En la última clase que tuve con el profesor Pernalete nos ofreció una inesperada sorpresa. Sé que muchas a de mis compañeras de clases, incluso a las que más detestaban la Historia, les agradó que les regalara una rosa. A nosotros los varones nos tocó un poema que exaltaba el idealismo solidario. Él aclararía luego que el mensaje en rima era también para las jóvenes damas. Siempre caballeroso y romántico, se desvivía por despertar en nosotros el amor a la patria. La crisis del rentismo petrolero a mediados de los ochenta mostraba sus primeras consecuencias, sus primeras víctimas en los pobres, y él hizo de la Historia de Venezuela una cátedra de sensibilidad social. Ahora que se nos ha ido nuestro querido maestro, quiero recordar la huella que dejó en mi vida como una forma de eterno agradecimiento.

El nacimiento y cultivo de nuestra vocación están íntimamente ligados al ejemplo. Ese ejemplo, en mi caso, fue el del profesor del Colegio Santiago de León de Caracas: José Pernalete. Él le dio clases a mi promoción, la de 1988, dos años consecutivos. Historia de Venezuela (del período indígena al proceso de Independencia) e Historia Contemporánea de Venezuela (desde 1830 hasta el presente, que para aquel entonces era el año 1986). Para ser justos, tengo una lista de maestros, profesores y docentes ejemplares; pero la muerte de don Pernalete me obliga a darle un justo homenaje. Aprovecho, además, para enviarle mis condolencias a todos sus familiares, amigos y muy especialmente a los miles de alumnos que formó. Dios quiera alguno de ellos se anime a contar otras de sus facetas como docente (en especial su CV), y que yo he dejado por fuera debido a la falta de información.

Recuerdo que la clase comenzaba con alguna anécdota histórica, la lectura de una noticia de un periódico decimonónico o un chiste, el cual generaba risas por las carcajadas que soltaba el «profe Pernalete» antes de terminarlo. Después, explicaba las ideas centrales del contenido y nos ponía alguna actividad que debíamos realizar en grupo. Yo disfrutaba mucho ese momento, porque era la oportunidad perfecta para hablar de Historia y política con mis amigos. A los catorce y quince años nos preguntábamos por el origen de la pobreza en Venezuela y nuestra incapacidad para ser un país desarrollado. Sinceramente, nos atraía el conocimiento, éramos los «nerds» del curso (Miguel Edgardo Capriles, Alejandro Amores, Rafael Díaz y yo). También había otros compañeros (en especial muchachas) que hacían excelentes trabajos y sacaban buenas notas, pero la verdad es que muy pocos expresaban pasión por la Historia. Muy probablemente esta fue la razón por la que nos estimara tanto.

El profesor pasaba por cada grupo y nos escuchaba debatir. Nosotros le consultábamos las dudas, aunque en mi caso yo no paraba de preguntarle. Cada vez que la discusión entre mis amigos se hacía más apasionada, yo buscaba el criterio del profe cómo una especie de árbitro. Él nos refería a los grandes historiadores venezolanos junto con la lectura de sus obras. Era muy comedido cuando proponíamos soluciones radicales a los problemas nacionales, dando ejemplos con la historia, aunque quizás no quería detener nuestros anhelos de grandes cambios.

Su forma de vestir (la mayor parte de las veces con saco y corbata, llevando un maletín) transmitía seriedad, pero le gustaba hacer uso de la chispa venezolana para reírse y bromear. Una vez se quitó el saco para mostrar la franela de los Cardenales de Lara que llevaba abajo, para después ponerse la gorra, momento en que toda la clase explotó en vítores a su equipo de béisbol favorito. Él lo disfrutó con alegría.

Una vez nos burlamos de la lentitud de su Volkswagen (modelo escarabajo), símbolo de su sencillez como docente, pero él no se molestó porque siempre nos toleraba con paciencia. En sus momentos de descanso en la sala de profesores o en el recreo, tenía tiempo para responder a nuestras dudas, que no eran tanto de la clase, sino para que nos comentara sobre alguna noticia política y sus orígenes históricos. En ese momento otro profesor nos regañaba y nos recordaba que era el tiempo de descanso del docente, pero Pernalete le decía que nos dejara preguntar, quizás porque no quería que nuestra pasión por la Historia se apagara. Sabía que la actividad de enseñanza no se agota en el aula de clases. Muy probablemente esta fuera la razón por la que con la última actividad del curso, en la que a mi grupo le tocaba explicar la Batalla de Carabobo, este quedara tan fascinado que dijo: «estos muchachos merecen un veinte porque se han fajado, y ya lo tienen, ¡mil felicitaciones!».

El último año de bachillerato no los vimos en las aulas, pero se mantuvo la amistad profesor-alumno. A los días de graduarnos (31-07-1988) nos invitaría (a los cuatro) a un almuerzo junto con su esposa en su casa, e incluso en la tarde se apareció el profesor de geografía Rafael Emilio Guillén. Pernalete nos volvió a sorprender cuando faltaba poco para despedirnos. Sacó un conjunto de libros que nos había comprado (Mario Briceño Iragorry, El caballo de Ledezma y Arturo Uslar Pietri, De una a otra Venezuela). Después de darnos una charla sobre la necesidad de ser buenas personas y no olvidar la necesidad que tenía Venezuela de nuestro esfuerzo, no los dedicó. En uno de ellos me escribió: «Carlos, eres noble y generoso. Espero que contribuyas al engrandecimiento de tu país».

Por esas cosas de la vida, por cinco años ocupé la misma cátedra de Historia Contemporánea de Venezuela en el Santiago de León. Y este año he cumplido veinte años como profesor-investigador en el área de Historia, aunque en el ámbito universitario la mayor parte del tiempo. Solo me queda ofrecerle una rosa, querido maestro, porque ya le he dado una humilde prosa.

Hasta siempre.