La alfombra nueva

Mi madre ya sabía. Aunque yo no se lo hubiera dicho, había un dejo de tristeza en sus ojos cuando volvía a casa por la noche. Generalmente me tardaba más de lo normal. Le decía, para que no se sintiera mal, que me había quedado a jugar futbol con mis amigos. Ella no me lo cuestionaba: como solo éramos ella y yo, debía de haber confianza. No teníamos de otra.

En lugar de quedarme a los partidos de la tarde en la escuela, durante meses tomé un camión hasta el súper que estaba sobre la calle de Pilares, en la colonia Del Valle. Ahí cerca, en un edificio paralelo a la tienda, se había mudado mi papá con su nueva mujer. Encorvada, flaca y completamente abstraída de la situación, ella me recibía sin gusto todos los lunes, miércoles y viernes. Mi papá no llegaba hasta las 5 de la tarde. A veces, yo me iba a las 10 y no se había aparecido en todo el día.

Mientras tanto, me ponía a jugar con sus otros hijos. Con apenas dos o tres años, me miraban con los ojos bien abiertos desde una especie de jaula para bebés que la señora había instalado.

—No quiero que se estén arrastrando sobre la alfombra nueva —me dijo alguna vez, antes de servir la comida.

Ellos la miraban en silencio, con una frialdad atípica de niños en esa edad. A mí tampoco me sonreían, pero me llegaba la sensación de que se sentían muy solos —aún a pesar de tener a su madre ahí mismo. Yo no le contesté. Tenía 13 años y muy poco interés en interactuar con ella.

Miel y centeno

El departamento no era feo. Al contrario, estaba muy bien iluminado con luz natural, por los ventanales amplísimos que daban a la calle. Desde un tercer piso, no me daba tanto vértigo mirar hacia abajo. Mi papá siempre tuvo buen gusto, y puso una especie de sillón cerca de las ventanas para sentarse a leer por las noches. Al lado, una lámpara reclinable para enfocar mejor la luz.

Por las tardes, el sol se filtraba suavemente al departamento. A veces me daban ganas de quitarme los tenis y andar descalzo, para sentir la alfombra cálida debajo de las plantas de los pies. Otras veces no tanto, porque se veía polvoso y desatendido. En las paredes, sin embargo, siempre lucían mucho los posters que mi papá había traído desde Francia, de las exposiciones de Degas, Monet y otros impresionistas que le gustaban mucho. Era 1977, y las ferias de arte se estaban convirtiendo en un gusto suyo, que conservaba solo para sí.

Los días que mi papá llegaba temprano, Dolores, su nueva mujer, lo esperaba con pan de centeno aderezado con miel. Sobre una charola de peltre, acomodaba una hogaza calientita para que pudiéramos botanear a gusto. Él me contaba de su trabajo como ingeniero químico, hablábamos de ciencias aeroespaciales —porque también eran su afición— y a veces veíamos programas de animales en la televisión, mientras sus otros hijos dormían la siesta. El gusto se me acababa muy pronto, como a las 7, cuando me pedía que me marchara antes de que se hiciera más noche.

El gusto del pan de centeno y miel se me quedaba hasta el día siguiente.

El mismo «vocho» de siempre

Nunca me imaginé que mi mamá sospechara de mí, ni de mis andanzas por la tarde. Por el contrario, como trabajaba dos turnos para pagarme la escuela, ni siquiera me cercioré de que no supiera. Cada quién tenía cosas que hacer, y no nos molestábamos en averiguar en dónde andaba el otro. Eso creía yo.

Fue un miércoles. Mi mamá salió de la casa, como siempre, a las 5:30 de la mañana para trabajar en el laboratorio. Era de las pocas químicas mujeres que tenía un puesto ejecutivo ahí, y todo el mundo la quería mucho porque siempre fue muy dura, pero cariñosa. Se fue en el mismo «vocho» de siempre: blanco, prístino, oliendo bonito como ella. Yo me fui a la escuela, esperando pasar el día para llegar a ver a mi papá.

Apenas habían sido pocos años desde que él se había ido de la casa. Más bien: desde que mi mamá lo corrió, al enterarse de que andaba con otra —o con otras, no lo sabemos bien. Durante años pensé que había sido mi culpa, por no ser un buen hijo, por no estar a la altura de sus exigencias como figura paterna. No fue hasta que crecí más que me di cuenta de que, aunque responsable en la chamba, era un hombre con pocos compromisos. En ese momento, por supuesto, no lo sabía.

Tampoco sabía que, en el mismo «vocho» de siempre, mi mamá estaría esperándome afuera de la escuela. Y que, sin que me diera cuenta, iba a seguir el camión que tomaba después de clases, hasta el súper. Ya ahí, después de estacionarse, que iría a pie hasta la puerta del edificio donde vivía mi papá con su nueva familia. Mucho menos que me la toparía de frente, con los ojos encendidos en cólera.

Supongo que me puse pálido.

Ella, con los labios apretados, solo alcanzó a decirme:

—Pendejo.

Y me soltó una cachetada.

Nos subimos al coche sin decir nada. Al llegar a la casa, azotó la puerta del «vocho» y se subió a su cuarto. No salió de ahí hasta las seis de la tarde. Se llevó el carro y regresó una hora después, con una bandeja llena de merengues. Al pasar la medianoche, la encontré vacía afuera de su cuarto.

La bajé a la cocina, para sacarla junto con el resto de la basura. Sobre la barra de la estufa, había una hogaza de pan viejo, con hormigas, moho y un trazo discreto de mermelada encima. No volví a ver a mi papá hasta varios años más tarde.