En los años 990 a.C. vivió un hombre del que se tendría memoria hasta el día de hoy. Este hombre, quien llegó a ser rey y gobernador político de gran influencia, poseía también innumerables riquezas. Sin embargo, algunas de las cosas que más destacan, no tenían relación con sus posesiones o poder, sino con su carácter. Entre las sendas de su temperamento, sobresalían resplandecientemente su sabiduría, obediencia y mansedumbre, pero al mismo tiempo predominaba también un incontrolable deseo hacia las mujeres, el cual lo llevó a tener un harem con más de mil esposas y concubinas.
Inevitablemente, cuando el ser humano es dominado por alguna pasión desbordada, sus facultades mentales, emocionales y espirituales no responden de manera razonable, y por consiguiente, todo vestigio de sensatez o sentido común, pareciera desaparecer por completo. Sin embargo, es bueno recordar, que ninguna de estas pasiones desordenadas se encuentran fuera de nosotros, sino que responden perniciosamente a la naturaleza caída que poseemos.
¿Cómo entendemos entonces que, en una misma persona, habiten características tan bellas y otras que simplemente son despreciables?, ¿habrá alguna característica que pese más con el tiempo?, ¿quién determina eso?, ¿repercute esto a nuestra vida?
Este sabio hombre del que hemos hablado, tenía por nombre Salomón y aunque parezca un poco contradictorio, respondió muchas de estas preguntas en un libro llamado Eclesiastés, palabra que proviene del griego y significa “el que habla en una asamblea” o también “el que enseña o predica en la congregación”.
En este maravilloso libro, podemos ver una mirada profunda y real de la vida, escrito con un lenguaje poético, desde la perspectiva de un hombre que ha experimentado diversos caminos en su vida, navegando desde una intensa espiritualidad con Dios, hasta el otro extremo en donde los placeres terrenales de la vida fueron lo primordial para su alma.
“Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Así comienza escribiendo Salomón, declarando con esto, que esta vida es pasajera, y que mucho de lo que realiza el ser humano es para su propio placer y vanagloria. Junto a esto, también afirma que no hay nada nuevo bajo el sol, el ser humano sigue viviendo cíclicamente enfrentando luchas y experiencias ya vividas por otros en este mundo. Así mismo vemos fácilmente que nuestra sabiduría es limitada y que los deleites que nos ofrece el mundo son momentáneos, pero aun así muchas veces tienen fuerza, nos seducen, nos engañan y nos dejamos burlar conscientes y disfrutamos con culpa algo que nuestra carne anhela, pero que nuestro corazón turbado en sus momentos de lucidez aborrece.
Así entonces habitamos un cuerpo con un corazón dividido, que cuando responde fiel al llamado de adorar con el que fue creado, todo vuelve a su lugar, los afectos, las motivaciones, los pensamientos y los deseos se alinean de manera tan armoniosa que nuestra vida, más allá de las circunstancias, se siente en paz. Goza y vive la vida a un ritmo divino, y entiende que cuando Salomón plantea que “todo tiene su tiempo”, no se refiere al tiempo cronológico en donde sucede o se programa la vida, sino que discierne que cada tiempo está soberanamente en las manos de Dios, y que no hay absolutamente nada, ni bueno o malo (a nuestros ojos), que se escape de su control, y en esa verdad está su descanso y su confianza.
Sin embargo, cuando nuestra vida se encuentra sujeta a circunstancias y emociones pasajeras, estas nos desorientan y nos nublan la mirada. Nuestras malas decisiones comienzan a hacerse visibles para muchos y parecemos caminar torpemente sobre un suelo cubierto de espinas, que al pisarlas nos duelen y hieren, pero seguimos avanzando obstinados por ese camino. Y aún cuando sintamos dolor, nos obligamos a sonreír forzosamente para que nuestro orgullo no se vea estorbado, y aunque la sangre de nuestros pies corra cada vez más fuerte y el camino que tomamos se torne cada vez peor, la soberbia nos impide volver atrás y mucho menos arrepentirnos.
¿Quién es responsable de tomar este camino? Tú y yo…. Ninguno de nosotros puede culpar a las circunstancias, ni a las personas que nos han dañado en el camino. Si bien es cierto que muchas cosas que suceden en nuestra vida son difíciles de llevar y no están en nuestras manos, también es cierto que la forma en la que respondemos a ello, depende de nosotros y evidenciará de lo que está nutrido nuestro corazón.
Salomón respondió a muchos sucesos de su vida y su nación con un alma que rebosaba de una profunda comunión con Dios, y lo que cosechó con ello fue sabiduría, un gobierno justo y pacífico, la construcción del tempo, la expansión de su reino y un carácter apacible que indudablemente temía a Dios. Pero en el camino, olvidó algo que él mismo plasmó en su libro, una verdad que tú y yo también extraviamos en nuestro día a día, en el que nuestras necesidades o más bien caprichos terrenales abundan más en nuestra alma que un deseo apasionado por nuestro Creador.
¿Cuál es esta verdad? Que Dios ha puesto la eternidad en nuestros corazones (Eclesiastés 3:11).
Cuando nuestra vida gira en torno a lo cotidiano y solo miramos las obligaciones terrenales que todos poseemos, y sacamos la vista de lo eterno y negamos una verdad que Dios selló en cada ser humano creado, nuestra alma pierde su rumbo hacia la buena eternidad y se pone ciega. Pasamos a ser simples hombres y mujeres que actúan sin pensar en consecuencias, poseedores innatos de un corazón que no razona bien, de un alma tonta.
Querido amigo y amiga, ¿sabes qué?, todos poseemos un alma tonta. No hay absolutamente ningún ser humano que haya pisado este mundo que no haya olvidado la eternidad de su corazón y se haya dejado llevar por lo terrenal y sus placeres. Esta cruda realidad puede afectarnos a todos, llevándonos incluso a terminar perdidos espiritualmente, siendo infieles e indolentes y peor aún, siendo incapaces de ver nuestra propia necedad. Es como si quisiéramos extinguir cualquier vestigio de dolor en nuestras vidas y nos convirtiéramos en epicúreos, diciendo “Comamos y bebamos que mañana moriremos”, negando con esto la existencia de una vida eterna, negando la responsabilidad en nuestras decisiones.
Pero, como en todo lo concerniente a Dios, siempre hay esperanza, y su mirada misericordiosa atraviesa nuestra necedad. Tenemos cada día de vida una nueva oportunidad en Él.















