Eso era lo que hacía. Luego de llegar a casa, salía a buscarla infructuosamente entre las calles. ¿Qué tan grande podría ser El Centro? Buscaba un pêché y me lo consumía, chupada tras chupada. Paloma no aparecía. La carrera Séptima los viernes de aquel entonces era un circo, uno triste y decadente: aguas aromáticas, juegos de azar, chorizos a la brasa, pintores con aerosol y miles de chucherías inútiles hechas a mano. Nada de arte, solo decadencia. Se veía triste a mediodía, pero se veía más triste al oscurecer.
Ahora que lo recuerdo, no volvía del trabajo. Terminaba la clase a la que asistía todos los viernes y regresaba caminando desde la calle 22 hasta mi casa, por toda la Séptima. Sin embargo, cuando llegaba a casa y Paloma no estaba, recorría el camino de regreso —como les había dicho— con un pêché en la mano y, quizá, una cerveza. Triste, desorientado, esperaba verla entre las personas, verla a ella con él, para ver si finalmente podía entender lo que ocurría.
Cansado de buscar, casi llegando a la esquina de mi casa, me quedé a ver al imitador de Juan Gabriel, contando chistes verdes y sonrojando a los varones presentes. Me agradaba ese imitador. Lo más gracioso era que solo podía hacer alarde de su parecido físico, porque siempre cantaba con pista. Por tanto, mientras lo hacía, coqueteaba con los señores, que casi siempre se sonrojaban.
Bajé por la calle 16 hasta el café San Moritz. Pedí una cerveza e intenté ver el partido de la noche: el América intentaba subir a la primera división. Olía a orines y no veía el juego. Paloma ocupaba mi existencia. Lo que más me atormentaba era la certeza de su compañía; saber que estaba con ese enano de mierda y que no los había podido encontrar.
Cuando abrí la puerta de la casa, el vigilante me informó que Paloma ya había llegado y, como de costumbre, me pidió para su bazuco. Yo le di lo que tenía y le pregunté si se iba a quedar a dormir ahí. No me contestó. Tuve casi que pasar por encima suyo para que me dejara entrar. Estaba más sucio que de costumbre, por lo que olía bastante mal. La casa olía a marihuana. Paloma ya estaba acostada. Dudé en dónde dormir; finalmente decidí desvestirme y acostarme a su lado.
La había llamado toda la tarde. Miré el teléfono antes de dormir: tenía un mensaje de ella: “Ya estoy en casa”. Me cubrí hasta los hombros, dispuesto a dormir. No conseguía conciliar el sueño. Intenté abrazarla y ella, cariñosamente, se dio la vuelta, me besó y me preguntó qué me pasaba. Mentí y la besé de nuevo. Noté que dormía sin pijama.
Cuando me desperté, ya no estaba. Tenía una nota en la que me indicaba que tenía que ir a La Oficina a contestar unos derechos de petición. El gato saltó a mi pecho y recordé todo lo que había pasado, lo que había estado pasando. Desde hace meses, Paloma había cambiado.
En la tarde llegó con dos de sus amigas. Me pareció extraño, pues, pese a que la casa era acogedora, Paloma nunca había invitado a nadie de su círculo a nuestra casa. Eran la pequeña fea morena y Alicia, a quien, por accidente, le había visto los pechos en su casa en días pasados. Mi impresión de ese día había cambiado radicalmente mi forma de verla. Las saludé y, luego de decirles que estaban en su casa, entré en el estudio. Fingí leer. Agobiado por los acontecimientos, comencé a buscar en la biblioteca sin saber qué, y encontré la agenda que le había regalado el año pasado de cumpleaños, cuando aún éramos amigos. No resistí. En alguna página de julio estaba anotado: “Terminé con Carolina”. Inmediatamente vino a mí la verdad. La entendí. Supe que no solamente existía el enano. Escapé y me encontré de nuevo con el aire tóxico de la ciudad: ruido, vendedores ambulantes, gente pululando en cualquier frente.
Franco intentó decírmelo en varias ocasiones. Ella quería que fuera a La Oficina y que viera a Paloma con el enano. Por lo menos estaba comenzando a entender.
Era casi medianoche y no llegaba. Apagué la luz e intenté dormir. Al momento, escuché la puerta. Ella entró directamente al cuarto, dejó la mochila en el suelo y se desvistió. Luego tomó unos cucos limpios del cajón y se metió a la cama.
Decidido a enfrentar la situación, volví a casa y la esperé, como siempre, en una vigilia angustiante. Bajé al portón a fumar. Temblaba. Ella me había dicho que tardaría, por mucho, diez minutos, pero regresó pasada la hora. Cuando entró, yo estaba preparando la cena. Me saludó de beso en la mejilla y noté un abrumador tufo a vino.
—¿Estabas tomando? —le pregunté.
Lo negó, pero su lengua estaba morada y sus sentidos, adormecidos. Apreté el vientre. Ella estaba sentada al otro lado de la barra de la cocina y entonces le pregunté:
—Ya no más, Paloma. Dime, ¿quién es?
—Se llama Ricardo —espetó.
—¿El de la foto en el juzgado? —contesté yo.
—Ese —me dijo.
Hubiera preferido una mentira. Comió y me dijo que iba a salir, que quería arreglar las cosas con Ricardo y concluir el episodio. Yo le dije que estaba de acuerdo.
La acompañé hasta el cajero a retirar dinero y luego nos separamos. Quizá debí seguirla, pero fui a buscar un pêché. Mientras lo fumaba, el circo de la Séptima bullía y corría.
Supongo que guardaba la esperanza. Quería que la situación terminara, pero Paloma siguió perdida, sin contestar mis llamadas y llegando tarde a casa. Llamé a mi papá y le pregunté si podía quedarme en su casa. Luego de decirme que sí, me comuniqué con mi hermano y pude contarle todo sin faltar a detalle.
Llevaba dos noches en la casa de mi papá cuando Paloma me invitó a almorzar a mi casa. Me dijo que ella dejaría todo en orden, que quería estar conmigo, que me amaba. A todo dije que sí. Yo quería estar con ella. Sin embargo, la situación no cambió.
Una semana más tarde, Paloma me dijo que mis cosas estaban listas, como habíamos acordado, que ya podía pasar por ellas. El meticuloso orden en el que encontré las cosas me asombró: listas para ser empacadas. Comencé la tarea cuando Ana entró al cuarto. Aunque era la primera vez que la veía, la reconocí de inmediato: era baja, robusta y rubia. Su rostro guardaba un enorme parecido al de Paloma.
—Mi hermana no está —me dijo—, pero me pidió el favor de que te esperara mientras recogías tus cosas.
Con lágrimas en los ojos y la voz entrecortada, le agradecí y continué con mi tarea. Cuando me despedí, le dije que me disculpara por todo. Ella me miró dulcemente y me dijo que entendía.
Siempre supe que Paloma me amaba, pero no era el hombre que ella necesitaba. Yo carezco de muchas cosas. Me falta manipulación. De vuelta a la carrera Séptima, tomé una aromática y recorrí el triste circo: artesanías inútiles, copias baratas de pinturas hechas en acrílico, discos de larga duración convertidos en relojes de pared, máscaras, aviones hechos con latas de cerveza, churros fritos en aceite quemado, cantantes con pista, imitadores, almas perdidas, seres humanos cerrando capítulos… Solo gente que camina.