Daniel 16-21

Me llamo Daniel Berlín. Vivo sobre la calle de Viena, en Coyoacán, pero voy casi diario al Centro Histórico porque me mandan del trabajo al edificio de Correos. Me gustaría decir que soy editor, pero la verdad es que solo me encargo de imprimir fotografías de otras personas. Me mandan las imágenes por la plataforma digital del estudio y se las tengo listas en dos o tres días, dependiendo de qué tan pesada esté la carga de la semana. Al terminar, les mando una notificación para que pasen por ellas al local. Está sobre Ayuntamiento, cerca mi casa. Pero el pedo es que muchos de los clientes son de fuera y tengo que mandarles sus impresiones por correo a otras partes del país; muchas veces, al Bajío.

Llegar hasta Eje Central todos los días se vuelve francamente cansado. A veces pienso que vivo en una ciudad extinta de personas anónimas y perdidas, desmadrada por el tráfico y la gente necia; como un pozo negro y amplio, más o menos. Luego, a ese tipo de lugares les dicen cosmopolitas. Lo cierto es que ya me organicé para ir dos veces por semana, cuando menos, y ya sé que si salgo temprano puedo llegar un poquito después de que abran el servicio. Así, me ahorro las colas, pero, más que nada, las olas de gente que se arremolinan en la calle a las nueve de la mañana para llegar allá.

Agarro el metro sobre Miguel Ángel de Quevedo, que es la Línea 3. En Hidalgo, transbordo a la 2, para bajarme en Bellas Artes. En ese espacio de tiempo, generalmente una hora, las bestias que se me aparecen cuando cierro los ojos se sientan a mi lado. Ah, es que seguido sueño con leones. Y cuando me subo a los vagones del metro, se echan a mi lado y ronronean; fuerte, bien fuerte, como lanchas de motores gigantescos. Yo no les hago mucho caso. Sé que no tienen por qué hacerme daño. Me lo dijo alguna vez Esperanza. Sí le creo. Ella veía cosas.

Esperanza le entraba a cosas raras desde que íbamos en la escuela. Me acuerdo de que nunca hablaba con nadie y de que prefería quedarse en el salón durante los descansos desde que estábamos bien chiquitos. Ella vivía en la Narvarte, creo, y le quedaba más o menos cerca venir a Coyoacán a estudiar. Su papá la traía diario en coche. Un día, sencillamente eso dejó de pasar. Cuando le pregunté qué había pasado, me dijo:

—Prefiero el metro.

Teníamos, a lo mucho, quince años.

No puedo decir que éramos amigos. Para nada. Pero yo sí me sentía mal porque nadie se le acercaba y, casi por lástima, intentaba sacarle plática de vez en cuando. Alguna vez, escuché a la maestra de matemáticas decirle al de biología que «esa niña estaba salada». Y la verdad, tenía buenas razones para pensar eso. Nunca se me va a olvidar que un primer día de clases en secundaria, cuando nos pidieron que nos presentáramos ante el grupo, Esperanza se paró enfrente de todos con un tarrito de vidrio lleno de escarabajos vivos, que se retorcían al interior sobre una varita escuálida. Apenas eran las 7:30 de la mañana. La maestra se quedó atónita, porque la chavita ya tenía fama de ser «diferente».

Esperanza dejó el recipiente sobre la mesa de una de nuestras compañeras y se plantó en la tarima. Sacó un pañito de una de las bolsas de sus pantalones, se quitó los lentes y los limpió con parsimonia. Antes de que nadie dijera nada, se aclaró la garganta y, uno por uno, le adivinó los signos del zodiaco a cada uno de los compañeros del grupo. Con un movimiento brusco, tomó la lista de asistencia de la maestra de la superficie de su escritorio:

—Aguilera, Libra; Bermúdez, Tauro; Cervantes, Capricornio (casi Acuario)…

La maestra la paró en seco:

—Señorita, ¿qué hace?

Esperanza se le quedó viendo en silencio unos segundos. Luego le espetó:

—Usted es obviamente Aries, del 17 de abril de 1967. ¿Me permite?

La mujer se quedó helada y la dejó continuar hasta que terminó con cada uno de los nombres en la lista. Extrañamente, a mí me saltó. Antes de sentarse de nuevo, dijo:

—Yo nací en año bisiesto. No sé qué suceda en esos casos.

Esa fue la última vez que participó en clase. Supe que la maestra de matemáticas pidió a la dirección que citara a sus padres para notificarles de las conductas «disidentes» de su hija. Por lo demás, creo que surtió efecto, porque Esperanza volvió a meter la nariz en sus libros de esoterismo lo que restó del ciclo escolar.

Yo no me espanto con nada de eso; al contrario. Sentía una curiosidad muy oscura por todo lo que hacía Esperanza. Luego sí me sacaba de onda, la neta, porque sabía cosas de los demás que en principio no tendría por qué saber.

—Tú vives sobre Viena.

—Sí. ¿Por qué sabes?

—Te seguí una vez después de la escuela.

Se me puso la piel chinita.

Suspiró:

—Necesito que me lleves al centro de Coyoacán. No sé llegar y tengo cosas que hacer ahí.

No sabía qué decirle. Continuó:

—No te adiviné el signo ese día porque tú tienes asuntos más importantes alrededor tuyo de los que tienes que ser consciente. Si me acompañas ese día, te digo todo lo que sé de ti.

Acepté llevarla el viernes siguiente. A mis papás les dije que no iba a llegar a comer. Les inventé que tenía una asesoría de Física a la que no podía faltar, porque con eso íbamos a preparar el primer examen del bimestre. Como soy bien pendejo para los números, me la creyeron completita. Ese día, Esperanza no fue a la escuela. Se me hizo raro, pero la verdad sentí alivio. Pasó el día, sonó la campana de salida, y cuando iba caminando a mi casa, alguien me agarró del brazo por atrás. Fuerte, como una bofetada de aire frío:

—¿A dónde vas?

Esperanza traía una gabardina de gamuza que le quedaba grande. Nunca se la había visto puesta. Así vestida, parecía una bolsa de basura café.

—No mames, Esperanza. Me espantaste. ¿Qué te pasa?

—Llévame al centro.

—¿Por qué no fuiste a la escuela?

—Qué te importa.

No hablamos en todo el camino. Las cuadras se me hicieron eternas. La gente se nos quedaba viendo. Al llegar a Tres Cruces, le pregunté que a dónde específicamente quería ir en el centro. Metió la mano en una de las bolsas de la gabardina y sacó una foto en blanco y negro de la iglesia de San Juan Bautista. «Ahí me están esperando», me dijo. De pronto, empezó a oler a incienso.

Llegamos a la placita del centro y me dijo que no podía entrar con ella. Quería hablar a solas con un santo, porque tenía cuentas pendientes con él. No sabía que Esperanza fuera religiosa. Algo dentro de mí sentía que la cosa no iba tanto por ahí, pero quién sabe. A la fecha, pensar en eso me da escalofríos. En fin, que mientras ella hacía sus cosas, me metí a un café frente a los arcos porque no había comido nada y me estaba muriendo de hambre. José, el hijo del dueño, ya me conocía de años. Me cobró lo de siempre y lo empacó en una bolsa de papel. Me di cuenta de que se me quedaba viendo raro. Antes de irme, me preguntó:

—¿Qué traes en la cara, güey?

—¿Cómo?

—Sí, en el cachete.

Me pasé la mano por encima. Quedó negra, como embarrada de polvo.

Al salir del café, volví a la plaza y me encontré a Esperanza sentada en las escaleras del atrio con los brazos cruzados sobre el pecho, como si tuviera frío. Me senté a su lado y le pregunté que si ya había terminado. Apoyó los codos sobre las rodillas, juntó las palmas de las manos frente a su rostro y me dijo casi en un murmullo:

—Sueñas con leones, pero no lo sabes. Ya los verás. Sientes que vives en un pozo amplio y negro. Eso no es nuevo para ti. Tus leones te cuidan. No te espantes si los ves durante el día, echándose en torno tuyo. Al final, Daniel significa «justicia de Dios». Pronto te llegará.

Las campanas del templo empezaron a sonar. En ese momento, Esperanza se paró. Parecía que le faltara el aire. Antes de salir corriendo, me dijo:

—Por cierto, no te comas el garibaldi que te metieron a la bolsa.

No volvió a la escuela. Tampoco volví a saber de ella. Pero sí: desde ese día, veo leones casi a diario cuando bajo al metro. Me miran directo a los ojos, se pasean al lado mío, pero no me gruñen ni me atacan. Solo me observan. A veces, también, todavía percibo un olor a incienso a mi alrededor que nadie más distingue. Espero el día en que me llegue la justicia de Dios.