¿Qué es el suicidio?

Suicidio (del latín sui: a sí mismo, y cidium: asesinato; “matarse a sí mismo”) ha habido siempre en todas las culturas en la historia de la humanidad, al menos, desde que se tienen registros. La cuestión estriba en la forma en que el mismo fue valorado (o desvalorizado, anatematizado incluso), y en cómo podemos apreciarlo en la actualidad. Hoy lo vemos como expresión de un profundo malestar psíquico, de naturaleza psicopatológica, y hablamos profusamente de su prevención. Pero no siempre fue así.

Hipócrates, el gran médico de la tradición griega, en el siglo IV antes de nuestra era, lo consideró expresión de “síntomas autodestructivos”, con un pensamiento que hoy podríamos llamar “moderno”, o “científico” (según nuestra epistemología).

En Oriente, sin embargo, fue elogiado grandemente en ciertas circunstancias, como en la China del emperador tiránico Qin Shi Huang (siglo III antes de nuestra era), que mandó a incinerar los libros de Confucio, ante lo cual muchos intelectuales seguidores del pensador optaron por el suicidio colectivo en honrosa señal de protesta. Ese acto fue considerado una heroica forma de crítica hacia la medida política del tirano, al igual que lo han hecho varios auto-incinerados en épocas recientes: los monjes budistas bonzo, quienes se rociaron líquidos inflamables, prendiéndose fuego posteriormente en lugares públicos, como reacción ante determinados hechos políticos, modalidad que fue seguida luego por muchas otras personas en señal de protesta en distintas partes del mundo.

El brahmanismo, así como el hinduismo, en la India, aceptaban, o incluso promovían, ciertos rituales suicidas, como la auto incineración de las viudas luego del fallecimiento del marido, a manera de expiar los pecados del mismo y para ganar el honor para sus hijos. Pero ello permite también otra lectura del fenómeno, viendo en ese obligado suicidio una machista imposición varonil.

En la Grecia clásica había una posición ambivalente con respecto al fenómeno, en tanto en el Imperio Romano era más tolerado. De todos modos, en ambas civilizaciones existían tribunales que escuchaban a los potenciales suicidas y decidían si autorizaban o no la acción. Pero un esclavo, al no ser dueño de su vida, no tenía ese derecho. Si lo hacía, su amo podía pedir a quien se lo había vendido que le restituyera el dinero de la compra.

En el antiguo Egipto existía una academia destinada a investigar los mejores métodos para morir sin dolor, por lo que puede considerarse que el suicidio no era abominado.

El Islam, por su parte, rechaza el suicidio, dado que solo Alá puede disponer el momento en que cada humano morirá, aunque es tolerado el suicidio como forma de sacrificio voluntario en la Guerra Santa. De ahí que vemos los suicidas que se hacen volar cargados de explosivos, aceptando orgullosamente ese final al grito de “Alá we akbar” (“Dios es grande”).

En el Japón feudal, el suicidio tuvo un lugar muy especial, tradición que se ha mantenido hasta el presente. Los devotos de la divinidad Amidas solían suicidarse arrojándose al mar o haciéndose enterrar vivos. Mientras que el seppuku o haraquiri fue un suicidio ritual, práctica reservada para los nobles y los guerreros samurái, que optaban por abrirse el vientre antes que entregarse rendidos a sus enemigos. Dicha práctica dio como resultado los famosos pilotos kamikaze que, al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando ya era evidente la derrota nipona, preferían suicidarse arrojando voluntariamente sus aviones contra barcos estadounidenses en una muestra de honor nunca mancillado: muertos antes que rendidos.

La tradición judía condena fuertemente el suicidio, y a quienes lo cometen se les entierra fuera del campo santo. De igual modo, en el medioevo cristiano en Europa, a los suicidas se les negaba sepultura en lugar sagrado, en tanto sus propiedades eran confiscadas. Como muestra elocuente de este desprecio, un edicto del rey Luis XIV de Francia, del año 1670, castigaba muy severamente a quien se suicidaba, haciendo que el cuerpo del muerto fuera arrastrado a través de las calles boca abajo, y luego colgado en plaza pública o arrojado a un basurero.

En la tradición maya, por el contrario, el suicidio era considerado una manera especialmente honorable de morir, como el de las víctimas humanas en los sacrificios, o el de los guerreros caídos en combate, o el de las mujeres muertas al momento de dar a luz.

Entre los inuits, o esquimales del Ártico, es una tradición que los ancianos, cuando ya no tienen fuerza para cazar y pescar, optan por remar solos en su kayak hacia el insoportable frío del polo, para morir honrosamente así por hipotermia.

No podemos dejar de considerar una conducta altamente llamativa como la de muchos agentes especiales (espías, fundamentalmente en los años más álgidos de la Guerra Fría, o miembros de grupos guerrilleros actuando en la clandestinidad), que portaban pastillas de cianuro, dispuestos a ingerirlas para morir en el acto, evitando así ser tomados prisioneros y torturados con el fin de obtener información reservada. Estamos ahí ante una compleja forma de suicidio —no podría llamársele de otro modo— aceptada en forma voluntaria como parte de su misión.

Hoy día ya comienza a ser relativamente aceptado el fenómeno de la eutanasia, la muerte asistida, decidida voluntariamente por aquellas personas que padecen enfermedades terminales, con la participación de personal médico. Algunos países ya tienen legislaciones que estipulan las condiciones para realizarla, lo cual sigue siendo aún tema de controversia, con iglesias que siguen viendo ahí un pecado capital. En general no se llama a eso suicidio, pero obviamente lo es.

Ante toda esta miríada de posiciones, cabe la pregunta: ¿Qué es exactamente el suicidio? ¿Un pecado imperdonable, un ritual respetable y honorable, un derecho humano que se debe tomar como tal, una psicopatología grave?

En nuestro medio, ámbito occidental y principios del siglo XXI, sigue siendo un tema espinoso, por no decir tabú. Muchas familias, al tener un miembro que se suicidó, guardan ese hecho como un suceso vergonzante, más aún si presentan una fuerte raigambre religiosa. En esa perspectiva, el suicidio continúa viéndose como algo de orden pecaminoso, envuelto en prejuicios moralistas. De ahí que se reportan mucho menos de lo que realmente suceden, por lo que, en términos estadísticos, nos encontramos ante un subregistro del fenómeno.

Suicidio y autoagresión

Freud dijo que “la neurosis es el costo de la civilización”. Siendo consecuentes con el pensamiento psicoanalítico, deberíamos ampliar esa expresión para llegar a decir que “el malestar psicológico en su conjunto” es ese costo, entendiendo que siempre hay un pendiente, un tanto de insatisfacción en la experiencia humana.

En definitiva, eso es lo que nos descubre el abordaje psicoanalítico: que siempre falta algo, que no hay completud total en la experiencia humana, que hay límites (la muerte, la diferencia sexual), y que ello nos aterra, que no queremos saber nada de esa limitante. Y también nos evidencia que, aunque nos confronte con nuestra preciada racionalidad y declarado pacifismo, siempre hay igualmente un monto de agresión en la vida social.

Ello llevó a Freud a formular la existencia de una “pulsión de muerte”. Es decir, algo destructivo, que puede volcarse hacia el exterior, y ahí están la violencia cotidiana, o las guerras como su expresión máxima, donde caen las barreras civilizatorias y está permitido matar al otro. No solo permitido matarlo, sino que se premia el hacerlo: es un héroe de guerra quien más enemigos mata, lo cual crea una muy compleja situación psicológica, por cuanto ese “héroe”, terminada la guerra, no puede volver a matar impunemente, pues de hacerlo se convierte automáticamente en un asesino, alguien por fuera de la ley.

Agresividad que, en el otro caso posible, se vuelca hacia el interior, hacia la misma interioridad de cada sujeto.

Tenemos ahí entonces la larga lista de acciones autoagresivas que cada uno de nosotros puede realizar a diario, sin escandalizarnos al respecto (fumamos, aunque sabemos que eso puede producir graves enfermedades respiratorias, o viajamos en moto sin el correspondiente casco, aun sabiendo del peligro mortal que esa conducta puede acarrear, para graficarlo con ejemplos cotidianos). Para mostrar todo ello con cifras elocuentes (en todos los casos, redondeadas para hacer más práctica la cuenta), tomadas de los órganos más autorizados al respecto como la Organización Mundial de la Salud (OMS), tenemos que:

  • 7,000 personas mueren diariamente por consumo alcohólico;

  • 1,600 fallecen cada día por sobredosis de drogas ilegales;

  • 3,500 casos diarios de contagios de VIH, en el 99% de ellos por relaciones sexuales sin la debida protección;

  • 1,700 seres humanos mueren cada día por VIH-SIDA;

  • 3,500 individuos fallecidos cada 24 horas por accidentes de tránsito perfectamente evitables (manejar a exceso de velocidad, en estado de ebriedad, sin cinturón de seguridad, irrespetando normas viales).

Ello sin contar con los 2000 suicidios diarios que tienen lugar en todo el planeta. Es decir: hay 15,800 muertes cada día por autoagresiones, el 10% de todas las muertes diarias en el mundo. Decesos que, en general, salvo los suicidios, no se consideran como hechos psicológicos, pero que sin dudas tienen a la base un importantísimo componente autoagresivo. ¿Pulsión de muerte, podríamos preguntarnos?

Se pregonan a los cuatro vientos la paz y el amor, la concordia y la resolución pacífica de conflictos, pero vemos que, además de hacerse tan difícil la convivencia pacífica a nivel planetario (más de 50 frentes de combate existen al día de hoy en todo el globo, y Naciones Unidas, surgida supuestamente para lograr la concordia internacional, nunca puede evitar una guerra), la autoagresión que nos mueve es realmente alta.

¿Por qué somos así? ¿Por qué nos suicidamos en cantidades tan altas?, contando con que muchas de las muertes arriba mencionadas pueden considerarse “suicidios en cámara lenta”. Pues bien: cobra total sentido aquello que citábamos de Freud, y que podemos parafrasear como “el conflicto intrapsíquico es el precio de la civilización”.

¿Por qué el suicidio?

No somos animales en sentido estricto. Si bien pertenecemos a ese reino (Animalia), hemos ido evolucionando hasta algo distinto, más complejo, sin negar nuestra apoyatura biológica. O, si preferimos, representamos un ser muchísimo más problemático que un pariente cercano, que un animal.

El puro instinto de conservación (propio en general de los animales) está “fallado”. Ningún animal practica deportes extremos arriesgando su vida, juega a la ruleta rusa ni enfrenta un toro bravo en un ruedo, o acepta desafíos descomunales que pueden implicar (o implican muchas veces) una posible muerte: cruzar el océano en una frágil embarcación, volar hacia el espacio sideral, caminar por un campo minado, ser espía e inmiscuirse en los vericuetos secretos de otro Estado, etc., por mencionar algunos ejemplos.

La homeostasis, en tanto proceso natural de autorregulación estable y equilibrado, se rompe, se pone en tela de juicio ante estas conductas.

¿Por qué alguien (muchos, sin dudas) juegan con el límite, con la muerte? No hablamos aquí de los intentos de suicidio, que podemos entenderlos como actuaciones, en general de orden histérico, que representan poderosos mensajes al otro demostrando una situación de gran angustia (más común en mujeres que en hombres), sino estos comportamientos autoagresivos que, en el caso de los suicidios, terminan con la vida.

Aclaremos enfáticamente que los intentos (que, quizá con cierta malicia, se podrán llamar suicidios fallidos) en modo alguno son “actuaciones” conscientes, escenificaciones “para llamar la atención”. Son productos inconscientes tan enigmáticos y perturbadores como cualquier síntoma psicológico, como cualquier conducta que escapa a la racionalidad voluntaria. La diferencia estriba en que el suicidio no tiene retorno.

En todos los casos, como ritual, como práctica ceremonial, como acto heroico o, lo que hoy consideramos más habitualmente, como expresión psicopatológica, el suicidio nos deja sin palabras, estupefactos. ¿Por qué lo hizo?, es la primera respuesta. Es decir: resulta incomprensible, rompe la lógica de lo que entendemos por normalidad, la estabilidad necesaria para la vida social.

El kamikaze, el guerrero samurái que se abre el vientre, el militante musulmán que se hace volar con explosivos adosados a su cuerpo o el esquimal que enfila su bote hacia la eternidad no deja de sorprendernos, poniéndonos (confrontándonos) a cada uno de nosotros como la expresión de la normalidad. Esos actos, al menos para quienes estamos hoy aquí reunidos hablando del suicidio, se nos hacen, como mínimo, muy raros. Mucho más incomprensibles aún resultan los suicidios que ya tenemos normalizados: quien ingiere veneno, se pega un tiro, se arroja de un puente o se ahorca. ¿Qué lo llevó a esa determinación?

Buscar causas en la cotidianeidad del suicida no explica nada. Siempre puede haber un presunto motivo dado, por supuesto, por los sobrevivientes, un hecho disparador o desencadenante: una pérdida significativa, la muerte de un ser querido, un desengaño amoroso, una crisis financiera, la pérdida de un trabajo, un fracaso en los estudios. Todo ello, sin embargo, no pasa de la simple y superficial excusa. Todo el mundo, en mayor o menor medida, sufre (sufrimos) de alguna de esas pérdidas. Pero, al menos en general, no nos suicidamos. Soportamos la pérdida, para lo que hacemos el correspondiente duelo, dependiendo ello del valor del objeto perdido.

No es lo mismo la muerte de un familiar cercano que el de una mascota; no es lo mismo sufrir el robo de un teléfono celular que perder una fortuna en la bolsa de valores, o todos los ahorros de mi vida, víctima de una estafa. Como sea, el proceso de duelo —con todos sus correspondiente rituales— nos permite despedirnos de lo que ya no está, nos permite aprender a soportar esa ausencia y poder seguir con la vida cotidiana sin un dolor que nos embarga, que nos paraliza. Para eso duelamos.

En la persona suicida, sin embargo, nos encontramos con un dolor psíquico que la tortura, la martiriza a cada instante, creándole un dolor que no puede soportar. De ahí que hoy, a quien se suicida, se lo puede considerar como portador de una psicopatología. Preguntarse por qué lo hizo, buscándole incluso esas supuestas causas, no pasa de una visión superficial del asunto, descriptiva, si se quiere.

De hecho, eso es lo que ha hecho la mirada médica a través del tiempo. Pero faltó siempre una teoría que de cuenta de la profundidad de esa conducta, más allá de la descripción observable. O, si se quiere, de ese síntoma tan peculiar (tremendo, que deja estupefactos) consistente en quitarse la propia vida, y no como parte de un ritual honroso.

¿Por qué alguien se mata a sí mismo? Muchos autores a lo largo de la historia se hicieron esa pregunta, aportando diversos intentos de explicación. Lo cierto es que ninguno de ellos logra entender el mecanismo íntimo del suicidio y, por tanto, prevenirlo. ¿Por qué? Porque faltaba una dimensión fundamental para aprehender el comportamiento humano: la dimensión de lo inconsciente.

Si ubicamos el suicidio en el campo de la psicopatología, tal como hoy lo hacemos, estamos ante un verdadero enigma: es una “enfermedad” que, cuando se declara, distinto a todas las otras, ya es demasiado tarde, porque el sujeto portador ya está muerto. Lo cual lleva a la pregunta de fondo que nos inquieta como trabajadores de la salud: ¿se puede prevenir?

La explicación propuesta por Freud, continuada y ampliada posteriormente por otros psicoanalistas, hace uso de ese concepto toral en el edificio conceptual psicoanalítico, tal como es el “inconsciente”. Sin él, no podría captarse nunca la dimensión de esa cosa tan rara, tan enigmática e incomprensible; en otros términos, tan “loco” como es el suicidio (igual que tan “loco” y enigmático es cualquier síntoma psicológico, o la angustia, las inhibiciones, los delirios o las alucinaciones). El psicoanalista francés Jacques Lacan fue quien dijo que “No es loco el que quiere, sino el que puede”. Eso quita definitivamente todas esas conductas “raras”, oscuras y misteriosas, como la auto-aniquilación, del campo de las decisiones voluntarias, de la conciencia.

Es común, en la cotidianeidad, ver el suicidio como un acto hasta incluso valiente. “Hay que tener valor para hacerlo”, suele decirse, considerando solo el suceso violento, el descarnado hecho sangriento. Anida allí la ilusión de la racionalidad, de la voluntad consciente como centro de nuestra vida anímica.

En realidad, el suicidio responde a complejas estructuras psicopatológicas que pueden ser leídas en clave de vida psíquica inconsciente. Todos atravesamos circunstancias duras, sufrimos pérdidas y nos vemos sometidos a fuerzas que nos sobredeterminan, nos abruman a veces. La vida no es, precisamente, un lecho de rosas, pero muy pocos se suicidan. ¿Por qué alguien no puede soportar la vida y huye de la misma de este modo trágico? ¿Qué pasa ahí con la compulsión a vivir, con ese “instinto de conservación” que nos debería impulsar a seguir afrontando las adversidades? Algo falla entonces.

La melancolía (el exceso de “bilis negra”, según la tradición hipocrática), si la consideramos una entidad nosopatológica, dimensión desde la cual poder abordar el suicidio, fue tenida como tal a partir de fines del siglo XIX, de la mano del psiquiatra Emil Kraepelin en su descripción de los cuadros psicopatológicos, quien la colocó en el campo la locura maníaco-depresiva (con episodios alternados de furor maníaco y depresión, siendo estos últimos en los que se puede producir el suicidio), diferenciándola de la dementia praecox (lo que luego sería, con la descripción de Eugen Bleuler, la esquizofrenia, consistente en un profundo deterioro crónico de la vida psíquica). Descripciones que, en términos generales, se han mantenido hasta la fecha.

Sigmund Freud entendió la melancolía como una entidad compleja; no es el duelo normal que sufrimos ante una pérdida, sino que representa un dolor infinito, constante, con profundos sentimientos de culpa y autorreproches, todo lo cual nos puede llevar, precisamente, a eliminarlos.

En su mapa diagnóstico la colocó como algo intermedio entre las neurosis y las psicosis, llamándola finalmente “neurosis narcisista”. Hoy, en los manuales al uso en el campo de la psicopatología (el DSM-5 y CIE-11) el término “melancolía” no aparece como un diagnóstico independiente, sino que hace parte del Trastorno Depresivo Mayor, descrito por el manual estadounidense presentando esta sintomatología:

Estado de ánimo deprimido; pérdida de interés o placer; pérdida o aumento de peso; problemas de sueño, fatiga o pérdida de energía; sentimientos de inutilidad o culpa; dificultad para pensar o concentrarse; y pensamientos de muerte o suicidio (pensamientos recurrentes sobre la muerte, ideación suicida recurrente sin un plan específico, o un intento de suicidio).

La cuestión, más allá de esquemas clasificatorios, radica en qué mecanismo íntimo obra ahí que lleva a alguien a ese final trágico: los hombres de manera más cruenta (ahorcamiento, armas de fuego, arrojándose al vacío), las mujeres con métodos más suaves, si así puede decírsele (uso de sustancias).

Pero ¿por qué? En el duelo normal se pierde un objeto externo; en la melancolía también hay una pérdida, pero no se trata de un objeto de la realidad (un ser querido) sino que estamos ante un mecanismo inconsciente. No se sabe exactamente qué se perdió.

La experiencia clínica indica que se hizo una identificación con ese objeto de amor perdido, por lo que toma sentido la frase tan repetida de Freud de “La sombra del objeto ha caído sobre el yo, quien, en lo sucesivo, podrá ser juzgado por una instancia particular [la conciencia moral] como un objeto, como el objeto abandonado”.

En otros términos, el objeto del castigo y de los autorreproches (“no valgo”, “soy despreciable”, “no tengo derecho a vivir”), es el propio yo, que viene a representar a ese objeto perdido. Al retirarse la libido (la energía psicosexual, dirá Freud) del objeto exterior, del mundo, se dirige hacia el propio yo, evitando así la hostilidad hacia el otro, hacia ese objeto que el sujeto siente como que lo ha abandonado. Por tanto, encontramos ahí ambivalencia en el vínculo con el propio yo: amor y la necesidad de sobrevivir junto al odio que está en la base de los lastimeros autorreproches y en la búsqueda de castigo.

Tan grande es ese castigo, que termina eliminándose a sí mismo. En otras palabras, según la perspectiva psicoanalítica, el suicidio representaría una forma inconsciente de matar al otro, amado y al mismo tiempo odiado. No hay allí, definitivamente, ningún mecanismo consciente, ninguna elección voluntaria. Quien se suicida es víctima de una historia subjetiva que lo destroza, y que lo lleva finalmente a destrozar su cuerpo.

“El mecanismo psíquico del suicidio consiste en que el sujeto ha vuelto sobre sí mismo el impulso de matar a otro, contra el que está prohibido la agresión. Matar a los padres o a la persona amada sería el modelo de esa circunstancia. Al ser inconfesable el odio al objeto amado, la pulsión de muerte se vuelca sobre el sujeto, como autorreproche, autodesvalorizaión y autodestrucción”, sintetizará el creador del psicoanálisis. Por tanto, la descripción sintomatológica no termina de dar cuenta de la complejidad del fenómeno.

Ahora bien: sabido todo eso, como psicoterapeutas, o incluso como trabajadores del ámbito de la salud, aunque no nos dediquemos específicamente al campo de la salud mental, ¿qué podemos hacer ante el suicidio?

Prevención del suicidio

¿Es realmente posible prevenirlo? Se lo presenta como un problema de salud pública. En realidad, y en un cierto sentido, lo es. Su ocurrencia produce más muertes que la infección de VIH-SIDA, o que la malaria. Sin dudas, es un problema que preocupa a epidemiólogos y autoridades sanitarias. Para estas afecciones, como en general para todas, hay caminos preventivos: cuidados varios, vacunación, detección precoz, condiciones satisfactorias de vida. Pero para el suicidio, ¿qué hacer?

Habíamos dicho anteriormente que algo que enmarca toda la experiencia humana es la percepción (y consecuente aborrecimiento) de los límites, en tanto nos evidencian nuestra finitud. Que haya un psiquismo inconsciente nos lo recuerda de modo crudo. El suicidio habla de eso. Repitamos y tengamos muy en cuenta lo dicho por Lacan: “No es loco el que quiere, sino el que puede”. No elegimos nuestros síntomas mentales; ellos nos eligen. Una persona melancólica tiene siempre un alto riesgo de suicidarse. ¿Qué hacer entonces?

Recomendarle que no lo haga, más allá de la buena intención, puede resultar ocioso, no pasando del sermón moralista. A un/a paciente melancólico/a se le recomienda:

1- psicoterapia,

2- psicofarmacología antidepresiva

3- terapia electroconvulsiva (electrochoques).

¿Cuál de ellos será el más efectivo? No se puede saber a priori. Por supuesto que el electrochoque, que en muchos lugares se sigue utilizando, aunque constituye un verdadero atentado a la salud, debería ser erradicado completamente (solo mata neuronas). Está más que demostrado que hablar, contar su vida, permitirse explayar sobre sus cuitas más profundas, o en algunos casos la medicación antidepresiva, o la combinación de ambas cosas, puede tener un efecto benéfico, y alguien sale de la depresión severa, y no se suicida. Pero eso no garantiza que un potencial suicida no se suicide. Aunque sabemos que no todos los melancólicos llegan a consulta (¿podríamos atrevernos a decir que los menos?).

Teniendo el resguardo de una atención especializada, al igual que otros factores protectores (como una determinada red de apoyo familiar o social, la pertenencia a algún grupo que puede contenerle, alguna práctica religiosa, el tener hijos), sabemos que se disminuyen las posibilidades de un paso a la acción suicida. Pero no las garantizan. Sabido es el caso de personas que, mostrando una cara alegre en medio de una fiesta, se retiran un momento al baño y ahí se suicidan (no un intento, sino que un suicidio consumado, dejando boquiabiertos a todos). Por eso ese carácter de sorprendente, dejándonos atónitos, sin palabras, de cada suicidio.

Es nuestra responsabilidad como trabajadores del campo de la salud proteger la vida y/o la calidad de la misma de la población. O, al menos, la de cada consultante. De todos modos, en el caso del suicidio eso abre una pregunta bastante angustiante, muchas veces sin respuesta: ¿hasta dónde podemos evitarlo?

Esto, definitivamente, no es un llamado al desdén, a despreocuparnos de un tema tan terrible como el que nos toca aquí en este encuentro. Sabemos que hablar con alguien en situación crítica, o mejor aún, escucharle, puede ser de inestimable ayuda. Escucharle sin juzgar, sin sermonear, acompañando en ese momento terrible previo a tomar la decisión de pasar al acto final. Eso puede salvar vidas. De ahí la importancia enorme de contar con equipos especializados en la atención en crisis. Eso debería ser parte de una adecuada planificación de salud pública.

Ahora bien, y sin ser agoreros: es sabido que la melancolía, sin negar todo lo anterior y haciendo un fuerte llamado a las autoridades sanitarias para que consideren muy seriamente estos mecanismos de prevención en crisis, nos muestra ese límite infranqueable.

Una persona melancólica es posible que se suicide. Pelear contra esa fuerza titánica que lo impulsa a aniquilar su fantasma inconsciente, es una batalla desigual. Podemos tener éxito, a veces. Pero hay que estar preparados para saber que quizá eso no suceda. La experiencia muestra que quienes llegan a estos servicios de urgencia buscando ese consuelo que les libra de la muerte, no estaban tan decididos a actuar (o su psicopatología no los iba a llevar a eso; había más duda y angustia que decisión de hacerlo). La melancolía es silenciosa; cuando habla, ya es demasiado tarde.

Aunque (y ojalá esto nos siga motivando) recordemos que no hay peor lucha que la que no se hace.