«Aquella ópera de Verdi» o «Aquella de San Petersburgo», «La vigésimo cuarta de Verdi» y hasta «La maldita» eran argucias para no nombrar a «La innombrable». Esta era el epíteto más común de La fuerza del destino, ópera en cuatro actos de Giuseppe Verdi y libreto de Francesco Piave. Se estrenó en el Teatro Bolshoi Kámenny de San Petersburgo el 10 de noviembre de 1862 (22 de noviembre del calendario juliano). La ópera, no obstante, había sido planeada para un año antes cuando comenzó su mal fario: la soprano Caroline Barbot enfermó y la premier se pospuso hasta el año siguiente, 1862. Pero la obra no fue exitosa y Verdi se lo achacó al truculento final. Piave revisó el libreto, pero, por una parálisis, murió en 1876. Tras 91 años, en su reestreno el 4 de marzo de 1960, «La maldita» cobraría otra víctima: el barítono neoyorquino Leonard Warren falleció en el escenario de la Metropolitan Opera House de Nueva York (el MET), escupiendo sangre tras cantar el aria «Urna fatale». Ni Luciano Pavarotti, que se había comprometido a cantarla en 1996, quiso desafiar la maldición, cantando en el mismo escenario en el que había sucumbido Warren.

Otra célebre maldición es la de Macbeth de William Shakespeare: la historia de un hombre destinado a ser rey de Escocia según la profecía de tres brujas y que, por ellas, cometerá un aberrante crimen. Distintos hechos y su trama siniestra le generaron mala fama: se la mienta como «la escocesa», «la obra», «la innombrable», «el negocio escocés», «la comedia de Glamis», «Mackers» o, simplemente, «la MacB». A Macbeth se le llama «el rey escocés» o «el lord escocés» y a Lady Macbeth, «la dama escocesa». Si se le menciona por descuido fuera de la representación, el ritual específico es: salir del teatro a la calle, escupir en el suelo, girar sobre uno mismo tres veces hacia la izquierda mientras se pide a gritos poder volver a entrar al teatro; por fin, se cita un texto de Hamlet (Acto I, escena 4): «¡Ángeles y ministros de gracia nos defiendan!» o de El Mercader de Venecia (Acto III, escena 4): «¡Que hermosos pensamientos y horas alegres os acompañen!».

La obra arrastró percances desde su estreno de 1606: el actor que representaba a «la dama escocesa» (las mujeres, por ley isabelina, no podían actuar) de golpe enfermó y murió entre bambalinas. El rey Jaime I de Inglaterra la prohibió por cinco años por los conjuros que incluía. También causó alguna revuelta pública: en Nueva York, en 1848, una pelea junto a la Astor Opera House entre los seguidores de dos productoras rivales por el rol de Lady Macbeth derivó en veintidós personas muertas y más de cien heridos. Sir Lawrence Olivier apenas si pudo esquivar un contrapeso que le iba a caer encima en 1935. En 1942, John Gielgud —Macbeth—, dos de las brujas y Duncan murieron y el escenógrafo se suicidó. En 1947, el actor Harold Norman que renegaba de la maldición, resultó herido y murió durante una lucha en pleno escenario (su fantasma aparecería puntualmente cada jueves en el Coliseum Theatre de Oldham, Manchester). Alec Guinness, también en 1947, ardió en fuego. Charlton Heston se quemó ambas piernas en 1953. En 1971, al inicio del rodaje del Macbeth de Polanski, un camarógrafo sufrió un accidente casi fatal. En el 2013, en Manchester, Kenneth Branagh hirió gravemente y por poco no mató a otro actor con su espada en la batalla inicial.

A las actrices no les fue mucho mejor: en 1775, el público, descontento con la obra, casi mata a la actriz Sarah Siddon. En 1926, un compañero de elenco quiso estrangular a la actriz Sybil Thorndike. En el 48, la diva Diana Wynyard quería desacreditar la superstición haciendo la escena del sonambulismo con los ojos cerrados, cayendo al foso de la orquesta a 4 metros y medio abajo.

En el estreno de El enfermo imaginario, su autor, Molière, protagonizó a Argán usando ropa amarilla. En el cuarto acto un ataque de tos tuberculosa lo ahogó en su propia sangre en el escenario, lo que convirtió al amarillo en un color tabú en todo vestuario. Otras tradiciones son: no ocupar el sitio del apuntador, nada de escobas en el escenario, nada de plumas de pavo real, quemar hojas de ruda en boletería y camarín. Dentro del camarín no se puede cambiar las cosas de lugar; sí se pueden agregar fotografías pero solo antes del estreno. Tampoco se puede silbar de noche en el teatro aunque la obra lo exija, nada de claveles, nunca decir la palabra víbora, se deben evitar atuendos con lunares, nunca debe de haber dos vestidos iguales y no se debe desear buena suerte: basta con un francés merde.

Destinos

¿Hay algo en el fondo de nuestras vidas que nos arrastra a una definición que desconocemos? ¿El paso del tiempo nos recibe pasivamente o nos moldea hasta que llega un desenlace previsto por algún demiurgo? Un autor teatral puede verse como ese ser que sabe de antemano los destinos de cada uno: la libertad del personaje era el absurdo que intuyó Pirandello en Seis actores en busca de un autor.

Pasa que el teatro, aquellos edificios montañosos, sus pasillos, vericuetos, escenarios y candilejas, es nuestra versión moderna de la caverna con las más profundas oquedades espirituales: fantasmas, puñales, risas o calaveras desfilan por ese espacio donde autor, intérprete y espectador vuelcan las partes más inexpresadas —siempre presentes— de sus vidas. Es ese fragoso edificio el sitio ideal para que se recreen las antiguas atmósferas de rituales donde el tiempo es el dios que circula en la obra; una ruta que se repite noche tras noche. Un camino que se inicia en la inocencia del primer acto, donde el inocente, el actor, el virgen sacrificial del tiempo, es iniciado en el camino que marca el destino escrito. El que muere, morirá de nuevo. El que ríe, lo hará de nuevo. El teatro se habrá transformado ante nuestros ojos en un templo donde el tiempo se vuelve sobre sí mismo. Y, a los templos se entra llamando, como los tres golpes masónicos en la obertura de La flauta mágica de Mozart o el triplete inicial de la 5ª de Beethoven, encontrando eco en la obertura de La forza, porque Verdi fue músico, político y masón anticlerical. Baste recordar que, encriptadas en las primeras notas de la «Marcha a las glorias de Egipto» (la «Marcha triunfal») de Aída, se esconden las palabras: Boaz / Italia / V. La primera corresponde a la columna del aprendiz masón, pero nunca se supo qué era la V: ¿la inicial de Verdi, la de la Victoria o la del rey Vittorio II? Como sea, el ritual es lo que Verdi vio en La forza del destino: la fuerza que arrastra al final inevitable. Tanto en literatura como en música, artes fundadas sobre el tiempo, el final está allí: en la última hoja del cuento, en el último verso del poema o en el aria final de la ópera. ¿Es así en la vida real? ¿Somos libres o somos arrastrados por una fuerza ajena, al final preestablecido de una gigantesca ópera cósmica?

Cuenta un relato islámico que estaba un día el príncipe revisando las flores del jardín, cuando aparece un sirviente con la terrible noticia: «¡Mi amo!.. su hijo acaba de morir». El príncipe ni se inmutó y siguió con su tarea. Asombrado, el sirviente insistió: «¿Es, acaso, que su alteza ya sabía que su hijo moriría?». El príncipe, irguiéndose, mirando con calma el seto, dijo en un suspiro: «Sí... Lo sabía... lo sabía porque un día nació». ¿Es el fatalismo la consciencia de la propia muerte proyectada como fantasía tenebrosa, prediseño de nuestro futuro? En La forza del destino, como en toda humana desgracia, hay un factor de tragedia: amores desastrados, sin guía de los astros: amores ciegos al futuro, al destino. Porque el destino desarrolló en la literatura una astrología propia, mensajes que llegan del futuro y que solo valen en la inmemorial caverna del teatro y de la música: «Si la música es el alimento del amor... sigue tocando McDuff, sigue tocando». Mensajes que nos invitan también en Macbeth: «¿Qué es la vida sino una sombra, un histrión que pasa por el teatro y a quien se olvida después, o la vana y ruidosa fábula de un necio?» Esto, aunque sepamos que el amor que nos trajo a la vida, es lo que nos dará una tumba y que la tragedia nos espera en el final, antes de que la música de McDuff se disipe disfrazada de aplausos.

Aristóteles decía que dos átomos cayendo paralelos jamás se tocarían. Epicuro sostenía que eran libres y que se tocarían cuando quisieran. En el escenario real, nosotros, los átomos ¿somos los libres de Epicuro? El Universo es tiempo que transcurre entre la barahúnda inicial del ensayo y la armonía actual que se persigue a sí misma hecho espíritu: cuando Leonora en La forza enfrenta la soledad de su aria final canta: «Pace, pace mio Dio». ¿Qué es la paz si no un acuerdo del espíritu con lo inevitable? Quizás el destino no necesite fuerzas sino solo paciencia. Quizás nuestras vivencias sean trebejos que se escaquean mutuamente hasta reencontrarse en una síntesis brahmánica o, tal vez, como decía Nietzsche hagamos esto que hacemos ahora por enésima vez, entrando inocentes al escenario de la vida siempre de nuevo, función tras función. Como sea, las cortinas subirán de nuevo para nuestra melancólica despedida de hoy y seremos las supersticiosas víctimas que creen, una vez más, ser libres.