Gamla Stan mirado desde la isla del sur, como les gusta llamar a los suecos a mi barrio prestado en Estocolmo, es como una postal y parece parte de un sueño.
Resulta la metáfora adecuada para lo que siempre he tratado de hacer con mi vida: convertirla en un bello decorado y poblarla de actores. Estas islas tan peculiares han sido mi refugio elegido y protector en los últimos meses; parte de la periferia, centro del norte, lagos y mar muy frío, verde y viento, flores.
Estocolmo me parece la ciudad con ley, y a la vez una posible capital del horror con apariencia de escaparate plácido. Un manicomio perfecto amueblado en Ikea. La Suecia bicolor, la Suecia agridulce. La oscuridad y la tozuda luz del midsommar.
Los suecos témpano y los suecos comprometidos, que no se entienden sin la solidaridad con los chilenos, pero sin el apoyo sordo a los nazis. La perfección y la limpieza de este paisaje urbano me han facilitado cierta calma. También me ayuda mucho contemplar la aritmética exacta de cúpulas y colores, todo ordenado, aunque la trastienda pueda ser siniestra.
Aquí he venido a refugiarme, a descansar, a estudiar, a ensimismarme, a seguir viviendo. A mirar todo desde otro lugar. Porque, a veces, lo contrario de mirar es ver.
Hui, sin duda, de un cataclismo íntimo y pequeño, pero también de la crisis que asolaba mi país y que lo había convertido en un trasunto de mi tristeza y en un espacio inevitablemente claustrofóbico. Ese terrible 2008 ha sido un parteaguas, o así lo he sentido yo, para muchos: el año interminable del crack financiero en el que también se produjo el cataclismo de lo simbólico que nos amparaba a todos nosotros.
Se quebró el espejismo. Es una crisis miserable liderada por mentiras semánticas y etimológicas, eufemismos casi cómicos (ayuda financiera, crédito blando, cooperación europea, crecimiento negativo). El peor: rescate, y que en inglés no se dice rescue sino bailout. ¿Bailar?
Pues sí, resulta que bailamos, pero de miedo (real, físico, alimentario). También por eso me fui, por la cobardía de saberme privilegiada y entender que estaría entre las que pierden un poco pero no demasiado, que tendría que consolar y ayudar antes precariedades inmensas pero que se me acabarían las palabras.
En un momento en el que ya tenía muy pocas, porque llegaba a esta puta crisis en condiciones de inanición emocional grave. La gran contradicción es que cada vez me importan más las palabras y su plasticidad y a pesar de eso tuve que salir pitando. Cobarde y privilegiada, sí, salí pitando.
Aquel mediodía soleado de mayo decidí bajar del metro en Slussen para contemplar la vista imponente que siempre era un bálsamo y poder llegar caminando hasta mi casa. Ese paseo me hacía recordar la metáfora de Suecia como postal, que había configurado meses atrás y que seguía valiendo. Porque la postal era medicina, pero también era dolor: el recordatorio de todo lo que quedaba ya borroso en el pasado no muy lejano.
La constatación de que el paréntesis de mi vida sueca era también irreal. La caminata desde el metro hasta mi casa, en el extremo oeste de Södermalm, era de unos veinte minutos y resultaba deliciosa ahora que empezaba a cuajar la primavera. También en eso me había mimetizado con mis vecinos, disfrutaba el sol y la luz con sensualidad patológica y obsesiva.
Vista aerea del casco antiguo (gamla stan), 2015, Estocolmo, Suecia.
Aunque iba ensimismada, la reconocí enseguida. Estaba en el portal de mi casa, quieta y firme. Mirándome fijamente. Aunque nunca la había visto en persona, la conocía perfectamente porque sus fotos aparecían con cierta regularidad en los suplementos literarios y también me había cansado de mirarlas al devorar sus libros.
¿Qué hacía en la puerta de mi prestada casa sueca mi escritora colombiana favorita (podría decir más que favorita, fundamental)? Mil cosas pasaron en esos segundos por mi cabeza y, sobre todas ellas, claro, la fantasía de que venía, efectivamente, a por mí. Esos largos cincuenta metros los recorrí temblando. Y sí, cuando me saludó por mi nombre, con una extraña mezcla de dulzura y dolor en la expresión de sus ojos, me quedé perpleja.
Tratando de hacerme la graciosa, para descongestionar, empecé con un “¿Qué hace una poeta colombiana en Suecia? Los exiliados son chilenos, los estudiantes, peruanos, los profesores de salsa, cubanos”. Y ella no se anduvo con rodeos. “He venido a buscarte, a hablar contigo, a traerte esto”. Cuando miré el abultado sobre marrón lo entendí todo o más bien me lo reconocí todo. Y sentí pánico. Las imágenes aparecieron atropelladamente desde el fondo de la memoria, donde vegetaban anestesiadas por el tiempo y la lejanía.
Olvidar y no olvidar que amé a un hombre, de eso se trataba, y con esa contradicción peleaba yo desde hacía muchos meses. La poeta y su paquete rebosante me enfrentaban de golpe contra el muro de hormigón del olvido impostado y falso.
La poeta era bella, pero a la vez su rostro transmitía dureza. Con esa extraña mezcla de las colombianas de izquierda (he conocido a algunas), que militan en el Polo Democrático y han pateado las calles violentas, pero también arrastran un poso burgués que las hace parecer siempre impecables y aristocráticas. Hay una extraña valentía que nace de las contradicciones entre clase y militancia y del desgarro de esa vida difícil de vivir en la que la poesía es siempre vía de escape y sanación. Intuía todo eso como lectora porque la había leído de cabo a rabo pero también había algo extraño: desde el principio sus textos me habían conmovido de manera desasosegante (o extraordinaria), como si ella y yo nos conociéramos o un hilo invisible nos uniera.
Había algo inusual en mi relación lectora con su obra que quizás yo había sobredimensionado o sublimado todavía más cuando él me regaló aquella novela para que según dijo, “lo entendiera”.
Así que allí estábamos, las dos (o quizá los tres), unidas por esos hilos poderosos y secretos, difíciles de entender, creo yo, pero a la vez irrenunciables. Sin duda, sólo alguien como ella, con aquella impetuosa genialidad que yo ya empezaba a ver de carne y hueso, podía bordear la locura y también la perfección constantemente. Sólo alguien como ella podía volar de Bogotá a Estocolmo para entregar aquel sobre misterioso a una desconocida.