“El consumo de la sexualidad como mercancía es una fuga energética”... me repetía eso mientras me zarandeaba, lado a lado, frente a la cámara ubicua que me captaba la figura en su totalidad. Una totalidad parcelada, casi desdibujada, interferida. Y no porque, de vez en cuando, la conexión a internet se debilitara. Más bien, la imagen que me devolvía la pantalla en esas interminables sesiones de animadora virtual era una foto mal tomada de todas mis miserias juntas que, transmutadas en una performance jugosa, significaban carne de cañón para los buitres acechantes que desahogaban su lascivia en un acto rápido, patético y contundente.
¿A quién le importaba si hacía más de ocho meses que yo “no le veía la cara a Dios”? Si, cuando me deshojaba lentamente las prendas para ganar tiempo y consumirles la mayor cantidad de tokens posible, dejaba —yo misma— al descubierto toda la bravura de mi floresta exuberante, invitando a que la deforestaran con sus miradas retorcidas… y sentenciantes, algunas.
Lo habían incendiado todo cuando, por fin, tuve el valor de dejar eso atrás. De alguna forma, mi evolución espiritual siempre se vio afectada por la incongruencia entre seguir percibiendo un salario y sacrificar mi mundo emocional por unos pocos dólares. Ya sabía yo que no era lo suficientemente madura para poder separarme del personaje. Si hubiese tenido el carácter de algunas colegas en la industria, más bien me hubiese forrado por bastante tiempo. Tenía lo necesario: físico, carisma, inteligencia; pero no tenía control suficiente sobre mis emociones cuando me trataban de zorrita. Quien la tuviese, agradecida le hubiese estado si me pasaba la fórmula.
Mas estoy agradecida por haber encontrado el camino para desaparecer de ese submundo asediado por la salacidad, donde un estudio de carácter antropológico podría haber llegado a fecundar prolífico material de escritura y, sin embargo, la búsqueda de mi propia espiritualidad se convirtió en la única luz con la cual recorrer el túnel. Pero no era la típica búsqueda a través de la zaraza y parafernalia marketinera contemporánea. También pasé por ello; pensé: esto puede ser una opción, quizá una mirada holística pueda salvarme. Obvio, todo fue cayendo en picada mientras iba descubriendo los hilos negros de los discursitos new age en cada una de las propuestas ‘alternativas’ de esas terapias, talleres, mentorías y vendehumos varios.
¡Qué osadía la de creerse y sentirse guía espiritual de alguien! Qué hijo de puta hay que ser, eh… hay que estar lo suficientemente dormido como para pensar que se le puede ayudar a un otro a despertarse. En mi caso, desperté varias veces de un sueño alucinante en el que me veía rendida ante la misericordia de un Dios invocado. Y, en la vigilia, la pesadumbre de la verdad me devolvía la cachetada del olvido, recordándome que aún no tenía los ojos abiertos.
Qué sé yo si realmente fue valor. Fue asco, aberración y hastío. Y tuve que parar. Tuve que parar de exponer mi psiquis a pelotudos incontables para obtener un puñado de ganancias, si es que se le puede llamar ganancia a algo en este mundo. Nunca había sabido yo qué era ganar. ¿Qué era ganar? ¿Ganar, en qué sentido?, ¿ganar bien? Solo subsistía con lo que mejor me salía en el momento —en todos los sentidos—. Y, con la excusa de que no hacía falta que me moviese de casa para trabajar, me disponía horas y horas para ganarme la Dolce Vita.
Cerré la aplicación un diez de octubre. No borré la cuenta. En el fondo, no me animaba a hacerlo, “por las dudas”. Aunque jamás necesité volver, gracias a Dios… porque yo sé que Él, de alguna forma, me devolvía la mirada desde algún lugar de la materia. Le había yo pedido tantas veces que me arrancara de todas mis miserias y veleidades. Con fe y sin fe. Con sorna y arrepentimiento. Incluso después de mirar al mundo a través del lente de la hostilidad esencial, yo le pedía y le rogaba que me saque de ahí… porque no podía hacerlo por mi cuenta, no tenía fuerzas suficientes ya, ni ganas.
Y un día pude yo probar la sensación de falsa libertad que te da el poder de creer que decidís algo en esta vida, cuando empecé a recibir a los perversos en mi morada. Durante una hora reloj los sometía a sus propias depravaciones. Hombres de familia, en su mayoría, respetables funcionarios, tipos de bien. Todos se inclinaban ante Gina X (/ks/, in English, because it sounds better). Me pedían que los azotara, les pagara, escupiera, orinara, incluso que caminara encima de ellos para dejar la marca del taco aguja.
Cada uno de los que pasó una vez por el cuarto del deseo de Gina X volvió a pasar, varias veces. Hasta que temí que me empezara a gustar. Aunque fuera lejos, así fuese por el hecho de poder castigar físicamente un poco el ego de esas escorias. Al fin y al cabo, el consumo de la sexualidad como mercancía era una fuga energética. Porque no sé realmente si hay alguna forma de ejercer la sexualidad fuera de la objetivación, de la performance y del beneficio de una sola de las partes involucradas.
Incluso aquella vez en que elegí creer que amaba —y que me amaban— terminé moviéndome como si me viera desde afuera, cuidando el ángulo, regulando los gestos, haciendo que mi respiración encajara en lo que él esperaba escuchar. Un guion implícito que, aunque no lo hubiéramos escrito, estaba ahí desde antes de tocarnos. Y yo lo actuaba, obediente, como si en ese teatro de sábanas se jugara algo más que la confirmación de que seguía siendo consumible. Esa vez no cobré, pero el precio fue el mismo.
Y ahora, mientras controlaba los hilos de mis marionetas durante sesenta minutos, el cambio de roles me generaba ese pseudo disfrute del placer que no es más que el ejercicio del poder a través de la dominación…
Pero, eso sí, dominante en el ámbito privado porque… una debe ser o, al menos, parecer sumisa a los ojos de la gente de bien. Porque puta, y con nombre y apellido, no, jamás. Pero, en cuanto a repostera, a nadie le interesaba si en el pasado, si en la intimidad del secreto profesional, había cagado a latigazos al dueño de una concesionaria o le exprimía una manzana en la boca al gerente del banco de la esquina Rivadavia.
Por eso, un buen día lo dejé, a todo ello, incluso la copulación por mero placer (porque no sé si yo sentía tanto placer o, más bien, hacía favores… y ya me había yo acostumbrado a cobrar —poco, mucho— por involucrarme con tipos en los juegos de la sexualidad). Y, con el dinero que ahorré, abrí una pastelería. Y fui repostera. Y no fui feliz, no ejercí la militancia por la felicidad ni, mucho menos, la gratitud. Pero, por lo menos, dejé de ser puta. Y eso hizo sonreír a la fuente, a la vida, a papá y a Dios. Porque jugué a elegir una vez más pero, esta vez, elegí ser una buena mujer. Una mujer de familia, aunque sin familia. Y trabajé muy duro, pero con las piernas cerradas. No vaya a ser cosa que entren moscas.