“Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25, 40). No estamos en el horizonte de la benevolencia sino de la Revelación; el contacto con quien no tiene poder ni grandeza es un modo fundamental de encuentro con el Señor de la historia. En los pobres Él sigue teniendo algo que decirnos.

(Papa León XIV, 2025, Exhortación Apostólica: Dilexi Te, Nº 5)

Al llegar a Europa a estudiar un postgrado sobre América Latina en 1998, viví el choque que experimenta todo inmigrante: sentirse extranjero. Y si a ello le sumamos que estudiaría con jóvenes de diferentes países de Hispanoamérica, la conciencia de esta gran identidad me haría fortalecer las diferencias con el viejo continente. Una pregunta surgió de forma inevitable: ¿el cristianismo con el que había crecido era diferente al de la cuna de la Iglesia Católica: la madre Europa? Estaba la belleza de sus grandes catedrales y de los primeros pasos de la cristiandad, Roma como sede de la Iglesia universal, y la España que nos evangelizó; pero un contraste movió mi alma: el contraste de la riqueza que me rodeaba frente a la terrible pobreza de mi país y de toda “Suramérica”.

Antes de iniciar mi viaje temía, por ignorancia, llegar y no tener donde dormir, de modo que con mis amigos del Opus Dei gestioné el quedarme en la residencia estudiantil que tienen en Bilbao cuyo nombre es “Bidealde”. Allí me trataron muy bien, la comida era la más sabrosa que había comido en toda mi vida. Me recordó cuando iba al “Bar Basque” de La Candelaria, pero mucho mejor por su frecuencia y variedad.

Prácticamente todo era nuevo para mí, no así las normas de vida de piedad que ya conocía y que compartí con los numerarios, supernumerarios y algunos pocos estudiantes que vivían todos los días. Nos levantábamos a las 6 am y teníamos de 20 a 30 minutos de oración, la misa y luego el desayuno, y salían para sus trabajos o universidades. A las 2 pm era el almuerzo y la cena a las 8 pm. Antes de esta era el rezo del rosario. La oración interpelaba mi conciencia cristiana, la cual me llevaba una y otra vez a la necesaria caridad con mis hermanos los pobres, en especial de Latinoamérica.

En Europa vi una gran indiferencia hacia los más débiles, justificada bajo la existencia del “mejor sistema social del mundo”, e incluso la percibí en aquellos que eran cristianos practicantes. Ser pobre era sinónimo de vago o delincuente, tal como le escuché muchas veces a gente de clase alta en mi país. Podía comprender que toda familia cristiana busque una vida digna, pero ¿dónde está el límite como cristianos cuando estamos rodeados de tantos pobres como especialmente es el caso de Iberoamérica? Nadie mejor que nuestro papa León XIV, que pasó décadas en el Perú empobrecido, podía describir este hecho:

(...) Vemos crecer algunas élites de ricos, que viven en una burbuja muy confortable y lujosa, casi en otro mundo respecto a la gente común. Eso significa que todavía persiste —a veces bien enmascarada— una cultura que descarta a los demás sin advertirlo siquiera y tolera con indiferencia que millones de personas mueran de hambre o sobrevivan en condiciones indignas del ser humano.

(2025, Exhortación Apostólica: Dilexi Te, Nº 11)

¿Se encontraban algunos cristianos dentro de estas “burbujas”? ¿Nosotros? ¿Se podía y debía hacer algo más allá de la asistencia espiritual y social? Todas estas preguntas me llevaron a aprovechar una asignatura del postgrado llamada “religión y política en Latinoamérica”. De esta forma pude meditar, leer y escribir sobre el cristianismo y la realidad de los pobres. Inicié una investigación sobre el gran debate que se dio en los setenta dentro de la Iglesia y la política del continente en torno a la llamada “teología de la liberación”.

Dicho debate había nacido en cierta forma de las mismas preguntas que yo me hacía; y de las respuestas que dieron mis hermanos obispos tanto en la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín (1968) como en la de Puebla (1979), donde acuñaron el principio de la “Opción preferencial por los pobres (OPP)” (Catecismo de la Iglesia Católica, Nº 1134). Este principio ya es parte de la Tradición de la Iglesia al aparecer en el Catecismo de la Iglesia Católica, y además, cómo ejemplo de su actualidad, “ha sido bien integrada en el magisterio de la iglesia” siguiendo las palabras del papa León XIV en su ya citada primera Exhortación Apostólica (2025, nº 16) donde nos dice también:

Estoy convencido de que la opción preferencial por los pobres genera una renovación extraordinaria tanto en la iglesia como en la sociedad, cuando somos capaces de liberarnos de la autorreferencialidad y conseguimos escuchar su grito.

(Exhortación Apostólica: Dilexi Te, Nº 7)

Y agrega del documento de la Conferencia Episcopal Latinoamericana en Aparecida en el 2007¨en el Nº 99: “Las agudas diferencias entre ricos y pobres nos invitan a trabajar con más empeño en ser discípulos que saben compartir la mesa de la vida, mesa de todos los hijos e hijas del Padre, mesa abierta, incluyente, en la que no falte nadie. Por eso reafirmamos nuestra opción preferencial y evangélica por los pobres”.

Ser cristiano iberoamericano es tener una sensibilidad especial, es vivir la OPP por ser nosotros donde nació dicha tradición que ahora es parte constitutiva de todo seguidor de nuestro Señor. Me sentí plenamente identificado al descubrir que dicha teología resaltaba el principio bíblico de la liberación en relación a la historia del pueblo judío “esclavo” en Egipto. Dios no era indiferente ante las injusticias que padece cada ser humano tanto en lo personal como colectivo, y que dichas injusticias tienen su origen no solo en el pecado individual sino también en “estructuras de pecado” que existen en lo social y lo económico. El cristiano no puede quedarse de brazos cruzados ante la violación de la dignidad que la pobreza extrema genera, y debe denunciar las causas de la misma más allá de lo espiritual.

El estudio del debate no estaría completo sin tomar en cuenta la crítica que hizo el cardenal Joseph Ratzinger como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe reunidas en dos textos oficiales: Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación (Libertatis Nuntius, 1984) e Instrucción sobre libertad cristiana y liberación (Libertatis Conscientia, 1986); donde alerta sobre la contradicción del uso del análisis marxista con la teología, análisis donde prevalecen los fines de dicha ideología centrados en el materialismo economicista que cree en la violencia política (la lucha de clases). Por no hablar del reduccionismo político y la práxis política. Y por último, recordaba que la libertad debe llevar a la conversión del corazón primero, porque los cambios estructurales no lo garantizan. La meta de la liberación no es la victoria de una clase sobre otra, sino la construcción de la civilización del amor.

Mi conclusión estaría más cercana al cardenal Ratzinger, y más aún cuando descubrí que los defensores de dicha teología estaban convirtiendo a la Iglesia en una ONG o un partido político. No se puede ser indiferente ante cualquier violación de la dignidad de la persona humana, pero tampoco olvidar que la principal pobreza es la del alma. Y mucho menos ideologizar con una cosmovisión colectivista (el marxismo) al cristianismo. La fe no es asistencia social sino permitir que todo ser humano se acerque a Cristo, y dicho acercamiento inevitablemente nos llevará a la caridad. De no llevarnos a la caridad ante el escándalo de la pobreza, no seremos auténticamente cristianos. La acción coherente de todo católico en la política es la defensa de la Doctrina Social de la Iglesia evitando que el Estado y/o el colectivo absorban la libertad de cada persona.

El otro aspecto que redescubrí en Europa fue el volver a la fascinación por los templos católicos tanto en su arquitectura como en sus pinturas, esculturas, vitrales y altares. Ir a misa, antes de que descubriera y viviera lo hermoso de su sentido trascendente, era disfrutar con cada detalle del arte religioso. Era la prueba de que lo mejor siempre viene de Dios y es para Él. Como dice el lema de San Ignacio de Loyola: “Ad maiorem Dei gloriam”.

Cada visita a una nueva iglesia era un descubrimiento; pero nada me había preparado para la belleza de las catedrales europeas, que tuve la suerte de admirar cuando viví en España y viajé por el viejo continente. Las más hermosas para mí siempre serán las de Francia y Alemania, lamentablemente no fui a Italia, donde hay verdaderas maravillas. Pasé más de una hora frente a la fachada de Notre Dame de París, caminé feliz bajo bóvedas y vitrales. Recé embelesado en un altar barroco de una pequeña iglesia de Sevilla y ante la Sagrada Familia de Barcelona suspiré dando gracias por la maestría de ese santo que fue Gaudí.

La belleza también está en los monasterios, cementerios y en las procesiones, ritos y cantos. Pasé la Semana Santa en Sevilla y las imágenes de nuestra madre María son los rostros más perfectos. El cristianismo medieval nos dejó ese legado, supo hacer de la estética la mejor forma de evangelizar y ofrecer por medio de ella todas las fuerzas creativas de la humanidad. Cada pueblo quiso dar a Dios lo mejor de sí. Hizo realidad, hizo arte la nueva creación que nos regaló Dios con su Encarnación. A pesar de mi sesgo religioso como ser humano puedo admirar la belleza en todas partes, y no he visto nada comparable en mezquitas, sinagogas (aunque la de Toledo es bellísima) y mucho menos en los insípidos templos protestantes (que me disculpen mis hermanos separados, pero es la verdad). Solo los hermanos ortodoxos con sus pinturas pueden equipararse.

La belleza no se reduce a lo que podemos mirar; la catolicidad nos ofrece también los cantos gregorianos y toda la tradición teológica del magisterio y los santos. En estos días he rezado la liturgia de las horas, y acá está la hermosa convicción de la comunión con la iglesia universal. Por no hablar del silencio que nos ha regalado el monacato como el camino a Dios. Y la caridad para vivir la fraternidad de ser hijos de un mismo Padre Celestial. Ahora que estamos en tiempos navideños, hay una estética en el sentido de esta espera por el nacimiento del Dios hecho hombre: la alegría de sentirnos amados en nuestra pobreza, en nuestra debilidad, en nuestras carencias. El cristianismo es único porque nos ofrece la Verdad del Dios Amor; tal como supo verlo un joven Karol Wojtyla en medio de la violencia y el hambre de la Segunda Guerra Mundial en 1944, cuando escribió este famoso poema siendo obrero de una cantera:

El amor me lo ha explicado todo, el amor me lo ha resuelto todo, por eso admiro el amor donde quiera que se encuentre. Si el amor es tan grande como sencillo, si el anhelo más simple se puede encontrar en la nostalgia, entonces puedo entender por qué Dios quiere ser recibido por gente sencilla, por esos cuyos corazones son puros y no encuentran palabras para expresar su amor. Dios ha venido hasta aquí y se ha parado a poca distancia de la nada, muy cerca de nuestros ojos. Quizá la vida es una ola de sorpresas, una ola más alta que la muerte. No tengáis miedo jamás.