No fui un niño feliz. Esta es una de las múltiples conclusiones a las cuales, a tarda edad, he llegado. Tampoco fui un niño triste. Crecí un poco apartado del mundo, observando, soñando, inventando historias, escapando a otros mundos, donde todo se podía alterar y rehacer, como uno hace, cuando piensa y vive en universos imaginarios, donde las posibilidades no tienen límites.

Crecí en el extremo sur del mundo, al final del fin mismo, en la Patagonia, a orillas del mar. No fui ni bueno ni malo. Frecuenté el liceo de hombres, el único en aquellos tiempos, como «internado». Llegaba el domingo por la tarde y salía el sábado después del almuerzo, el mejor almuerzo de toda la semana.

Los dormitorios estaban cercanos a la playa y la desembocadura del río, que atravesaba la ciudad. Las reglas eran simples. Nos levantaban temprano con un timbre que aún recuerdo. Sonaba 2 veces por largos, interminables espacios de tiempo. Teníamos 20 minutos para lavarnos y vestirnos. De allí se pasaba a un desayuno rápido. Una media hora de estudio y todos a clase caminando al Liceo hasta las 1:15 de la tarde para volver al almuerzo con nuestros uniformes de pantalones grises, zapatos negros bien lustrados, una chaquetilla azul marino, camisa blanca y una corbata con el nudo aflojado.

Después del almuerzo, cambio de ropas y el resto de la jornada eran horas de estudio controladas con recreos intercalados. A las 19.30, cena y a las 21.00 todos a la cama. Se apagaba la luz y se esperaba una calma absoluta hasta que sonará el timbre y fuera nuevamente la hora de alzarnos.

Éramos unos 90 los «internados» y llegábamos de varios lugares. Algunos de la ciudad misma, otros del campo o pueblos lejanos. Algunos de los internos no viajaban a casa todos los fines de semana o se hospedaban donde un pariente. A veces llegaban paquetes de los padres con dulces, ropa limpia y alimentos. Otras veces, el paquete contenía una carta, que cambiaba el estado de ánimo.

Muchos de los inspectores enseñaban durante el día en el Liceo y hacían turnos para «cuidarnos». Ellos vivían y comían en el internado. Saber quién sería el inspector del día o de turno era una información importante. De ello dependía el tiempo para levantarse y en cierta medida, nuestro estado de ánimo.

Recuerdo claramente a los inspectores. Sus nombres, sus voces, sus gestos. Uno era delgado y quijotesco, serio y exigente y al caminar daba enormes pasos. Siempre vestido de trajes grises. Otro era jovial y terrenal como Sancho. Llevaba una humita al cuello y enseñaba biología. Con cada uno de ellos cambiaba el tono y el ambiente. A veces era «un levantarse ladillas» y con otro «arriba perezosos que el día ya ha comenzado».

No fui un niño feliz. Pero de mi infancia y juventud, llena de colores, olores, situaciones, aventuras, añoranzas y personajes, he aprendido mucho. Sobre todo de las personas y la importancia de tener un refugio donde alejarse un poco de todo y reflexionar sobre lo vivido y pensado. Después están los sueños que en esa edad son una segunda realidad, que nos hacen quienes somos, porque en verdad, crecimos soñando.