Se acuerdan ustedes cuando de niños(as) en la escuela nos enseñaban acerca del sujeto y el predicado. Se nos decía: «En toda oración se pueden diferenciar dos partes: el sujeto y el predicado». Bueno resulta que no son dos partes, sino tres: sujeto, predicado y verbo.

El sujeto: indica quien realiza la acción o de quien se dice algo.

El predicado: describe la acción que realiza el sujeto o lo que se dice del sujeto.

En el predicado siempre hay un verbo; que concuerda en persona y número con el sujeto.

Por eso, lógica y cognitivamente, a menos que se trate de una oración de dos palabras, toda oración debe constar estructuralmente de, al menos, tres partes: un sujeto que realiza la acción, un predicado que la describe y un verbo que concuerda con el sujeto, pero que nace y surge del predicado. Esa estructura lógica y cognitiva que aprendimos desde niños(as) es muy similar a lo que se conoce como un silogismo: del latín syllogĭsmus y este del griego syllogismós.

Un silogismo es una forma de razonamiento deductivo que consta de tres proposiciones: dos de ellas formuladas como premisas: una mayor y una menor, y la última como una conclusión. Al igual que el predicado describe la acción que realiza el sujeto o lo que se dice del sujeto, la conclusión debe basarse en una inferencia deductiva de las dos premisas formuladas.

El término silogismo fue acuñado por Aristóteles, el padre fundador de la lógica que lleva su nombre, «lógica aristotélica», y pilar fundamental del pensamiento crítico, científico y filosófico; hasta el día de hoy. Aristóteles consideraba la lógica como un método de relación de términos. Por esta razón, los silogismos aristotélicos siempre buscan establecer una relación (la más precisa y exacta posible) entre el término del sujeto y el término del predicado, ya sea uniéndolos o separándoles a través de juicios lógicos que se formulan como premisas: premisa mayor y premisa menor. De la comparación de estas premisas nace o surge un tercer término llamado «término medio»; es decir, un nuevo juicio cuyo objetivo final es formular la conclusión.

Así las cosas, la lógica silogística de Aristóteles trataba de establecer, a través de la dialéctica, argumentos lógicos que garantizaran la verdad en «juicios comparados» o premisas, de forma que, se pudiera obtener —con garantía de «verdad»— un «juicio verdadero», o conclusión. Un ejemplo clásico de silogismo aristotélico es:

Premisa mayor: Todos los hombres son mortales.

Premisa menor: Todos los griegos son hombres.

Conclusión: Todos los griegos son mortales.

Pero, ¿qué pasa cuando el silogismo no sigue la noción de argumento deductivamente válido? Pasa que, el argumento deja de ser un razonamiento o juicio lógico para probar o demostrar la premisa. Pasa que deja de servir como «término medio» para convencer al interlocutor de lo que se afirma o se niega. Pasa que no concluye, sino que principia. Y, ¿qué principia?: una falacia. En lógica, una falacia (del latín fallacia, engaño) es un argumento que parece válido, pero que no lo es. Y no lo es porque su argumentación no se basa en la lógica sino en la incongruencia. En otras palabras, es lo opuesto a un juicio lógico. Es pura retórica; es decir, un discurso vacuo y falto de contenido que se utiliza para deleitar y convencer al interlocutor con base en la demagogia: esa práctica política corrupta que consiste en, ganarse con halagos, el favor popular. Aristóteles decía, «la demagogia es la forma corrupta o degenerada de la democracia» y agregaba, «el demagogo es el adulador del pueblo». Por eso también decía, «en las democracias, las revoluciones son, casi siempre, obra de los demagogos». ¿Por qué? Decía Aristóteles, «los tiranos se rodean de hombres malos, porque les gusta ser adulados. Y ningún hombre de espíritu elevado, los adulará».

Es por este motivo que, cuando un demagogo y populista llega al poder en una democracia establecida, esta se deforma y se corrompe hasta convertirse en una oligarquía; hoy en día, una plutocracia. Y el gobierno se deslegitima hasta convertirse en una tiranía. Por ende, el gobernante (presidente) es un tirano; un tirano en una democracia, un déspota. Y, algunas veces, también es un usurpador, como cuando llega al poder burlando el voto popular, por influencia de una minoría que se arroja para sí misma su representación. Un claro ejemplo de eso, en tiempos modernos, es Donald Trump, cuya retórica y demagogia política es tan basta que, hasta un término propio le han acuñado, «trumpismo»; en inglés «trumpism».

El trumpismo es una ideología política, un estilo de gobierno, un movimiento político y un conjunto de mecanismos para adquirir y mantener el poder asociado con el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Es una mezcla estadounidense del nacional-populismo, conservadurismo, neo-nacionalismo y populismo de derecha, además suele ser incluido dentro de los movimientos que promueven una democracia iliberal…

Ergo, el trumpismo bien podría caer o calificar como una nueva y moderna forma de silogismo en el siglo XXI: el «silogismo político». Esta es una nueva forma de argumentar o debatir basada en tres premisas o juicios políticos: una premisa política mayor y una premisa política menor, que se formulan como «slogan político», y una conclusión, la cual se propone —no se deduce— de las dos premisas políticas. Por ello, también es un «slogan político», no una conclusión en el sentido estricto. ¡Es falaz! Un clásico ejemplo es:

Premisa política mayor: Hagamos grande a América (a través del esfuerzo conjunto de todos los ciudadanos, gobiernos y países de América).

Premisa política menor: Otra vez América (entra en crisis social y económica producto de las políticas de sus gobernantes).

Conclusión falaz: Hagamos grande a América, otra vez (falacia populista y demagógica acuñada por Donald Trump como «slogan político»).

Porque si fuera un silogismo aristotélico, sería algo como esto:

Premisa mayor: Hagamos grandes a los 35 países de América.

Premisa menor: Otra vez los 35 países de América se unen.

Conclusión: Hagamos grande a América, otra vez.