La literatura de horror siempre ha existido, lo que va cambiando es lo que nos horroriza. En nuestros días, el recibo del teléfono o la certidumbre de una enfermedad incurable nos aterroriza mucho más que cualquiera de los monstruos clásicos de la literatura o el cine, o incluso las tradiciones orales de cada pueblo. Pero, a pesar de todo, el género de horror no ha muerto, aunque, seamos honestos, ante la super comunicación del mundo actual y el avance de las ciencias, a muchos nos da risa los monstruos modernos que se han inventado sin necesidad, habiendo tantos otros, inadvertidos u olvidados que acechan de verdad nuestra existencia. Desde los más clásicos, como Cthulhu de H. P. Lovecraft, (o todas la serie de zombies y vampiros) a los más icónicos, como el monstruo del Dr. Frankenstein, nuestra imaginación los ha vivido en su momento (generalmente en la niñez) con gran disfrute. Cosa aparte son criaturas como el Coco, el cadejos o la llorona en algunos países de Latinoamérica. Todos ellos están en nuestro imaginario colectivo, del que, sin embargo, excluiremos aquí los «seres malignos» de las religiones, para dedicarnos, por así decirlo, a la «literatura laica». Sabemos que no es sencillo, dada la omnipresencia del diablo en el pensamiento occidental, pero lo intentaremos, pues deseamos concentrarnos más bien en monstruos creados por nosotros mismos como sociedad. «Ah, sí, ¿y cuáles son?» dirán algunos, y otros, a lo mejor, «De ninguna manera, nosotros no somos tan excelentes que no creamos monstruos, no sabemos de qué nos habla o qué quiere decir, no sea tan negativo, tan destructivo». Por eso conviene antes que veamos qué cosa es un monstruo.

El diccionario de la RAE nos dice:

monstruo.

(Del lat. monstrum, con infl. de monstruoso).

  1. m. Producción contra el orden regular de la naturaleza.

  2. m. Ser fantástico que causa espanto.

  3. m. Cosa excesivamente grande o extraordinaria en cualquier línea.

  4. m. Persona o cosa muy fea.

  5. m. Persona muy cruel y perversa.

  6. m. coloq. Persona de extraordinarias cualidades para desempeñar una actividad determinada.

  7. m. Versos sin sentido que el maestro compositor escribe para indicar al libretista dónde ha de colocar el acento en los cantables.

Pues bien, para el caso que nos ocupa, podemos eliminar las acepciones 4, 6 y 7. Como se ve, la literatura fantástica clásica se basa sobre todo en las acepciones 1, 2, en casos como Gargantúa y Pantaguel (de corte satírico), los titanes de la mitología griega (arquetípicos), o en la ciencia ficción relacionada con criaturas espaciales o nebulosas malignas que engullen civilizaciones. Otro tipo de monstruosidad relativo al la acepción 4, como la de Quasimodo, más bien externa, puede ir paralela a la bondad, por lo que no es un monstruo propiamente maligno, solo un ser que nos da miedo según nuestros parámetros de belleza. La belleza misma puede ser monstruosa, por cierto. No, nos queremos acercar a monstruos más viscerales y verdaderos, como hay y han habido tantos en el mundo.

Cuando decimos que Adolf Hitler era un monstruo, pues sí, la mayoría de la gente lo entiende y está de acuerdo, pero curiosamente no muchos ven a Josef Stalin como monstruo, a pesar de sus más de los 20 millones de rusos que murieron por su causa, muchos millones de ellos cuales fueron ejecuciones o resultados de hambrunas como la de Ucrania donde dejó simplemente morir a la gente. Menos monstruo aún les parecerá Mao Tse Tung, pues parece que es más lo que se ignora que lo que se sabe en el mundo de este genocida al que se la atribuyen más de 70 millones de víctimas. La colectividad no los ven tanto como un monstruos, algunos incluso lo alaban o lo justifican, asumiendo parte de la monstruosidad estaliniana o maoísta. Y allí llegamos a un punto álgido que tanto buscábamos: los monstruos más aterradores están en nosotros mismos.

Desde siempre hemos acuñado términos como «el monstruo de la guerra», o del hambre, de la envidia. Los padres de dichas criaturas somos nosotros, nadie más. ¿Pero qué tengo yo que ver con la guerra en Afganistán, por poner un ejemplo, o en Yemen, o el hambre en África? Así nada más queremos hacernos de la vista gorda, sin ver que no hace falta acudir a una estructura tan compleja como la larga historia de las guerras talibanas y el apetito de Occidente. No es necesario, pues en lo pequeño, en eso que nos puede parecer insignificante, se ocultan nuestros monstruos. Basta con mirar la lista de caprichos de nuestro ego para tener los nombres de los monstruos que buscamos, que nos devoran continuamente y que deseáramos liberar de vez en cuando. No por nada reza el adagio, «la ocasión hace al ladrón», pero también al asesino. Nos contenemos, quizá, casi como un volcán que en vez de soltar toda su furia de una vez, lo hace poco a poco, en fumarolas y aguas termales.

Somos monstruosos, seamos francos, sí lo somos. Y de hecho no hay otros monstruos que los que hemos creado y creamos a diario, desde que la humanidad existe. ¿Qué es entonces la literatura de horror? Acaso un artilugio para reflejarnos, para reflexionar mediante eufemismos y lenguaje metafórico, o simplemente entretenernos para retener a nuestros monstruos y engañarnos diciendo que no somos nosotros…