Nuestra apreciación de la realidad es comparable a la imagen que un pequeño lactante tiene del cuerpo entero de su madre, mientras él se alimenta.

Bajo el seno materno, solo se observa una reducida curvatura, jamás la totalidad. Nuestro conocimiento, en ningún caso, va más allá de esa media luna sombreada bajo el seno.

Sin embargo, durante milenios, el conocimiento y la verdad han sido asociados con la circularidad. Más aún, con la esfericidad en virtud de la perfección de esta figura.

El eclipse anular, según la región y el momento en el que se observa, oscila entre la imagen de una media luna y la de un anillo.

Para muchos, observar esta última forma es más sublime, porque encierra múltiples significados.

El eclipse “anillo de fuego” nos remite a simbolismos emparentados dentro de vastas tradiciones culturales.

Los presocráticos y la esfericidad

Parménides de Elea narra en su Poema la historia de cómo fue conducido por las doncellas hijas del Sol hacia el camino de la sabiduría, es decir, de la luz.

Ellas le dijeron: “Es necesario [...] que te informes de todo; por un lado, del corazón imperturbable de la verdad bien redondeada, y, por el otro, de las opiniones de los mortales, en las que no hay verdadera convicción” (Parménides, 2005, p. 218, §1).

Así, el filósofo se adentra al Ser (Tò eón), el cual se le revela como inengendrado e incorruptible, único, homogéneo, inconmovible y acabado, idéntico a sí mismo, tal como la forma de una esfera perfecta. Desde el siglo VI a. C. la filosofía jamás abandonó esta imagen circular de la perfección.

De la naturaleza es el poema cosmológico de Empédocles de Agrigento, donde se describe el desarrollo de los seres a partir de lo Uno (Esfero) y lo múltiple (el cosmos); ambos son agentes primordiales transformados a través de las fuerzas del Amor y el Odio.

La vanidad humana es ingente, los hombres, “persuadidos tan solo de aquello que cada uno encontró dispersados hacia todas partes, todos se jactan de haber descubierto la totalidad [pero] esto no es visible a los hombres” (Empédocles, 1979, §471).

De esta manera, se circunscribe la limitada comprensión humana a un grado específico de la inteligencia.

Empédocles arguyó que los seres son la amalgama de elementos diversos sin nacimiento ni muerte, únicamente hay ciclos de unión y disociación.

Al comienzo, todo “permanece firme en el hermético reducto de la Armonía [en] el redondo Esfero que goza de la quietud que lo rodea” (Empédocles, 1979, §496).

Poco a poco, la acción del Odio daría origen a la multiplicidad.

El escéptico del período helenístico, Sexto Empírico, afirmó en tono crítico que Jenófanes dogmatizaba que “el Todo es Uno y que Dios se confunde con todas las cosas y que tiene forma esférica y es impasible, inmutable y racional” (Sexto Empírico, 1993, p. 128).

El Dios no antropomorfo de Jenófanes era pues, íntegro, inmutable, igual en todas sus partes. Sin embargo, ¡Cuánto hay de incognoscibilidad en la esfera anhelada! Durante siglos, el día, la noche y las estaciones anuales han inspirado asombro y temor. Cuántas ofrendas, ¡cuántos sacrificios se han practicado para implorar una elevación más del Sol!

El orden universal ha sido esférico y, por qué no, cíclico. Recordemos que según el mito eleusino de la pequeña Perséfone o Kore, la muchacha conduce las fases vitales de las estaciones anuales y traslada a los seres desde la fertilidad y el nacimiento hacia la muerte, de acuerdo con la secuencia periódica en que acompañe a su madre Deméter, o a su marido, Hades.

En un fragmento del manuscrito Lamella Thuriis reperta (F47 K) fechado entre los ss. IV-III a. C. se lee:

A la Madre de todo dice/ Kore, estirpe de Cibeles tanto como de Deméter/ oh Zeus [...] oh Sol, Fuego, a través / de todas las ciudades [...] irás [...] Victoria / e igualmente fortuna [...] madre [...] y a ti [...] / Siete noches de ayuno o luego el día [...] siete días ayunaste [...] madre escucha / mi oración [...] y mi hermosa / [...] Deméter, Zeus, Fuego, [...] en el seno de la madre (Agamben, 2014, p. 81).

Nuestra ignorancia, nuestra visión siempre parcial de la naturaleza, ha dado origen a mitos y supersticiones atávicos.

Por un lado, en la tradición griega, la vida y la fertilidad están asociadas con la madre, bajo su seno primitivo tiene lugar el nacimiento del día, de la luz y de todo lo que existe. Madre e hija, Deméter y Perséfone custodiaban el curso de las estaciones.

Por otro lado, en la antigua cultura china se creía que, durante un eclipse solar, un gigantesco dragón cósmico devoraba al astro luminoso.

Entre tanto, el Códice Dresden refiere que para los mayas era una serpiente la que consumía al sol, ocasionando la insólita oscuridad diurna.

Los ciclos cósmicos en los Vedas

En la milenaria tradición védica india, el cosmos se transformaba por medio de largos ciclos de recreación y disolución.

El espacio-tiempo mantenía un vínculo estrecho con las trayectorias del Sol y la Luna, mismas que configuraban todos los ámbitos vitales desde la conciencia individual y la ética, hasta las funciones sociales.

Los antiguos indios pensaban que las etapas de evolución cósmica dirigían la elevación y la pérdida de los valores morales (Arnau, 2012, pp. 15-16).

En los himnos del Ṛgveda (compuestos entre los ss. IX-VII a. C.), se detalla la importante labor del ser humano para la protección cósmica.

Una vía fundamental para mantener el equilibro fue la práctica sacrificial ritual: con ella se impulsaba el retorno de las estaciones anuales, de la aurora, de la noche y el curso de los ríos.

El orden cósmico (ṛta, en sánscrito) era un principio impersonal, no antropomorfo, al cual tanto los dioses como los hombres tenían el deber de custodiar y celebrar:

En los himnos que el Ṛgveda dedica a la Aurora (Uṣas) encontramos las concepciones más antiguas del tiempo cíclico. Los sacrificios védicos se encontraban asociados al curso del día, el mes y el año [...] El movimiento diurno servía de modelo y manifestación del orden natural y, al mismo tiempo, la Aurora, nacida de dicho orden, contribuía a protegerlo y perpetuarlo. Una de las metáforas de dicha sucesión es la de un inacabable telar, tejido por dos doncellas sobre una trama de seis clavijas (Arnau, 2012, p. 31).

En esta arcana literatura ancestral, el mundo natural se entrelaza con el mítico. Todo proviene de una raíz y hay sitios de confluencia entre los diversos ámbitos de la realidad.

Los elementos naturales corresponden a ciertas deidades: la Tierra, la Aurora y la Noche son principios femeninos.

Además, están “los resplandecientes”, dioses masculinos como Indra, Agni y Savitṛ asociados con la guerra, el rayo, el fuego y los volcanes.

La casta ascética de los brahmanes era la poseedora de la palabra vital, pues a través de la recitación de sus himnos sostenían el universo.

La esfericidad del cosmos platónico

En el Timeo, Platón hilvana la fábula de la creación del mundo a manos del Demiurgo o artesano universal.

En su teoría, la belleza, la verdad y la racionalidad son los modelos perennes a los que el resto de las cosas tienden.

Según Platón, el artífice se propuso crear el mundo más bello e inmutable para albergar en su interior a los seres perecederos: “lo construyó esférico, con la misma distancia del centro a los extremos en todas partes, circular, la más perfecta y semejante a sí misma de todas las figuras” (Platón, 2011, p. 302, 33b).

Esto implicaba la idea de un cosmos cerrado, porque nada salía ni entraba en él. Luego, el artesano le imprimió un movimiento giratorio circular y colocó el alma en su centro, de ahí la extendió a toda su superficie hasta cubrir el cuerpo entero.

De acuerdo con el filósofo de Atenas, el cosmos es un gigantesco ser viviente que “gira en círculo, único, solo y aislado, que por su virtud puede convivir consigo mismo [...] no necesita de ningún otro, se conoce y ama suficientemente” (Platón, 2011, p. 303, 34b).

El mundo o cosmos es semejante a un Dios feliz, es solitario y autosuficiente.

Después, el artífice procedió con la creación de cada uno de los planetas con sus órbitas, luego creó a los dioses y, con ayuda de estos, a los hombres y a los diferentes tipos de animales (terrestres, aéreos, acuáticos, etc.).

En cada uno de los seres imprimió una huella del orden universal. Por eso, al hombre le hizo una cabeza redonda: “Para imitar la figura del universo circular, ataron las dos revoluciones divinas a un cuerpo esférico, al que en la actualidad llamamos cabeza, el más divino y el que gobierna todo lo que hay en nosotros” (Platón, 2011, p. 314, 44d).

Finalmente, el elemento que selló la impronta vital fue el calor del fuego, presente en la sangre de los seres vivos.

El filósofo ateniense explicó: “Todo animal tiene sus partes internas muy calientes alrededor de su sangre y sus venas, como si poseyera en sí una fuente de fuego [...] estas cosas se empujan cíclicamente entre sí” (Platón, 2011, p. 350, 79d, 80c).

De esta forma, se presenta la hipótesis de la circulación de la sangre, en torno a la cual aparece una nueva metáfora.

Los corpúsculos sanguíneos son como diminutos astros y están rodeados como por un cosmos compuesto por la estructura del ser viviente. La totalidad de órganos está obligada a imitar la revolución del universo.

Reflexión final

Observamos así el vasto simbolismo que había, en varias tradiciones antiguas, sobre eventos astronómicos como los ciclos de rotación, la traslación de los planetas y los eclipses con la vida humana.

Además, para mantener la continuidad cósmica intervenían deidades. Algunas eran antropomorfas como Perséfone, Deméter y los dioses védicos de la India. Otras veces, se trataba de dioses abstractos, como los postulados por los filósofos Presocráticos: Parménides, Jenófanes y Empédocles.

Sin embargo, se trate de tradiciones mitológicas o filosóficas, hay figuras que aparecen constantemente en todas ellas: la circularidad y la esfericidad.

También el elemento del fuego es reiterativo y ligado con él, la metáfora de que el conocimiento es luz.

A través de las formulaciones cosmológicas ancestrales nos ha llegado la creencia de que el conocimiento último de la realidad, así como el universo, posee una esfericidad perfecta.

Por mi parte, dedicaré una segunda entrega para trazar una continuidad histórica de estas ideas en la Edad Media, el Renacimiento y el mundo contemporáneo.

Referencias

Agamben, Giorgio (2014). Ferrando, Mónica (il.). La muchacha indecible. Mito y misterio de Kore, trad. Ernesto Kavi. Madrid: Sexto Piso.
Arnau, Juan (2012). Cosmologías de India. Védica, Sāṃkhya y budista. México: Fondo de Cultura Económica.
Cordero, Néstor (2005). Siendo, se es. La tesis de Parménides. Buenos Aires: Biblos Filosofía.
Empírico, Sexto (1993). Esbozos Pirrónicos, trad. Antonio Gallego y Teresa Muñoz. Madrid: Gredos.
Empédocles (1979). De la Naturaleza. Ed. y trad. Ernesto La Croce. Madrid: Gredos, pp. 254-284.
Parménides (2005). “Poema”, Ed. y trad. Néstor Cordero, En Siendo, se es. La tesis de Parménides. Buenos Aires: Biblos Filosofía.
Platón (2011). Timeo, trad. Francisco Lisi, Madrid: Gredos.