«Dar a luz» suena más como una expresión de simbología masónica que un decir coloquial y eufemístico para «parir». Pero también es cierto que no es vano su uso para describir el hecho tan definitorio de nacer. Se dice que un camino y su tránsito, el viaje, siempre tienen connotaciones iniciáticas. El «dar a luz» presupone una oscuridad omniabarcante, esencial, donde la luz es accidental: el venir desde el vientre materno para terminar en el vientre ctónico de la tumba, es una esencia simbólica tenebrosa con un accidente lumínico en el medio, la vida activa de un sí mismo...

El canal de parto es nuestro primer viaje iniciático: desde la tiniebla uterina hasta la luz. Y pensemos en todas las variantes míticas (mayormente teratomíticas —de seres monstruosos) de historias (caminos iniciáticos de la palabra desde y hacia la oscuridad del silencio), como lo es el mito de Jonás y la ballena: el pasaje de un estado de oscuridad al de una luz exterior. Jonás en la ballena es un embrión totipotente en un huevo que yace, a su vez, en un útero cósmico de luz divinal. Su salida es su nacimiento a la sombra de la realidad, a la falsa luz de la razón. Esta forma mítica se corresponde con otras muchas análogas de monstruos que devoran y liberan al que será un iniciado en su comunidad. No obstante, el esquema no siempre es tan dramático: el mito de Moisés en la canasta naciendo por el Nilo como canal de parto, y rescatado por la luz de la nobleza, es mucho más calmo a la vez que equivalente a los relatos teratomíticos.

En su intimidad, la realidad uterina, cósmica —más numinosa que luminosa— es siempre inaccesible y oscura a la razón, pero iluminadora de la intuición y que invoca, evoca y provoca la formación de un universo protector mítico y simbólico, que nos separa de las fuerzas degradativas que quieren hundirnos en las tinieblas. Podemos observar, de paso, que ese camino degradativo es el que ha tomado en el inicio la divinidad para crearnos materialmente: el primero en sacrificarse dejando su luz para caer en la tiniebla material es el dios mismo, quien, a través del acto amoroso y generoso de la creación, deja su sitial de luz para allanarse a nuestra humildad de barro...

Hablamos, por supuesto, de los misterios que son revelados a los iniciados como si se les entregara una llave que abre las puertas de esos misterios. Ahora ese mismo misterio pasa a ser dominado por el iniciado bajo la forma del secreto: él se compromete —bajo sello de juramento— a mantener en sí el secreto que le fuera develado. El iniciado que llega a la luz de la revelación (esotérica, mística o religiosa) se llena, entonces, de una nueva oscuridad: el iniciado pasa a ser la nueva matriz, una matriz de luz, una caverna de luz. El iniciado, poseedor y guardián del secreto, será la nueva oscuridad del silencio de la verdadera palabra: la luminosa oscuridad del saber... y no ya la oscura luminosidad del conocer.

Esta dualidad del neófito (del portador de la nueva luz) es la cegadora luz tenebrosa del misterio hecho secreto, que se resignifica en la alternancia de luz y oscuridad. Es oscuridad la máscara del no iniciado, quien debe revelar su rostro y pasar a ser, él mismo, su propio prosopomito: la persona (del griego prosops: máscara, lo primero que asalta la vista) es devenida en mito. El iniciado —velado en el vientre materno o en el vientre de los monstruos— nace asomando su cara (forma fisiológica del nacimiento humano). En hebreo, por ejemplo, la cara es siempre plural: panim. Esta pluralidad de caras es nuestra falta de unidad que las vuelven visibles por duales: o miramos hacia la luz o hacia la oscuridad; hacia el futuro o hacia el ayer, como el Jano bifronte. La cara de Dios, en cambio, es única y equivalente a un punto y por eso es imposible de ser observada porque carece de dimensión: su faz lo es todo y, por eso, se implora, tanto en el judaísmo como en el cristianismo, que Dios nos muestre su cara.

La cara iluminada —despojada de la oscuridad de la máscara— es símbolo del ser mismo de Dios, al mismo tiempo que símbolo de la persona humana: un desvelamiento de la persona. ¿Y en qué reside el misterio a develar? En que podremos ver nuestro propio rostro sin el artilugio del espejo o la fotografía porque la cara no es para su dueño sino para el otro: seremos la persona —la prosops—, identificando al poseedor del secreto de su propio rostro como un prosopomito. El yo desvelado es ahora una historia por contar. El rostro siendo para el otro, es en realidad para Dios; es ese lenguaje silencioso del estanque donde se miraba Narciso y crecía la locura lacaniana del «yo». El rostro es la parte más viva, la más sensible (sede de los sentidos) que se presenta ante los demás: un yo íntimo desnudado, más revelador que todo el resto del cuerpo: los ojos —órganos de luz y tiniebla— como puerta de entrada al alma interior. Decía el médico y filósofo Max Picard que:

…el Hombre no osa mirar sin temblar un rostro, pues éste está ahí antes que nada para ser mirado por Dios. Mirar un rostro humano es como querer controlar a Dios... Únicamente en la atmósfera del amor puede un semblante humano conservarse tal como Dios lo creó, como su imagen. Si no está rodeado de amor, el rostro humano se coagula y el hombre que lo observa tiene entonces ante sí, en lugar del verdadero rostro, solamente su materia, lo que está sin vida, y todo lo que él enuncia a propósito de este rostro es falso...

En la máscara todo será una mentira: el silencio activo disfrazado de palabra. Para comprender una cara sin máscara, iluminada por la verdad, se requiere, según Picard, lentitud y paciencia, amén de un cierto rendibú colmado de amor... bien lo sabe el pintor que trabaja en un retrato. Ver un rostro sin amarlo es pervertirlo, descomponerlo y asfixiarlo con la oscuridad de la máscara; es incumplir el mandamiento crístico de amar al prójimo y no ver en él, el símbolo de lo divino —lo luminoso— en el hombre. Así, la cara que da a la luz, la que busca el Este, es símbolo del misterio de lo sagrado: una puerta cuya llave se ha perdido y el iniciado recupera. El P. Marcel Le Guillou afirma, en este sentido, que «el cristianismo es la religión de los rostros», mientras que el teólogo ortodoxo, Olivier Clément, escribe:

Dios se ha revelado en un rostro cuya luz se multiplica, de generación en generación, en humildes rostros transfigurados.

La transfiguración es la verdadera forma que adquiere la cara a la luz de la luz divina. Volviendo a Picard, considera que:

…la línea del perfil, angulosa como relámpago, es el signo neto de la perforación brusca que hizo pasar al Hombre de la oscuridad a la tierra; el relámpago del perfil que brilla ante él en su camino.

Así, la cara simboliza la evolución del hombre de las tinieblas a la luz, diferenciando lo angelical de lo demoníaco. Es a partir del rostro que las leyes de Hywel Oda (rey galés legislador del siglo X) y el tratado jurídico irlandés de Senchus Mor fijaban el valor de la dote que debía recibir la familia de la mujer casadera en términos de una máscara simbólica de oro: la mujer deberá tener, para entregarse al hombre, la luz del sol en su faz...

Como especie mental, el hombre se ha debatido siempre entre ambos extremos de la realidad de lo existente, confinado a este orbe de amaneceres y ocasos y de soles solsticiales que oscilan entre promesas de luz en la tiniebla y de negras sombras en la luz del mediodía. Ha construido su mundo mítico y simbólico en el seno de esa ambivalencia: en la oscuridad de la noche, la luz del fuego; bajo la luz del sol, la oscuridad de la caverna y, en el fondo de la caverna y su noche humanizada, otra vez la luz del fuego; ante la nube negra, el rayo encandilante; ante el sol, la noche más oscura y en el seno de esa noche, la luna. Se trata de un ir y venir del albor a la tiniebla en la duración del día; en las estaciones del año como un día gigante entre la luz del verano y la lobreguez del invierno... en el parpadeo de nuestros ojos, desde la primera vez que los abrimos hasta la vez final en que los cerramos.

La esfera anímica del símbolo lo invade todo. Es nutrida por el arte y por todo lo irracional que nos habita, mientras que la abstracción lógica del signo la espanta... La dinámica de la luz y la tiniebla contiene en su perpetuo devenir la estabilidad eterna de lo sagrado: la psicostasia del valer humano, juzgado en los platillos de las luminarias autorreferentes del bien y las sombras traidoras y enajenantes del mal...