Yo era psicóloga con una maestría en antropología migratoria y me fui a México para saciar el deseo visceral de conocer y explorar. No era mi plan perder el tiempo.

Cuando decidí aceptar su invitación, la de Pilar, curandera y sacerdotisa de conocimientos ancestrales, había imaginado cosas increíbles, rituales complejos, fórmulas ancestrales, transmutaciones alquímicas, gatos negros en el patio.

Perder el tiempo me enojaba, pero me enojaba tanto que a veces me despertaba molesta conmigo misma por elegir esa cotidianidad, con ella porque me tenía sujetada con la naturaleza hechicera que me había encantado.

Me aterrorizaba perder el tiempo y mi vida.

Los años me tenían sometida y no lo sabía.

Pero, cuando me encontré en Latuvi a 2,500 metros, con la nariz entre las nubes, mi mirada vuelta hacia el océano infinito de montañas, los pies manchados de tierra polvorienta, y a mi alrededor solo naturaleza y silencio humano, perder se convirtió en tomar.

Con ella aprendí a tomarme el tiempo.

Como la oscuridad antes de la escena.

Los violines perfeccionan la afinación, alguien del público tose, luego un silencio que tiende a buscar la perfección y una pausa corta pero larga. En esos momentos, se pasa desde el exterior del teatro a la oscuridad y el silencio. Se experimenta la transformación que acompaña al espectador a la escena. Los actores están preparados y la emoción va alcanzando su máximo clímax; es entonces cuando comienza.

No debería durar demasiado, pero tampoco un tiempo corto.

La hendidura oscura es el espacio de tiempo de la metamorfosis.

La calma. La inerte condescendencia.

Crear el vacío.

Tomarse el tiempo y despejar la mente de pensamientos, deseos y condicionamientos es esencial para el aprendizaje chamánico.

Silencio.

Además de mi convivencia con ella, la vida rural de Latuvi era sencilla y buena, pero comparada con mi vida en Milán, sufrí momentos de aburrimiento mortal. Superado el esfuerzo de soportar el aburrimiento, en el silencio incluí la escucha, en la soledad encontré la naturaleza, en los elementos me encontré a mí misma.

Pilar había construido una esfera de paz y beatitud y me invitó a participar en ella. Como practicante, me llamó a expandir ese espacio de gracia. Tenía que hacerlo aprendiendo a perder —tomando tiempo de— todo lo que sabía.

Pilar tenía una forma de enseñar realmente eficaz: sin ejercicios, sin prácticas, sin sermones, solo ejemplo vivo. Si ella no hacía nada, yo no hacía nada, si ella no hablaba yo no hablaba, si rezaba yo repetía sus palabras, si iba a curar yo la acompañaba, si recogía las hierbas yo la observaba. La comunión con cada elemento que ella ejercía era poderosa. Fue precisamente la experiencia viva de esta comunión la que me mostró cómo ella practicaba el amor. En la concentración, en la unión, en la gratitud y en el reconocerse como un ser realizado en la perfección de la naturaleza.

Tomarse el tiempo para disfrutar frente al esplendor de las montañas, del viento, del sol, de la lluvia, de las flores, de los árboles, de los animales y aprender de ellos la abundancia del espíritu, fue la primera transformación hacia la vida chamánica.

Apagar la mente y encontrar la presencia. Es así que elegí una nueva forma de contemplar el mundo y la existencia. La oscuridad se convirtió en el espacio donde me desnudaba de mí, y redescubría la luz que vive al centro de mi ser. El espíritu abundaba a mi alrededor. En el silencio susurraba una melodía sublime. Esta pequeña, pero grande, mujer me acompañaba a descubrirme a mí misma y a una creación inédita inundada de amor.