Me preparaba a encender la computadora para iniciar una video llamada por Zoom con dos amigos; uno, en México y, el otro, en Estocolmo. De nuevo, estaba asombrado con la tecnología, que permite una comunicación instantánea e interactiva, alrededor del planeta, con imagen a todo color y sonido desde la casa de cada uno. Una conversación virtual.

Cuando yo era niño, llegaron las primeras televisiones y me acuerdo de esas primeras pantallas donde aparecían, en una caja en la sala de mi casa, al igual que en el cine, gentes en dos dimensiones dando noticias, actuando, hablando, cautivando la atención de una audiencia con la cual no podían interactuar. Ahora con el Zoom, y otras tecnologías similares, uno puede hablar con esas imágenes como si estuviera la gente al frente.

A la maravilla de la televisión, le seguirían otras tecnologías de intercambio de información surgidas a fines del siglo XX, como las computadoras personales, la Internet y la telefonía celular. Hoy, casi transcurrido el primer cuarto del siglo XXI, las nuevas generaciones dan esto por sentado, pero yo, que vengo de un mundo con reglas de cálculo, radios, bibliotecas, periódicos, llamadas de larga distancia y visitas presenciales a los amigos y familiares, no ceso de asombrarme ante estas tecnologías y de preguntarme qué significado tienen y tendrán, en términos del desarrollo de la civilización y la conciencia humana.

Mucho se ha escrito, sobre el impacto de la invención de la imprenta sobre el desarrollo humano, a consecuencia de la dispersión del conocimiento en el espacio y en el tiempo, y la mayor comunicación de ideas. Sin lugar a duda, pasar de libros escritos en caligrafía, controlados en acceso y amarrados, a la realización de publicaciones con numerosas copias, distribuibles a distintos lugares y producidos en plazos mucho menores, fue revolucionario. Luego vino la fotografía, la cinematografía, la industria de la grabación, la radio, la televisión y, finalmente, la industria de la aviación. Juntas crearon un mundo nuevo, «un mundo verdaderamente interconectado».

Los legendarios viajes de Marco Polo, los «descubrimientos» de otros continentes por los habitantes de Europa, ya no eran noticia ni historia, porque todos, potencialmente, podían descubrir al mundo ya fuese viajando o a través de imágenes y películas. Luego, con el lanzamiento de los satélites y los astronautas, se acabó de confirmar y consolidar una nueva visión; que somos una isla flotando en el espacio y que estamos todos en el mismo barco. A la vez, los avances en conocimientos científicos, sobre la atmósfera, el océano y la biología, revelaron que todos estos sistemas estaban interconectados y que no era posible dañar algunas partes, sin tener un impacto sobre las demás.

Después de dos guerras mundiales, parecería ser que las tribus dispersas, que las naciones-estado, comenzaban a percatarse de que la colaboración y la interacción eran el rumbo a seguir en esta aldea llamada Tierra, para asegurar una mejor calidad de vida, y la supervivencia. Y entonces llegó la Internet y la tecnología celular, y abarcó al mundo entero. Miles de millones de personas, casi la totalidad de los habitantes del planeta, estaban ahora conectados en redes sociales, con acceso a información instantánea, sobre casi todo, desde los versos de Machado hasta las dimensiones de un planeta o la edad de una persona famosa. La gente ahora podía comprar productos, desde sus teléfonos celulares, descargar libros para leer en la pantalla de sus teléfonos o computadoras, o conversar en video o en texto instantáneamente con uno o con muchos.

O sea, la comunicación llego a niveles impensables, digamos que, en los tiempos de Roma o en el periodo del Renacimiento y uno pensaría que los seres humanos estarían ahora más conscientes que nunca de la realidad de una sola vida, de un planeta-barco; de que estaba por llegar ese momento que profetizó Desmond Tutu: «un día nos vamos a despertar y a darnos cuenta de que todos somos familia». Sin embargo, lo que vemos en muchos países es, por el contrario, un recrudecimiento de la antítesis de las palabras de Tutu, en la prevalencia del «sálvese quien pueda». Notamos que, en un mundo interconectado, amenazado por pandemias y cambios medio ambientales globales, resurge el nacionalismo, la inconciencia, la desconfianza, y la prevalencia de políticos populistas que manipulan miedos y tribalismos, que abandonan los esquemas de cooperación internacional y queman los bosques del planeta, como Bolsonaro en Brasil, que ahondan en nacionalismos religiosos, como Modi en la India, o afirman la filosofía de nosotros primero, como Trump en los Estados Unidos.

Además, millones de gentes subscriben teorías conspiratorias, basadas en supersticiones o supremacías, se atrincheran con sus prejuicios, en posturas de combate, para atacar a los otros que ven como los culpables de cualquier crisis por la que estén atravesando y reniegan ver a una sola familia, a pesar de estar más interconectados que nunca en la historia de la humanidad.

¿Y qué es entonces la comunicación?

Yo la pienso como el intercambio de información entre dos o más puntos separados. Esta transmisión requiere una señal o emisión de energía y una recepción de esta energía. Ahora bien, el objetivo se logra cuando la emisión y la recepción se unen en un campo de reconocimiento o respuesta y reaccionan o vibran de acuerdo con la información transmitida. La comunicación es exitosa, si ambos puntos perciben la energía transmitida y reaccionan en concordancia. El rechazo de la información por el receptor implica que no se estableció comunicación, a pesar de que hubo una transmisión.

Para una comunicación exitosa se requieren: instrumentos de emisión de señal, antenas para la recepción e instrumentos de interpretación adecuados para lograr una resonancia. Por ejemplo, en la comunicación verbal entre humanos, si alguien le habla en chino al que solo habla español, no hay comunicación. O en la comunicación emocional, si alguien quiere compenetrarse con otra persona, pero la otra interpone barreras emocionales, no hay comunicación.

Esto me recuerda una historia que escuché en la India hace varios años. Un maestro espiritual preguntó a sus discípulos por qué cuando dos personas se pelean se gritan, aunque estén muy cerca y frente a frente; les contestó que, aunque físicamente están cerca, sus corazones están distantes, mientras que cuando dos personas se aman, se susurran entre sí y en los momentos más sublimes del amor, no tienen que hablarse, tan solo se miran, porque sus corazones están muy cerca.

Para mí, la comunicación es el descubrimiento del continuo, en medio de la dispersión, una especie de intento de reconocer la esencia común de la existencia. O sea, que la coalescencia de las partículas subatómicas en casas-átomo, la atracción de lo negativo por lo positivo, y todas la subsiguientes interacciones, fisicoquímicas y biológicas, responden a un imperativo cosmológico de búsqueda de unicidad, de una resonancia de ser. En paralelo, con este proceso de reconocimiento de puntos separados, se va desarrollando una mayor sensibilidad frente al entorno a través de sistemas y estructuras, una mayor conciencia de sí, hasta llegar a la forma humana, donde los puntos se dan cuenta de que se dan cuenta.

Pero paradójicamente, a partir de ese momento, esta búsqueda del continuo se hace aún más complicada, porque los puntos con la conciencia de sí autodefinen su identidad y crean mundos separados, los cuales, instintivamente, defienden; se identifican con sus congéneres inmediatos en familias, grupos, tribus y eventualmente razas y naciones. Nos da trabajo entender el continuo del ser y, aunque hoy intercambiamos información en volúmenes nunca vistos, muchas veces no nos comunicamos nada. Nuestros corazones siguen distantes, y fallamos en reconocernos como una sola familia; nos aferramos a los miedos y al instinto del sálvese quien pueda.

Los seres humanos nos comunicamos tanto intelectual como emocionalmente, pero, aunque ambos ámbitos están estrechamente vinculados, la parte emocional, donde albergamos creencias, prejuicios, sentimientos profundos y miedos instintivos, tiende a controlar la recepción de las señales y puede rechazarlas, a pesar de todo razonamiento o, por otro lado, dar la bienvenida, sin razón alguna, a información pertinente con ese ímpetu de reconocer el continuo, el ser en el otro.

Ese ímpetu de pertenecer, de encontrar el continuo en la dispersión, de sentir el fluir de la existencia en sus infinitas manifestaciones en el universo es lo que yo pienso que ha sido llamado amor por la gente más sensible; por aquellos que llamamos maestros, santos, místicos, que de alguna manera han comprendido que la resonancia con esa existencia misteriosa que compartimos al vivir, de la cual nos percatamos al darnos cuenta de que podemos darnos cuenta, es el objetivo de la vida. El amor, decía un maestro espiritual de la India, es la expresión de la unicidad en el mundo de la dualidad.

Por eso, los flujos vertiginosos y superabundantes de información a través de las redes sociales, la tecnología celular, la Internet, no garantizan la comunicación, porque la comunicación es una resonancia existencial en donde, en distintos grados, se siente al otro como a uno mismo; la aceptación del continuo en todos y el hecho de que todos somos familia. La información, los datos, las palabras se transfieren, reverberan, se incorporan superficialmente a la mente, pero en sí mismas no son suficientes para penetrar esa barrera instintiva que no nos deja aceptar al otro.

Esa barrera, estos corazones distantes, solo se comunican cuando bajamos la guardia, cuando reconocemos la fuerza del amor, en el silencio interno de cada uno y abrazamos al otro sin reserva, con compasión, con empatía. Si dos están frente a frente, incluso en persona, y no abren esa compuerta, no se comunican, aunque sean matrimonio, pero si dos están a miles de kilómetros, mirándose en una pantalla de un celular y sienten en su fuero interno su ser conectado por el amor, se comunican. Por eso a pesar de nuestro conocimiento racional, difundido hoy más que nunca, de que estamos en el mismo barco, en vez de ver un movimiento hacia la colaboración y la unión de esfuerzos, vemos desatándose las fuerzas del sálvese quien pueda, porque muchos aún persisten en mantener esas barreras del uno con el otro.

Sin embargo, pienso que hay muchos otros que están despertando, percatándose a un nivel interno, de esa unidad del ser, de que todos somos familia, de ese continuo.

En una tumba que visité en la India, había una frase en un cartelito que decía: «Las cosas que son reales siempre se dan y se reciben en silencio». Pensé entonces, en la resonancia, en el amor, como cuando uno se entrega en un abrazo profundo.