Le parece increíble que ya casi hubiera pasado un año, pero el mes de diciembre estará muy pronto aquí. La invitación para asistir a la fiesta anual de la compañía la hizo caer en la cuenta, la hizo recordar. Sí, seguro todos estarán acordándose de los acontecimientos del año pasado. Ángeles cierra el sobre, como si con eso pudiera borrar de su mente lo que pasó, pero ya está en un escritorio diferente, en otra empresa y estos nuevos compañeros lo ignoran todo.
La invitación está ahí, entre sus manos: “¡Cuidado!”, parece advertirle, “tienes material que debe manejarse con precaución”. El tema es serio: una fiesta de negocios puede ser una estupenda oportunidad para sobresalir, o un evento fatal en el que se puede tropezar estrepitosamente, especialmente si la fiesta anual es de la empresa en la que trabajas. Ángeles lo sabía.
Ni modo que después de tantos años de trabajar ahí no supiera que las fiestas navideñas son parte de una tradición cultural, arraigada en la dinámica empresarial para celebrar un año de trabajo duro. Al menos eso le decían los jefes. En ellas se crean lazos y se refuerzan las relaciones que existen entre los equipos de trabajo. Era la oportunidad de reunirse todos, de convivir con otras sucursales y de conocer a gente de otros departamentos. Era la ocasión de ponerle un rostro a los nombres y apellidos con los que se relacionaba diariamente de forma electrónica o por teléfono.
—Estas fiestas deben ser divertidas, no motivo de posterior diversión — le decía el contador Aguilar, su jefe directo. Bueno, su ex jefe directo.
Tenía razón. Ángeles suspira y levanta los hombros. Cuando se abre una rendija para que las cosas salgan mal, salen peor. Había estado planeando todo con tanta anticipación y, como cada año, esperaba el festejo con alegría, con esperanza. Tal vez la sacarían a bailar, tal vez se ofrecerían a llevarla a su casa, tal vez.
Días antes de la fiesta, sin poner mucha atención, escuchó los consejos de su madre.
—No te vistas desatinadamente elegante y, por favor, no uses algo demasiado casual. Si tienes dudas, la regla de oro es ser discreta y no mostrar mucha piel, evita las prendas arriesgadas. Créeme, los accidentes pasan y son sumamente vergonzosos. Usa la talla adecuada, evita las prendas escotadas o sumamente entalladas: no te gustaría que un botón salga volando a media fiesta. Sí, los accidentes pasan.
Por supuesto, Ángeles subestimó los kilos acumulados en las últimas semanas. En realidad, llevaba más de un año creciendo a los lados. Pero siempre era fácil recorrer los botones del pantalón y aflojarse un poco la blusa. En cambio, no fue tan sencillo entrar en el vestido para la fiesta, pero después de ciertos tirones lo logró. Tampoco recordaba que fuera tan corto ni que le quedara tan apretado, pero ya era muy tarde para cambiar el modelo. Lo malo era que le costaba respirar con naturalidad. Lo bueno es que los zapatos altos la hacían ver cinco centímetros más alta, y si daba pasitos cortos hasta eran fáciles de controlar.
La entrada al salón fue triunfal. Todo el mundo dejó la plática para volverse a verla. Le sonreían y hasta se reían bajito. Ángeles descendió las escaleras con todo cuidado, tratando de aferrarse al barandal para no resbalarse. ¡Qué suerte que no fue la primera en llegar, eso estaría muy mal visto!
Fue una fortuna que su mesa estuviera tan cerca de los baños, así pudo sentarse rápidamente, aunque le entristeció ver que su lugar estuviera tan lejos de la pista de baile. Al ocupar su asiento, se escuchó un rasgueo del shantung de seda del vestido. El abultamiento del vientre se presionaba contra las costuras sin encontrar espacio para acomodarse y la presión de la piel contra los hilvanes convertía las puntadas en una multitud de ojales.
El mesero pasó ofreciendo las bebidas, y Ángeles encontró que el tequila que ofrecieron ese año se ajustaba muy bien a su paladar. Antes de que el jefe diera las palabras de agradecimiento al equipo de trabajo, ella ya tenía la nariz en rojo encendido y cualquier pretexto era bueno para que le ganara la risa. A cada carcajada, la tela del vestido cumplía su cometido de oponer resistencia a la presión, pero los pespuntes ya parecían hoyos que mostraban la piel del vientre y de la espalda alta.
Cuando el señor Blanco, dueño de la empresa, tomó el micrófono para dirigirse al personal, Ángeles empezó a echarle porras y a darle las gracias a voz en cuello. Don Genarito, el chófer de los señores, se acercó a pedirle que le bajara al tono, pero ella entendió que la estaban sacando a bailar. Se aferró al brazo de su improvisado chambelán y sin pensarlo dos veces lo arrastró a la pista de baile. “Música, que quiero bailar.”
Un murmullo de risas contenidas recorrió el salón de fiestas. El señor Blanco sonreía en forma rígida. Buscó con la mirada al contador Aguilar y sin decir una palabra le ordenó que se hiciera cargo. Don Genarito forcejeaba con Ángeles para evitar que llegara a la pista, mientras Aguilar intentaba hacerla entrar en razón suplicándole que regresara a su lugar. Un sonido áspero rasgó el ambiente y el barullo paró.
La presión de la piel contra el lienzo de seda reventó las costuras. La superficie lacerada de la tela no soportó más y, en un movimiento violento, cortó de arriba abajo el vestido, dejando expuestas las carnes abultadas de Ángeles. Las risas abandonaron la cara de la mujer. Se transformaron en una expresión confusa, en un dolor no visible, todavía. En un segundo, la nariz tan roja y la mirada bobalicona se desintegraron para dar paso a un rubor que la cubrió desde los dedos del pie hasta la coronilla.
Con torpeza, se agachó a recoger el pedazo de tela desgarrado e intentó cubrirse. El contador Aguilar se quitó el saco y la tapó. Don Genarito tuvo que hacer lo mismo, muy a regañadientes porque no quería descompletar el único traje que tenía. Ni el contador ni el chofer volvieron a ver sus prendas. El señor Blanco fijó la mirada en el director de la orquesta, que de inmediato empezó a tocar música para bailar. La pista se llenó de gente y, aunque el propósito era aligerar la tensión, todos se dieron cuenta de la forma en que Ángeles salió del salón aquella noche.
Mientras la orquesta tocaba y la gente bailaba, se escuchaban los parloteos. “¡Pobre, Ángeles! Tantos años trabajando para la compañía y echarlos a perder de esa manera. Eso le pasa por odiosa. Nunca saludaba, era una antipática, era una grosera. Así son las cotorritas. No, no, la verdad, la verdad, era una mujer muy eficiente. Sí, era estricta, pero sabía hacer muy bien su trabajo. A mí me caía muy mal. Se creía la muy, muy. ¡Ay, no sean así! No hagan leña del árbol caído”.
Claro, el tema de la fiesta anual fue el incidente de Ángeles. Las bromas, los chistes y los comentarios ingeniosos giraban en torno al personaje que pocas veces protagonizó algo más que la gestión de cheques y la administración de los recibos de nóminas. Desde luego, el tema de diciembre fue el despido.
Dicen que el contador Aguilar la quiso defender. Dicen que no hubo forma de que el señor Blanco transigiera. Dicen que Don Genarito la llevó a su casa ese día y luego le llevó el cheque con la indemnización. Mejor ya cállense, si el dueño nos oye chismeando, también nos corre a nosotros.
Sí. Le parece increíble que ya casi hubiera pasado un año, pero el mes de diciembre estará muy pronto aquí. Sí, seguro todos estarán acordándose de los acontecimientos del año pasado. Ángeles cierra el sobre como si con eso pudiera borrar de su mente lo que pasó, pero, por suerte ya está en un escritorio diferente, en otra empresa y estos nuevos compañeros lo ignoran todo. Su compañera de escritorio no entiende porque la invitación de Ángeles está en el cesto de la basura.















