No tengo más minutos para perder. El Duna, el Jefe, los muchachos, todo se pierden a la distancia. Por las dudas de no reencontrármelos en el camino, volteo mis pasos y retrocedo lento, pero rápido, pero lento, buscando en el regreso el aire que dejé en esa casi cuadra y media de empuje. Llegado a la esquina, doblo por Santa Fe rumbo a la plaza Cabral. Amparado por las paredes de la escuela Belgrano, sé que ya no me hallarán. Los olvido para siempre y, algo más aliviado, me dejo guiar por las estrellas. Busco en el cielo alguna respuesta. Busco en mi sangre mi propia tensión. Busco en mis bolsillos, con la boca seca y el corazón en la garganta. Aún necesito una ayuda que me calme. Acaso, como cantaba Petty, tarareo Last dance with Mary Jane, one more time to kill the pain. El problema, ahora, es la falta de papelitos.

A media calle me cruzo de vereda para preguntar la hora: las 11.47. Puta madre, Constanza, que voy a llegar tarde. La ansiedad me asegura que necesito otro toque. Apunto a una hamburguesería, entonces había una en la esquina, una de esas que luego cederían su lugar a algún largo edificio. Pero hoy aún está. Hoy el local está y el mozo no. Pero están las mesitas dispuestas y, de una cercana a la entrada, me apuro a recolectar servilletas de papel. Salgo rápido de la vista y me cruzo a la plaza. Ni me detengo a armar de lo apurado que voy. Enfrente y casi a escondidas, recostados contra un kiosco cerrado por el horario, se enciende el chapoteo de unos pibes de la noche, unas hienas sin techo y sin discreción. Entre sus cloqueos, alguien adivino –siempre hay alguno con dotes para la magia– alguien se apura a demandarme en oportuna licitación:

—¡Eh, loco! ¡¡Dano uno, pee!!

—¿Un qué? No te entiendo, loco.

—¡Cómo no! Un cañito, un toque, si seguro tené, mirá, si tené páhacé montone. ¿Qué te hacéeéééééé?

Un estado de puro egoísmo o pura desconfianza me vuelve un tipo cauto, me hace volver contra ellos en una pose de impostada ignorancia.

—¿Hacer qué? No te entiendo, viejo.

Pero sé que nadie me cree. Tampoco espero eso. Tampoco debo esperar por más. Sin mirar mi camino detrás, me alejo de esos alguien, esas hienas de nadie, y apuntando hacia el centro de la Cabral escucho algunas insultos distantes. Mas yo continúo mi marcha. Con prisa y sin pausa, me alejo evadiendo el acecho de los mercaderes, el canto de las dis/putas, el celo de las perras que se me regalan bajo el sable invisible de nuestro heroico Sargento. Más allá me olfatean los cuervos, con sus graznidos desbordan mis oídos, en sus trajes de murciélagos de Catedral. No sé si todo esto existía en esos tiempos, pero sé que no debo detenerme, no debo quedarme, no debo perderme en más tiempos, si es que pretendo alcanzarte, Constanza, en esta mi oración final.

Pronto, llego a Junín y San Lorenzo. En la esquina, ya en ese entonces ilumina la farmacia del permanente turno. Sé que ya llego tarde y que después de acá ya no habrá otro sitio en donde asegurarme un Alikal. Porque de pronto me duele un poco la cabeza. A pesar de la hora, el local está lleno de gentuza impertinente. Delante y detrás se enfila una docena de huecos, todos pacientes y lentos como zombies errados. ¿Por qué acá? ¿Por qué esta noche? Y la noche avanza y la cola no. Mascullo mi bronca de renuncia y salgo, mejor. Debe haber algún que otro kiosco abierto en algún lugar. ¿Pero dónde? Toda la Junín peatonal me sale encima. Yo camino rápido. Más huecos y de a montones me van persiguiendo o saliéndome al cruce, como manchas imprecisas. Acaso alguno podría asaltarme, pero aún no son esos tiempos. Todos somos inocentes y todos tenemos un lugar hacia donde dirigirnos, hacia donde ser alguien mejor.

Y yo camino más rápido, dejando atrás vidrieras de comercios que ya no existen y planteros fantasmas. Algunos autos intrépidos me acompañan por la correntina Recoleta, aquella de Buenos Aires y Salta. Y yo doblo para el norte, subiendo veredas hacia el río. Al fin, con las piernas cansadas, llego al bar oscuro, el invisible, el que jamás tuvo un cartel de identificación, pero –algo que todos sabían– se llamaba El Mariscal. Siempre fue así hasta ese aún lejano futuro en el que se ha convertido en otra cosa: casa de cambios, de juergas, de lupanar de primer nivel. Pero estamos en este tiempo, esta es mi cita y de algún modo creo haber llegado bastante a tiempo. Aunque no es perfecto, es casi como decía la nota: A las 12 (y pico) en el Mariscal. Aquí estamos, entonces.

Todo está en su lugar.

Dentro, ya estás Constanza. Ya desde la distancia de sillas y mesas, ya desde allí se te presiente radiante, animada y predispuesta a todo, como cada vez que te me mostrabas en esa versión tuya de libre estupefaciente. Entonces, Cos, acá estamos al fin. Tu boca me llama sin tapujos y tu mano clama a un mozo dos botellas. Tu gesto es una orden y mientras me apresuro a acomodarme frente a vos, Constanza, recuerdo que en ese entonces no era nuestra primera vez. Yo ya te conocía. Sabía de tus costumbres de emociones mezcladas con humo y alcohol, pero acaso ahora yo esté también mezclándolo todo. Incluso podría ser la última vez que te voy a ver. Pero ahora eso no me importa. Ahora somos nosotros y no importa mucho nada más.

Luego, estamos juntos, frente a frente y mezclados entre gente de aire seudointelectual. Pero no necesitamos a nadie, salvo a nosotros dos. Nos entendemos sin esfuerzo y nos perdemos en miradas, en caricias y precipitaciones sexuales. Ya no importa la hora tampoco, no mientras estamos juntos. Tomamos y reímos mucho y largo. Y por esos enfermizos contrastes de estados y de humor, Constanza, luego de la primera euforia vos te enojás. Te da bronca que te haya hecho esperar y, de pronto, querés pegarme en la cara. Y querés insultarme e irte. Mas yo no quiero eso. No esta noche. No quiero permitirte ni otorgarte nada que no sea mi propio yo. Y eso ahora me enoja a mí.

Entonces, cuando me tirás los golpes, yo te aferro por las muñecas y te mantengo en tu asiento, contra tu insostenible voluntad. Forcejeamos, forcejeás mucho contra tu prisión de manos, con vehemencia y resolución, sin importarte que todos nos miren o nos señalen, sin importarme a mí más que esta llamarada que me abrasa la sangre porque te tengo conmigo. Conmigo y a mi voluntad. Entonces, me insultás en voz baja. Y yo sé que esto te gusta, Constanza. Te gusta que te maltraten las muñecas. Lo noto en tus ojos encendidos, en tu lucha desbordante, en tus gemidos mordidos. Lo palpito en la respiración desordenada y erótica que acelera tu escote, tus faldas, tu entrepierna interior. Te movés como perra en una lava escaldada. Y forcejeás y seguís forcejando mucho. Porque aunque no quieras, Constanza, vos te querés soltar.

Pero no te voy a soltar. Porque ese juego nos alborota la sangre. Y ambos estamos llegando al punto. Y sé que aunque no quieras, me querés gritar que pare, pará, Poli, pará. Pero yo no voy a parar, Cos. Y vos no vas a parar, porque no das más de excitación. Ni siquiera podés respirar, apenas siseás para mí ese corrido y caliente Hijo de puta hijo de puta hijo de puta. Yo te miro y te admiro muy fijo y entonces te mordés con rabia los labios rojos y, aplanando la vista en blanco, explotás por dentro, delante de todo, de todos, de mí. En mis manos te vas, contorsionándote y jadeando acaso en un orgasmo que jamás voy a olvidar de vos, que jamás vas a olvidar de mí, porque entonces Constanza, en esa noche de luces calientes, vos fuiste inolvidable en mí.

Ahora estás un poco más calma, Constanza. Agobiada por el clímax, te pesa el cuerpo. Y como podés, como podemos, retomás la compostura y te prendés un cigarrillo y exigís otra botella. Me pedís que te cuente alguna cosa y yo sé que te quiero cada vez más. Pasa lenta la noche y más botellas se acumulan en nuestra mesa y muchas colillas en los ceniceros. No pasa mucho hasta que nos emborrachamos en más risas, más enfados, más miradas y juego de manos. Juegos de deseo, de tócame, Poli, quiero que me toques, de basta por favor, Cos, pero no doy más, Poli, deseo tantas cosas esta noche, que quizás no nos alcance ninguna, pero como sea vení, Poli, me dice Constanza, me agarra la mano y me lleva entre la gente, hecha un pecado sin absolución.

—Pará. ¿Dónde me llevás, Cos?

Pero vos ni caso. Segura de lo que sos, de lo que hacés, me hacés acompañarte a tu baño, al baño de mujeres. Antes de que pueda abrir –o cerrar– la boca, me entrás a los empujones, me deshacés el cinto, el cierre, los botones, me zarandeás por los jeans. Y tu voz de dale, dale, rápido, hacelo, hacelo, Polii, que te deseo. Y me das la espalda, te alzás la pollerita y me exhibís tus interiores ya desbordados, estás toda mojada, Constanza, y en pleno desborde te bajás la pegajosa bombacha a los muslos y me enseñás tu celo de hembra. Y yo, cabalgando como en una fantasía imparable, no puedo hacer más nada que tomarte, Cos. Sacando la pija por el costado del slip, te tomo. Tanto he tomado esa noche, y sigo tomando, por detrás pero por delante te tomo en subes y bajas de alcohol, lujuria, desenfreno y avidez. Y vos, Constanza, tu voz de rápido, más rápido, me decís y más te movés y más me hacés moverte. Y en ese bañito de Mariscal nos movemos en vaivenes y nos diluimos en jugos y líquidos desparramados, un segundo, otro, y otro, y otro y muchos más. Esos segundos que laten como bomba, que amenazan con rompernos en explosión.

Al fin, llegado al límite de ambos, o al menos del mío, al fin todo pasa y las descargas llegan muy rápido, tan rápido como lo es un buen recuerdo, Constanza, y al instante todo termina, siempre esas cosas lo hacen, sean en estos o en aquellos tiempos. Y nosotros, Constanza, los dos terminamos, o eso me decís vos, yo no puedo fingirlo, pero te creo y como nunca antes, acaso nunca después, ambos somos dichosos. Me agarrás por la mano y, cómplices, nos salimos del otro, del bañito y volviendo a ser nosotros, por el pasillito nos juramos una voluntad irrenunciable y una noche pletórica. Si nada nos cuesta, en ese momento. Si después de todo, de nada, todo es perfecto y gracias por esto, Constanza. Por esta noche final que recién ahora nos está acabando de comenzar.

«Vamos, Constanza. Vamos a buscar la noche allá donde la noche nos quiera recordar.»

Salimos del bar. Vamo a la Costa, me decís. Está Kapanga en el Puente. ¿Y cómo decirte que no, mi amor? Caminamos juntos, pero aunque vamos de la mano, la oscuridad de las cuadras nos aleja un poco. Ahora te siento extraña y un poco lejana, como si fueras otra persona. Constanza, de pronto sos fría y extraña. Hace más frío y hay mucho capote negro. Pero te abrazo y por Pellegrini enfilamos para la Costanera, la de antes, la única, la que es costumbre bajar de norte a sur. Por el camino nos alcanzan las pandillas, las bandas de bandas. Todos vamos a un mismo lugar. Ya a lo lejos se escuchan ritmos agazapados que cantan en nuestro idioma, y en todas la voces que nos apuramos a repetir reconocemos al cowboy de Juanse montando en la arena, a Charly mucho más fuerte sin su amor o al Bahiano sentenciando una verdad como que todo es gris y nadie nos espera, ya nadie nos va a esperar.

Pero entonces había tiempo para hacer varias cosas, Constanza, ¿te acordás? No había apuro para llegar, solo era cuestión de ir juntos. Y en un carrito nos plantamos a armar y esperar por un concierto que no parecía estar muy previsto. Cómo te enteraste, te pregunté. No sé, un amigo, una amiga, me intestaste gambetear. Porque vos sabías de mis celos, que eran casi como los tuyos. Nos consumían. Como a vos te gustaba consumirte en tus vicios más dilatados. Luego de algunos toques vertiginosos, te miro. Te miro mucho, Cos, y continúo mirándote hasta verte un poco más desarmada. En eso, volvés a alejarte, a volverte una extraña. En un segundo de inspiración o de debilidad, Constanza se vuelve otra persona. Una tercera que me dice que me ama y que somos un desastre, Poli. Pero que va a demostrarme que se puede cambiar por amor.

Entonces, Constanza es una persona distinta, que se levanta sin otorgar más pistas y se aleja. La miro perderse tras una estatua de quién sabe qué Virgen, a abandonar su porro, a olvidarlo oculto entre los huecos de un árbol. Eso es lo que me confiesa a su regreso. Lo voy a dejá por vó, entendé, me dice. No le creo. Se ofende. ¡Andá y fíjate si no lo dejé!, me grita. ¡Bolúdo! Buscalo y vasavé. Pero eso es algo que jamás me atreví a verificar. ¡Y para qué, Constanza! Si con ese acto de amor que me regalaste, volvés a ser vos y vuelvo a ser yo. Cuando te tengo en segunda persona, me siento inolvidable. Te beso fuerte en la boca y luego ambos nos sabemos purificados y listos para nuestro primer o acaso último recital. Es bueno pensarlo, en este o en aquel tiempo, es bueno imaginar que cuando el mundo regrese, yo estaré ahí, escuchándolo con vos.

Pero también entonces, irrumpe un grupo de amigos, de ignotos para mí, pero con fuerte influencia sobre Constanza. La incitan con ademanes y proposiciones de bienestar y reclamos de pertenencia, la exigen irse con ellos. Ella me mira y sé que no puedo detenerla. Como nunca pude hacerlo. Son esos amigos, amigas que no sé. Son esos no sé quienes un día nos van a separar. Justo como en esa noche de recital. Yo la miro con tristeza, quiero tomarla por la mano. Constanza me mira, esquiva mi pena y se levanta para alejarse como siempre. Pero antes, en una servilleta multiuso me escribe como siempre, me deja una promesa como siempre, un gesto cómplice y un mensaje escrito como más temprano, como antes, como en nuestra historia de una primera o segunda vez:

Buscame, Poli
Yo estaré entre la gente
esperando por vos.
Constanza

Luego se mimetiza con su grupo de amigos y se pierde de mi vista, como una maga. Me quedo solo y sentado, viendo el aluvión de pasos, inminencia y agitación. En esa confusión, me sorprende el primer acorde, la segunda voz. El recital ha comenzado. Y sé que debo hallarla antes del amanecer. A mis respuestas, a Constanza. Me voy del carrito a las corridas, como un ladrón ordinario, porque me doy cuenta de que no he pagado la consumición, pero qué va. Bah. No es lo que me entorpece el entendimiento de esa noche, de ese recital ya comenzado a cantar. Sin detener la carrera me aprieto contra el gentío de bravos fanáticos. Empujando y saltando contra todos llego al epicentro de mi propia búsqueda vana, mientras me uno al coro famélico y desaforado de los que se apuestan la vida en la letra de una canción:

Solo por las calles del olvido
debo andar medio perdido, pero no me sé buscar
Desearía tanto que me encuentres.1

Y yo ahora ando cantando fuerte, con hilos de saliva, hilos invisibles con los que deseo atarme a tu vos. En ese tiempo desearía que esto no fuese tan solo un recuerdo apiñado en manuscrito. Quisiera volver a ese tiempo para esperarte y encontrarte en cualquier tiempo–lugar. Pero no es tan sencillo, Constanza. Hay una muchedumbre insaciable que nos separa y nos confunde, que me detiene y me ahoga de de/presión. Tantas mujeres hay en el aire, tantas o cada una podrían ser vos. De pronto, estás en todas ellas, pero yo te veo como desde otro nivel. Desde lo alto, estás sobre hombros ajenos y orgullosos de soportarte. Por lo bajo, andás tambaleando en las orillas, vomitando ese alcohol que nos consumió, esa droga que nos embriagó. Por el horizonte inalcanzable, te confundís en un grupo mayor de amigas apasionadas por el próximo tema, por el guitarrista sin voz, por el cantante sin cuerdas. O estás de pronto muy cerca, cantando a mi oído, cantando conmigo, a viva voz.

Entonces estás cerca, como alguna vez estuviste en aquella noche de tierra extranjera. Estamos en la lejana Buenos aires, y vos tenés otro cuerpo, otra cara, otro nombre y otra voz. Pero estás conmigo y te tengo muy cerca. Y cuando te abrazo, sé que sos mi Constanza. Noto tu cuerpo caliente y tus tetas ofuscadas en sube y baja. Tengo sed, me decís. Estás sedienta, Cos, y yo te llevo a tomar agua. Hacemos una fila insidiosa. Hablamos mucho. Nos reímos. Y sé que quizás te pueda gustar. Te compro una botellita pequeña y onerosa. Pero no me importa gastar mi fortuna si es para verte saciarte delante de mí. Ahora sé que te deseo. De regreso a la gente, apretujado contra vos, me siento atraído a vaciarme el alma. Te confieso lo dichoso que me hace tenerte en compañía. Te quiero, te digo. Y vos me sonreís. Me evitás la mirada, pero me agarrás la mano. Y cantando, jugás conmigo al amor inmortal. La banda canta en inglés y nosotros cantamos, cantamos con el idioma del alma:

Tonight
(we are)
I am Rock And Roll Stars.2

Pero no es verdad, Constanza. Nunca seremos estrellas del rock. La noche se arruina y no te hallo en ninguna de estas chicas. Como aquella Constanza de Buenos Aires, vos te me vas quedando detrás. Ahora, la memoria se me dispersa. Las canciones flaquean y los músicos van apurando el ritmo final. Vuelve a amenazar una tormenta, que jamás arreció del todo. Pero ya la gente se apura a abandonarlo todo, como ya si estuviese en otro lugar. Los músicos, los fanas, la vida se repliegan y se despiden hasta la próxima vez. No hay bises en la vida, simplemente se despide y se nos va. Y ya los grupos más apretados se van desligando y las avalanchas ruedan en todas direcciones, mientras yo te sigo buscando, Constanza. Aún te busco en aquel final.

Pero no puedo encontrarte en ningún lugar. Trato de no desanimarme y mi plan se reduce a desandar la Costanera en reversa, en una persecución sin presa a la vista. De pronto, tengo la certeza de que esto será o sigue siendo un desengaño. Ya no quiero engañarme y chapotear en tus espejismos, Cos. Porque te sigo viendo en todas y en cada una de las mujeres que vienen o ya se han ido, y eso me hace rendirme. Te he perdido de vista y sé que ya no te volveré a ver. Escucho murmullos de algarabía satisfecha. Todos son pletóricos, excepto mi retorno. Yo regreso, imaginando que te alcanzo, como alguna vez te alcancé en el parque Mitre, en esos primeros tiempos de adolescencia, en una de las tantas noches que nos encandilaba, porque de pronto –en algún momento de esta noche vencida– todo se vuelve sol de inocencia y recuerdo de retorno. Aunque ahora llueva cada vez más.

¿Te acordás, Constanza, cómo era eso que nos fue?

Notas

1 Desearía - Kapanga.
2 “Esta noche / (somos) / soy una Estrella(s) de Rock and Roll”. Rock and Roll Stars - Oasis.