Hace treinta años publiqué mi primer libro, Cerrando el círculo que había iniciado cuatro años antes, a mis diecisiete. Recientemente ha salido una edición de aniversario en la Editorial Círculo y Punto, por lo que me complace obsequiarles el relato más breve de dicho cuentario.

León Abuday era cuanto quedaba del largo recorrido que innumerables generaciones habían acuñado en su nombre. Mezcla del capricho y un vago recuerdo, pretendía, más que abreviar, eliminar todo rastro de su pasado. Ahora todo en él era pretérito, y de alguna manera, disfrutaba de esa levedad que el olvido le iba confiriendo. Por ello el día anterior, cuando recibió el telefonema de su más antiguo y cercano camarada, sintió como si el peso de sus memorias le aplastara la cabeza, rindiéndose ante la certidumbre de que ya eran muchos años de lo que él mismo llamaba huida, de cargar con el recuerdo de no haber cumplido lo que de él se pedía, de flagelarse continuamente con el desprecio a sí mismo viéndose como traidor. Sintió despertar dentro de sí a una simple señal todos sus antiguos hábitos. Alí Sheik, bien lo sabía, podía cambiar vertiginosamente el curso de su nueva existencia.

Rumbo al aeropuerto, en su cabeza se repetían una y otra vez las imágenes de aquel sueño de los días previos a la fuga. Todo era calma y oscuridad hasta que escuchaba ese bullicio de manantial subterráneo en sus oídos, como si se tratasen de profundas cavernas a donde las aguas iban a desembocar, luego el gemido de millares de aves moribundas a su alrededor, para finalmente, al abrir los ojos, ver como revoloteaban sin plumas. Muchos años atrás, cuando aún el mercado donde su padre vendía aceites no había sido transformado en escombros, vio salir un bello pájaro de una caja forrada de seda, pero jamás supo decir cómo era, ni de qué color, por lo que llegó a pensar con el tiempo, que no fue más que un sueño, lo mismo que el negocio de su padre. Entonces conoció a Alí Sheik y cambió de hábitos.

Ya en el aeropuerto, todo fue muy breve. No había olvidado la rutina. Se miraron rápidamente, sigilosos, pero luego hubo sonrisas y recordaron anécdotas, se rieron de cómo habían sido sus vidas y se juraron una vez más la hermandad que los unía desde niños. Todo muy breve, pues Alí lo dejó de inmediato para seguir con sus asuntos, no sin darle, eso sí, el paquete que guardó con recelo durante todo el viaje. Se sonrieron de nuevo y cada quien tomó un rumbo distinto.

«Quizá no debí haber venido» —se dijo en su lengua materna.

León Abuday sostuvo el paquete frente a sí hasta sentir que se vaciaba de emociones, que todo su ser no era más que un cascaron vacío. Sin su pasado, de repente nada tuvo sentido, viendo cómo pronto estos años de dulce reposo serían asimismo simple recuerdo. Luego, para calmar las llamas que lo consumían, recorrió la ciudad como si fuera por última vez, aquel caos de vitalidad que le había devuelto la vida. Sintió cómo la parvada de aves moribundas dejaba de gemir, cómo las aguas dejaban de gotear en su cabeza. Abrió los ojos y a su alrededor habían miles de polluelos batiendo al aire sus primeras plumas. León supo que aquel era el final de su larga angustia. Tomó la cajita que venía en el paquete y palpó extasiado la suave seda del forro, en cuyo bordado pudo ver una vez más y para siempre el pájaro de su niñez.