Era linda la Turca. Al menos así nos lo parecía en aquella época adolescente. Se llamaba Leyla, nieta de inmigrantes palestinos, es decir árabes y no turcos, pero ustedes saben que el uso obligado de pasaportes, expedidos por los fieros otomanos de Turquía, para aquellos desterrados de su patria originaria, generalizó la falacia chilena de llamarles «turcos», denominación que ofendía a sus mayores, orgullosos de su condición de hijos de Arabia.

Era alta la Turca, se empinaba por sobre el metro setenta, mucho entonces para la altura media femenina. Maciza, imponente, con unos pechos formidables que pugnaban por escaparse de los sostenes ordinarios y deshilachados que le proveía la madre. Su culo era redondo y prominente, bien formado, al igual que sus largas piernas. De tez morena y grandes ojos verdes, labios bien delineados, gordezuelos, como esos que ahora se fabrican las mujeres «artistas» o de vida farandulera, incluso algunos políticos ordinarios, que esperan atraer a su clientela electoral por cualquier medio; la Turca los traía puestos de manera natural, y al abrirlos, como una falda alada que se levanta, exhibían la perfecta línea de unos dientes blancos, con los incisivos un poquito largos, lo que otorgaba gracia y picardía a su sonrisa.

La Turca nos llevaba tres años de ventaja al trío compuesto por mi primo Sergio, de apodo «el Negro», por Pepe García y yo; los tres contábamos con dieciséis abriles, así es que ella era una espléndida y lejana mujer que caminaba hacia los veinte, con paso seguro y andares sinuosos que nos trastornaban. La Turca vivía con su madre y su abuela, que regentaban una paquetería entre los paraderos 27 y 28 de Gran Avenida. De su padre nada sabíamos, salvo lo que ella dijera, de manera escueta: «Mi papá vive en el extranjero». No hubo más detalles.

La Turca venía a visitarnos cerca de la hora vespertina, a charlar con nosotros. Creo que estaba enamorada de Pepe García, buen mozo, atractivo, varonil y representaba más años de los que tenía; además, ostentaba leve parecido con James Dean, el ídolo cinematográfico por quien se desvivían las coetáneas muchachas en flor. Pero a ella también le gustaba el Negro, que siempre tuvo buen gancho con las mujeres y actuaba como innato Don Juan. A mí me encontraba «cabro chico», pero me pedía que le contara historias. Yo, solícito y algo baboso, se las inventaba, con el riesgo de que al repetírselas, confundiera los detalles, y como la Turca tenía poderosa memoria, se enfurruñaba al advertir las contradicciones de mis cuentos. (Me sigue pasando, a los 81).

-«Me cargan los mentirosos»- me decía, y eso me hacía perder cualquier terreno ganado en la pertinaz e imposible conquista de sus favores femeninos… (Aunque a veces ella me besaba en las comisuras de los labios, como insinuando un posible desvío húmedo hacia el centro de mi boca).

Solíamos escondernos en el galpón de la casa quinta, cuando se ponía el sol. Nos alumbrábamos con una vieja lámpara a parafina y permanecíamos allí durante dos horas o más, hasta que La Turca se escabullía para volver a su casa, con un cuaderno escolar o un libro de materia que le servían de coartada, aunque jamás repasáramos una aburrida lección pedagógica. Nuestra conversación era curiosa, a la luz de esta memoria que hoy se vuelve vieja. Cine, comedias radiales, música: boleros y rock; libros también, porque los cuatro leíamos entonces a Zane Grey, a Julio Verne y a Emilio Salgari. El Negro procuraba orientar el diálogo hacia las vedadas y excitantes cuestiones del sexo, pero la Turca jamás pronunció una palabra al respecto, aunque se dejaba toquetear por nosotros, sin pasar a mayores, en juego permanente entre el recato y la permisividad.

Una tarde de invierno –lo recuerdo, porque el Negro se agripó dos días antes de cumplir los diecisiete- la Turca nos mostró sus pechos monumentales, como especial regalo de cumpleaños para el primo… Pero lo hizo a dos metros de distancia nuestro y no permitió que nos acercáramos, hasta que puso de nuevo a buen recaudo esas turgentes maravillas. Aquella noche el Negro juró, con resolución, que iba a seducir a la Turca; quizá pensó en las palabras de James Dean, escritas en el póster colgado en mi cuarto: «Hay que vivir rápido, porque la muerte llega pronto». Pepe no dijo nada, pero creo que pensaba adelantarse a los bríos del primo. (Ambos vivieron con celeridad y la muerte les visitó, prematura a Pepe y temprana al Negro, como este cronista ha contado en sus Memorias Transeúntes).

A la Turca no la dejaban pololear. Su madre y su abuela resguardaban un compromiso familiar de vieja data. Ella debía casarse, cuando cumpliera los veintiuno, con un primo de origen palestino, quince años mayor, viudo y sin hijos, dueño de una fábrica textil, que vivía en Buenos Aires. La tradición árabe así lo determinaba, y la Turca no parecía contrariada por el hecho de desposarse con alguien a quien ni siquiera conocía. Después de todo, quizá era una buena medida, quién sabe, con estos tiempos que corren, de amores efímeros y encuentros circunstanciales y cibernéticos.

La abuela y la madre especulaban sobre la fortuna de aquel pariente que iba a librarlas de la mediocridad económica.

La Turca estaba demasiado consciente de que debía llegar al compromiso con su virginidad intacta, precepto coránico cuya transgresión podía eximirla de las glorias de la Yanna (paraíso de las huríes); asunto que a nosotros nos parecía especialmente injusto y arbitrario. Así se lo hicimos saber, sobre todo el Negro, pero no obtuvimos ningún avance plausible ni menos un gesto de echar pie atrás en su cautela preciosa.

Cabe recordar que hubo otro candidato, fuera de los tres lúbricos adolescentes que no estábamos en carrera. Un italiano solterón, propietario de una barraca de maderas en el paradero 30 de Gran Avenida, pretendía a perpetuidad los favores amatorios de la Turca.

A su abuela de ella le agradaba aquel calvo dicharachero y de buena situación financiera, pero la madre no transigía en cuestiones de religión, raza y estirpe.

–«Es la voluntad de Alá. Vamos a esperar al primo palestino» -manifestaba, sin dar pábulo a otras opciones.

El Italiano, que sabía de nuestras relaciones con la Turca, nos invitaba a beber cerveza en el bar Punta de Diamante, con el propósito de sonsacarnos informaciones íntimas y procurar que le congraciáramos con nuestra amiga. Pero fuimos fieles a las normas de discreción del cuarteto y a la aversión que la Turca mostraba con respecto a «ese pelado feo y tartamudo», como acostumbraba decir cuando se le mentaba aquel pretendiente de circunstancias.

-«Y si pudieras elegir, ¿con quién te casarías?» -preguntó Pepe a la Turca, y su voz temblaba. –«Con ustedes tres» -respondió ella, sin titubear, abrazándonos con la mirada hospitalaria y ecuménica de sus verdes ojos.

El 24 de diciembre de aquel año, entre los tres compramos una caja de bombones argentinos, y se la entregamos a la Turca, a eso de las nueve de la noche, en nuestro refugio. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas. -«Yo no les traje nada»- dijo, con un suspiro que se nos clavó en el corazón. -«Pero voy a regalarles algo que no olvidarán»- Recogió la ancha falda floreada hasta el cuello y nos enseñó, a la débil luz de la lámpara, el monte sombrío e hirsuto de su pubis virginal. Ni Pepe, ni el Negro ni yo pudimos conciliar el sueño aquella noche de Navidad.

En marzo del año siguiente, una infausta noticia golpeó a las tres mujeres palestinas. En un accidente ferroviario, ocurrido en el camino al Tigre, había fallecido el primo y futuro consorte palestino. Las tres vistieron de riguroso negro por siete largos meses.

Más linda y deseable se veía la Turca con aquel ropaje funerario, y los ojos le brillaban como ascuas vivas de la más perfecta esmeralda.

Pasado el luto, el Italiano volvió a la carga. La abuela y la madre comenzaron a recibirle una vez a la semana, los viernes, a la hora del té. La Turca estaba de muerte, nos decía que iba a fugarse de casa, que no soportaba al «calvo seboso». El Italiano venía por nosotros, dos o tres veces a la semana. Estaba eufórico; hasta algunos pelos náufragos le aparecieron en el frontis de la calva.

-«Ya la tengo pedida»- nos dijo, con una sonrisa de niño idiota con regalo nuevo. –«Pienso casarme con ella en septiembre del año que viene, pero tengo que convencer a mis padres, que son muy católicos y no ven con buenos ojos mi matrimonio con una mujer árabe». -«Además»-, agregó, con mirada triste y dubitativa –«ellos exigen que la Turca sea virgen, ¿qué creen ustedes, ah? Respondan».

El Negro lo miró a los ojos, con ese gesto suyo de fiera a punto de atacar cuando se le contrariaba, y le respondió, casi en un grito, sobresaltando a los parroquianos del bar:

-«Que eres un hijo de puta y un concha-de-tu-madre»-. Y salió, derribando la jarra de cerveza sobre el terno recién comprado del tano.

Se casaron en septiembre, la Turca y el Italiano. Se fueron de luna de miel a Turín. Dejamos de verla por un tiempo tan extenso como el peor remordimiento. En la ferretería recibimos una postal desde Roma, con la estampa de la Venus de Milo, que decía: «Para mis tres únicos amores».

Nos volvimos tristes y malhumorados, al borde de la misoginia.

El 6 de julio del año siguiente, cuando mi primo el Negro cumplió los dieciocho años, nació la única hija de la Turca y el Italiano, bautizada Leyla.

La madre no sobrevivió al parto. No asistimos a su funeral, y nos negamos por siempre a ver al Italiano, como si nunca le hubiésemos conocido.

Durante años, Pepe, el Negro y yo fuimos los tres viudos más inconsolables de que se tenga memoria.