Querer reformar el mundo sin descubrir el verdadero yo, es como tratar de cubrir al mundo con cuero para evitar la molestia de caminar sobre piedras y espinas. Es mucho más sencillo usar zapatos.

(Ramana Maharshi)

Caminatas imaginarias,
guaridas guardando municiones y equipaje.
Voces al viento distorsionando el silencio.
Jardines floreciendo en medio de apocalipsis.
Molinos gigantescos girando brazos tenebrosos.
Corazones vivos en corazonada y torbellino.

Voces en ignorancia desplazadas,
en interminable cuento.
Brazos abiertos en dolor y abrazo.

Mentes encerradas en cotidiano,
manifestando ideologías por bocas diminutas,
reflejando pequeñeces y miedos de nada.
Mientras la poesía inunda el universo,
y la luz en los ojos, lo anuncia todo, todo.

El momento en que vivo está a un paso de la edad octogenaria. Llevo mi particular colección de pensamientos, recuerdos, reflexiones, dudas, intuiciones y sospechas existenciales. Más, por supuesto, los achaques propios de la edad, mientras espero a que me den mi número, como decía Julia de Burgos.

A la misma vez, estoy viviendo en un mundo lleno de gente, que paradójicamente está cada vez más fragmentado y conectado que nunca. Donde parece que se asoma una nueva gran transición. Los dolores de este parto civilizatorio se anuncian ya, en el gran desorden y algarabía del colectivo humano, en rumores de fin del mundo, en la proliferación de teorías de conspiración, en estructuras de organización colectiva que ya no funcionan, en el empoderamiento de líderes alocados que reciben el culto de grandes masas de la población, en la prevalencia de un sálvese quien pueda, y en un consumo y egoísmo desenfrenado. Ah, y en el cambio climático con un impacto global sobre las bases de la sobrevivencia.

Sí, la vida como siempre, se derrama en una amalgama de vertiginosas corrientes, adentro y afuera de uno. Afuera, en luchas de voces e interpretaciones, pugnas de poder, alianzas tribales e ideológicas. Adentro, en una alternancia entre los egoísmos e instintos de la supervivencia propia, y la compasión y el amor por los demás. Tendencias internas fluctuantes, de miedos e impulsos, que se conjuntan en culturas, tradiciones, historia y ritos, versus el llamado interior intuitivo en cada uno, del silencio de ser.

El universo lo observamos y lo construimos, desde nuestra consciencia de ser, desde esta mente que nos distingue de las otras especies vivas, con las cuales compartimos este cosmos largo, ancho y profundo. Lo construimos desde esta consciencia, que nos hace darnos cuenta de la existencia que nos rodea y confronta, del breve lapso entre la vida y la muerte, que tratamos cada uno de definir, desde nuestro punto de vista, basado en las particulares circunstancias, creencias, opiniones, conceptos y experiencias.

La vida es tan variada y tiene tantos momentos contrastantes y tipos de sentimientos, además de una aparente desigualdad en la distribución de condiciones. Es un pasar tan intenso, que nos ocupamos de la vida, y nos dedicamos a resolver sus contrastes, sin vislumbrar por qué es este ser, y hacia dónde transitamos, y para qué es esta multitud de yos, con distintos disfraces, protagonismos y circunstancias. Nos olvidamos de la existencia.

Filósofos, místicos, sabios, y todos, en algún momento se hacen la pregunta existencial ¿qué es la vida; que es esta particular identidad de yo soy, y que conscientemente experimentamos en pensamiento, sentimiento y personalidad y en la relación con los demás que aparecen en el entorno inmediato o remoto, y que definen, contradicen, afirman, o niegan las percepciones de cada uno?

Y así surgen, a través del tiempo y en la vasta superficie de este planeta, una infinidad de puntos de vista codificados en, culturas, tradiciones, religiones, hábitos, apegos, iluminaciones, inspiraciones, conspiraciones, ciencia, teorías, y prejuicios. Todos los cuales se argumentan y conversan día a día, buscan consenso, se congregan para intercambiar escuelas y ritos. A veces se reconocen como iguales y otras se demonizan los unos a los otros y se persiguen, se hieren y se matan.

A nivel personal, la vida se nos pasa en impulso y reacción, recuerdo y anticipación, en un enjambre articulado de tiempos entre nuestros puntos de vista y los de los otros. Vivimos impulsados por impresiones del pasado y preocupaciones de futuro. El pasado induce nuestro accionar con tendencias subyacentes, muchas de las cuales no sabemos exactamente de dónde provienen, pero que influyen nuestros miedos, hábitos y deseos.

A nivel de la colmena humana, se multiplican enormemente estas tendencias, contradicciones, deseos, preponderancias y pareceres y hacemos un gran tumulto y una inmensa belleza a la vez, creando obras maestras y genocidios, ciencia y conspiración, tragedia y comedia, iniquidad y compasión. Y estas turbulencias, al interior de nuestra persona, y en relación con nuestra convivencia con los demás, constituyen el entretejido de nuestra historia colectiva y personal.

Por un lado, uno es llamado a hacer algo, para salvar la colmena de este desbarajuste, en que aparentemente se encuentra. Y buscamos, con base en la historia reciente y nuestros puntos de vista, la razón de ser de la última corriente de inequidad y de iniquidad, las causas. Así, por ejemplo, hay una percepción, en muchos círculos conscientes; de que el sistema de coordinación internacional no está funcionando, que la desigualdad económica está llegando a niveles insostenibles, que el sistema climático global está siendo socavado y esto va a llevar a grandes desastres, que los sistemas financieros internacionales necesitan control, y que las fallas sistémicas en la organización política y social del mundo para el manejo de recursos naturales comunes, y el control de la desigualdad, están generando, y van a generar cada vez más, guerras, genocidios, abusos de derechos humanos etc.

La humanidad, como proceso resultante de miles de millones de años de evolución del universo y de la vida, ha sufrido grandes transformaciones en su capacidad de relacionarse con su entorno y con su propia identidad, tanto a nivel individual como a nivel colectivo. Como un bosque o un jardín, hay una constante transformación en las etapas de desarrollo del conjunto, a la vez que indistintamente de cada etapa del sistema, individuos en el conjunto florecen y encuentran su propósito y la armonía con la vida, y su fragancia se esparce en el bosque o jardín para el beneficio de estos.

Hace apenas unos 8 a 12 mil años, con el desarrollo de la agricultura y las ciudades, comenzó la humanidad, a desarrollar su capacidad intelectual y cultural a través del lenguaje escrito, y de la interpretación objetiva y artística del entorno y el mundo físico. Hoy en día, podemos conectar todos los habitantes instantáneamente, trasladarnos en horas a cualquier parte del planeta, conocer y manipular las subpartículas de las cuales está hecha la materia, y lanzar telescopios que se estacionan a 2 millones de kilómetros de la Tierra, a través de los cuales observamos los inicios del universo y la historia de las estrellas.

A través de este increíble desarrollo intelectual, ocurrido a partir de ese momento reciente de nuestra historia, llamado el neolítico, sabemos hoy que el universo es un sistema interconectado, que la vida es un continuo, que como decía Loren Eiseley: «No se puede arrancar una flor sin perturbar a una estrella».

Pero, por otro lado, estamos conscientes que, dentro de nosotros mismos, en nuestros comportamientos, en nuestro accionar individual, en nuestra visión de mundo, seguimos operando a través de una cosmovisión, de yo versus los demás. Esta parcelación psíquica, está enraizada más allá de la conceptualización científica e intelectual que hemos realizado como colectivo, de que todo está estrechamente interconectado.

La convicción intelectual en sí misma no tiene el alcance para cambiar nuestro comportamiento egoísta y fragmentario. La mayoría no incorporan aún este alcance científico, aunque se benefician de la tecnología que surge del mismo. Otros piensan que sí, todo está conectado, pero no nos sentimos responsables de lo que hagamos o no hagamos, que perjudique a ese todo, de la misma manera que nos sentimos responsables de conductas, que puedan afectar a nuestras personas o las de nuestros seres queridos.

Tenemos que ir a las raíces del problema, al núcleo de la psique humana, y reconocer que la acción social colectiva comienza con nuestra acción en la vida individual. No podemos separar al individuo de la sociedad. Nos guste o no, somos responsables de lo que está sucediendo en el mundo. Pienso, que ese es el fondo de la siguiente transición de la civilización, un salto fundamental en la consciencia —el darnos cuenta de que el otro también soy yo.

Para que este salto de consciencia ocurra tiene que entrar en juego la pregunta existencial, ¿quiénes somos? ¿qué es todo esto de lo cual estamos conscientes, incluyendo nuestra propia consciencia? ¿Porque existimos, porque vivimos y morimos?

El planteamiento de estas preguntas es lo que nos llevará a la realización de que somos algo más que unidades racionales individuales, desplazándonos en un momento de universo, y nos dará la posibilidad de darnos cuenta de la unicidad del ser.

Esta apertura, que se denomina espiritualidad, es lo que permite que surja la compasión y el amor, que se abandonen los prejuicios separatistas y las preferencias superficiales, que se reconozca la integridad de la vida, y se tome consciencia de la unicidad existencial de la cual somos todos una manifestación.

La experiencia espiritual, va más allá de lo que puede ser captado por el mero intelecto. Aunque es a menudo considerada como algo anti intelectual, confusa, o poco práctica y desconectada de la realidad, no hay nada irracional en el verdadero misticismo o espiritualidad, cuando este, como debe ser, es una visión de la realidad, una forma de percepción absolutamente clara, y tan práctica, que se puede vivir cada momento de vida y expresar en los deberes cotidianos.

Entonces nos hacemos plenamente conscientes, de que la vida no está fragmentada; que no está dividida en espiritual y material, individual y colectivo, y que no podemos crear compartimentos en la vida: políticos, económicos, sociales, ambientales. Y que cualquier cosa que hagamos o dejemos de hacer afecta y toca la totalidad, porque siempre estamos orgánicamente relacionados. Somos un sistema, y nos movemos como sistema.

El amor que surge de esta percepción es la belleza, el misterio delicado, el alma de la vida, la pureza radiante que trae compasión, alegría espontánea, canciones de éxtasis, poemas, pinturas, danzas, dramas para celebrar el ser.

¿Podremos crear una sociedad humana donde el amor se lleve a los mercados, a los hogares, a las escuelas, a los lugares de negocios y transformarlos por completo? Pueden llamarlo un desafío utópico, pero es lo único que hará una diferencia significativa y que nos llevará a realizar el potencial que tenemos como seres humanos plenos.

Aquí estamos hablando de algo que está accesible a todos. La base de esta unicidad que hace sentir la compasión y el amor hacia los demás está dentro de cada uno. Se manifiesta, en esos momentos sin tiempo donde nos damos cuenta de ese ser sin estar, del sabernos conscientes, sin sentirnos asociados a una identidad particular, más allá de forma y personalidad. Como en un abrazo profundo, o el asombro ante un amanecer. Es algo que todos llevamos adentro, independientemente de consideraciones relativas a la intelectualidad, la riqueza o el poder.

En esos momentos, tras bastidores del pensamiento, por un instante, que nos percatamos de ese ser interior, sabemos que este trasciende nuestra personalidad y se establece una continuidad, que va más allá de la identidad del nombre, género, apellido, cultura y nacionalidad.

Son momentos de interfase, en donde uno se desapega de las definiciones con las que vive, y una marejada de consciencia nos arrastra, en dirección a un estar siendo sin estar, a un darnos cuenta de que nos damos cuenta, sin pensamientos alineados en palabras, nos damos cuenta de una individualidad sin identidad separada.

La fuerza que emana al hacernos conscientes de este estado del ser, si se reconoce y se cultiva, es transformadora. El amor, la compasión, surgen espontáneamente, cuando nos conectamos en esta esencia de ser, de existir. Surgen como movimientos espontáneos de plenitud, no se derivan de una convicción intelectual ni de un emocionalismo. Surgen cuando la unicidad de la vida se convierte en un hecho que se siente verdaderamente.

Cuando esta realización de la unicidad se convierta en la dinámica de la relación humana, entonces la humanidad evolucionará. La vasta inteligencia que ordena el cosmos estará disponible para todos. La belleza de la vida, la maravilla de vivir es que compartimos creatividad, inteligencia y potencial ilimitado con el resto del cosmos. Si el universo es vasto y misterioso, nosotros somos vastos y misteriosos. Si contiene innumerables energías creativas, nosotros contenemos innumerables energías creativas.

Yo pienso, en este ocaso de mi vida, beneficiándome del pensar y sentir, de tantos que han reflexionado antes, sobre el tema de la colmena y el individuo, y sobre el objetivo de vivir, que el universo entero es una evolución de la consciencia, y que la vida, a través de la evolución es el instrumento mediante el cual se desarrolla la plenitud de esta consciencia, que llega a su cúspide en la expresión humana, cuando esta se hace consciente de que es consciente, y unitaria.

Pienso que cuando un individuo da un paso en la dirección de lo nuevo, de lo imposible, toda la raza humana viaja a través de ese individuo.

El amor es esencialmente expansivo; los que no lo tienen lo reciben de los que lo tienen. Y aquellos que absorben amor de los demás no pueden recibirlo sin una reacción, que en sí misma, es la naturaleza del amor. El amor verdadero es inconquistable e irresistible. Continúa acumulando poder y extendiéndose hasta que finalmente transforma a todos los que toca. La humanidad alcanzará un nuevo modo de ser y de vida a través del intercambio libre y sin restricciones del amor puro de corazón a corazón (Meher Baba).