacimiento del hijo de dios en una mujer virgen —hecho imposible en la realidad, pero solo atribuible a un milagro, absurdo si se quiere, pero incuestionable en cuanto cuestión de fe (Credo quia absurdum est, llegó a decir Tertuliano en el siglo III, "Creo porque es absurdo")— ha venido siendo opacado durante el mes de diciembre en estas últimas décadas por este simpático obeso ataviado con esos llamativos colores y su estentórea risa. ¿Por qué?
La actual práctica cultural que encontramos omnímoda para estas épocas de frenética comercialización ligada indisolublemente a este personaje rojiblanco, presente en cualquier centro comercial del mundo occidental, está emparentada con la figura de un obispo cristiano que vivió en el siglo IV en lo que hoy es Turquía, en la zona de Licia, más exactamente. Nicolás era su nombre (Nicolás de Mira, por haber sido esa ciudad donde ejerció como obispo, o Nicolás de Bari, dado que en la basílica de esa ciudad italiana descansan hoy sus restos), personaje sumamente venerado durante el medioevo europeo, a tal punto que en la actualidad es el santo patrono de Grecia, Turquía y Rusia. Importante dato: vestía de verde, el color de la esperanza, como suele decirse.
Este San Nicolás gozó de gran popularidad durante todo el medioevo europeo, extendiéndose su fama por todo el continente, erigiéndosele numerosos templos en su honor. Su esencia fue, desde tiempos remotos, la de dador de obsequios para todo el mundo.
Ese querido personaje, apreciado en especial por los niños a quienes hacía llegar regalos, muy famoso en toda Europa, desembarcó en el continente americano de la mano de los holandeses que viajaban en el siglo XVII a la conocida como “tierra de promisión”, que era lo que pasaría a ser más tarde Estados Unidos.
Hacia el año 1823, el escritor estadounidense Clement Clarke Moore le dio forma al mito moderno de este Santa Claus que conocemos hoy día. Con su famoso poema navideño Una visita de San Nicolás, que nombró por primera vez a cada uno de los renos que tiran del trineo del alegre visitante obsequioso, llevó el nombre holandés de Sinterklaas al anglicismo Santa Claus. A partir de allí comenzó a tejerse la historia moderna de este nuevo ícono del consumo que, lentamente, fue desplazando a Jesús de Nazaret para las celebraciones decembrinas (¿el mes “más lindo del año”?).
Como la potencia americana fue ganando presencia en todo el mundo, y por supuesto marcando claramente el ritmo en lo que llamamos Occidente, sus fetiches se universalizaron. Ese alegre gnomo vestido de verde que era el personaje europeo, a partir de 1931, se viste con los colores de la Coca-Cola Company: el rojo y el blanco. Esta empresa, fabricante de refrescos no alcohólicos desde 1892, ya entrado el siglo XX —como todo lo estadounidense— se impuso globalmente. Es ahí que su personaje se torna modelo por antonomasia de la Navidad, pero, básicamente, del consumo que se impone —o nos imponen— para esa época, junto a la idea de ser más buenos que nunca (otra pregunta colateral: ¿cómo se logra eso?).
Entre 1931 y 1966 Haddon Sundblom, pintor estadounidense de origen sueco, trabajando para el gigante de los refrescos, fue el responsable de construir una imagen cada vez más humanizada y creíble del nuevo personaje a partir del antiguo geniecito en verde, ahora hecho un bonachón abuelito con los colores de la gran empresa norteamericana, siempre en la tónica de regalar. De este modo, la Coca-Cola levantó su perfil en un momento en que arreciaban las críticas por su presunta toxicidad —críticas que, por cierto, nunca desaparecieron—. De ese modo, con un mensaje tierno y bonachón, la empresa lavó su cara y disparó exponencialmente sus ventas.
Hoy puede afirmarse sin temor a equivocarnos que, para muchas generaciones, Navidad es sinónimo de este risueño personaje, ícono por excelencia del consumo navideño. La religiosidad de la fecha fue quedando bastante en el olvido, y el dios que se fue imponiendo —y sigue cada vez más vigente— es el dios Mercado.
Para esta época navideña hay que compartir y, junto a las interminables compras, debemos amarnos más. ¿Santa Klaus nos lo dice?
Preguntémonos: ¿por qué hay que “ser buenos” y compartir en esos días decembrinos, darse un abrazo e intercambiar regalos, solo para la fecha estipulada como el cumpleaños de aquel predicador judío que recorría los campos de Galilea? ¿Y los demás días? Pues se vuelve a la normalidad, que no es, precisamente, de paz, amor y compartir. Va quedando claro que esta celebración, si alguna vez tuvo algún cariz religioso, ya lo ha perdido por completo. Una vez más entonces, y con fuerza descarnada, el dios mercado manda.















