En estos últimos 16 meses, en todos los países del mundo, más de cuatro millones de personas murieron por COVID 19. Muchos millones de familiares, amigos, compañeros, lloraron y sufrieron mucho.

Nos hemos acostumbrado, y cada uno le ha buscado su propia explicación y su forma de consolarse. En cuanto a la muerte, no habría que asombrarse. Muchos millones han muerto por las guerras que los seres humanos mantenemos humeantes en tantos lugares de la tierra y a lo largo de toda la historia. Pero hay una diferencia.

Y es una diferencia que ha sucedido muchas veces y que no ha cambiado en absoluto nuestra visión sobre nosotros mismo. Sobre todo, los que piensan y creen que hay algo superior a nosotros: los dioses.

No estoy en condiciones de agregarle una pizca de argumentación al debate que desde siempre existe en las más diversas civilizaciones, desde las más antiguas y arcaicas sobre este mismo tema. Los seres humanos hemos encadenado nuestras civilizaciones —desde hace más de 10 mil años, desde que el homo sapiens erradicó de la faz del planeta a las otras siete especies humanas—, al concepto de las divinidades. La mayoría no soporta pensar que vivimos y morimos solos, por nuestras propias culpas y razones. Tuvimos que buscar una explicación superior, «divina». Desde los que vivieron rodeados de diversas deidades hasta la actualidad, donde tres religiones monoteístas dominan la cultura del mundo desde hace miles de años.

El nivel de elaboración teológica, es decir de la disciplina, de los libros «sagrados», sin duda los más leídos y seguidos por el género humano, han construido cada uno por su lado (pero también en conjunto), la más grandiosa explicación y justificación sobre la existencia de los dioses o de un solo dios y su profeta. Los que escribieron y construyeron esas teorías han sido obviamente seres humanos, algunos sacerdotes, otros simplemente estudiosos de esas teorías. Han llegado a un nivel de sutileza, de complejidad incomparable. Y uno de los ejes centrales de las bases de su existencia, ha sido la libertad de los hombres y las mujeres para hacer todo, las cosas más hermosas, más maravillosas que se puedan imaginar; pero también todo lo contrario: el horror y el sufrimiento.

Lo lograron, el libre albedrío ha justificado absolutamente todo lo constructivo y lo destructivo. Miles de millones de personas de todas las edades, han hecho de sus religiones, de su dios o dioses, de sus iglesias portentosas o míseras, una parte fundamental de sus vidas.

No estoy capacitado para tratar de discutir ni siquiera la superficie de esa monumental construcción que ha sobrevivido a todas las pruebas, ya sean materiales, intelectuales, culturales o incluso emocionales. Lo mío es simplemente una pobre reflexión desde este tiempo.

Las guerras, las persecuciones religiosas, las hogueras, los santos y las buenas obras son todas acciones conscientes de los seres humanos. Lo mismo podría decir de una interminable cantidad de obras maravillosas. No hay una sola prueba, la más mínima que pueda negar que hemos sido, las mujeres y los hombres, los autores de todas esas acciones. Incluyendo las guerras para imponer una religión, un dios o varios dioses sobre otros.

Por ese libre albedrío, que supuestamente nos han entregado los dioses como suprema responsabilidad y libertad, hemos festejado, progresado, llorado, sufrido y ejecutado todos esos actos de los que somos capaces.

Pero hay un punto, en este tiempo de peste, donde 4 millones de puntos donde esa sutil teología, de esta refinada explicación de nuestras responsabilidades, se derrumba: es el virus, los virus, la peste.

¿Qué hicieron los seres humanos para padecer decenas de pestes devastadoras, transmitidas por las ratas, por los piojos, por una gripe o por el COVID-19? Nada. En todo caso en este siglo, lo que investigamos y estudiamos (partiendo de la realidad y solo de la realidad), cuestionando todo y a pura razón e inteligencia, fue descubrir vacunas, como antes descubrimos remedios y curas de las más diversas enfermedades. Esa sí, fue libertad y ciencia, libertad y osadía para cuestionar muchas cosas supuestamente sagradas y fatales.

¿Dónde están los dioses, los de las grandes religiones o los que adoran múltiples deidades, ante las millones de personas contagiadas, con secuelas tremendas, muertos, sufriendo por sus seres queridos? No me alcanza que algunos de sus máximos exponentes, desde la grandiosidad de sus templos, llamen a la solidaridad y a la piedad. Los virus no tienen piedad alguna.

Es la lucha feroz entre esas minúsculas partículas de materia viviente y nosotros, que ocupamos la cumbre de la escala zoológica por sobrevivir. Nos infectan, nos enferman, nos matan, nos vacunamos y ellos mutan para poder sobrevivir. ¿Ese es un castigo divino?

No puede rebajarme tan bajo y en tanta ignorancia para explicar uno de los tantos procesos de la naturaleza, desde que la vida surgió en la Tierra hace millones de años en una pequeña esfera azul rotando en la inmensidad del universo.

No se trata solo de un arranque personal y obligado de racionalidad, es más duro aún. ¿Cuánto hemos perdido, cuánto hemos justificado, cuánto hemos sufrido y lo seguiremos haciendo esperando que luego de la muerte haya un castigo o un premio por nuestras acciones?

En este mes, el coronavirus se llevó a Pablo, mi hijo mayor de 52 años. Un hombre sano, sin ninguna enfermedad previa, inteligente, creativo, buena gente, trabajador, estudioso, buen padre de cinco muchachos y abuelo de un nieto recién nacido. Casi lo último que hizo fue conocer a «Salvatore». Unos meses atrás, murió mi hermano Giorgio de 72 años, mi amigo de toda la vida. Pero no es solo por eso que elegí este tema. Ahora es personal, pero antes igual me había golpeado, viendo sufrir a tanta gente.

He visto muchas guerras, en África, en América Latina, en Asia. Muchos refugiados, muchos hombres, mujeres y niños sufriendo más allá de toda capacidad de describirlo, hasta de imaginarlo. Y en todos los casos son nuestras responsabilidades, nuestras humanas e inhumanas responsabilidades, de las cuales podemos culpar a los dioses. Pero en este tiempo, he visto tanta gente sufrir donde los seres humanos, además de ser las víctimas (las únicas víctimas), son los que combaten, sufren y mueren en el frente de batalla; armados con un tapabocas, una túnica, unas jeringas y una voluntad inquebrantable.

Colgados en muchos de esos centros de lucha contra la peste, hay crucifijos u otros símbolos religiosos. En estos días, en la cabecera de la cama de mi hijo, había una cruz pequeña de madera con un hombre martirizado hasta la muerte, con los símbolos de la peor maldad. Sus manos clavadas al madero y su cabeza coronada de espinas. Tenía una cara dulce, ya muerta. No puedo creer que lo haya mandado alguien, menos su padre, para transmitir un mensaje de paz, de amistad y solidaridad entre sus semejantes; y la historia lo haya transformado en una bandera de tantas guerras, de tantas injusticias, de tantos horrores. En 2020 y 2021, simplemente observe como diezman a sus hermanos unas minúsculas porciones de materia viva.

Los dioses no estuvieron, ni están; aunque haya tanta buena gente que se inspira en ellos.