Otra vez septiembre y acuden Kalita y Lúa;
Bien llegado desorden,
ellas son nuestro doméstico árbol de la vida.
Septiembre tiene días soleados.
que hacen madurar la esperanza.
Tiene un azul más intenso,
donde otoño cursa mensajes y concilia luces.
Al salir las niñas del colegio las esperé en la puerta como he hecho varios años, pues hoy es el primer día del nuevo curso.
Al verlas, tuve una extraña sensación, como si de repente hubieran crecido mucho, lo que me turbó, porque hacía dos días que las había visto.
A veces, mi memoria se cuelga como los ordenadores saturados y creo ver en Lúa el rostro de su madre, incluso me confundo al llamarla, aunque a mi hija, Emma, hace décadas que dejé ir de buscarla a la salida del colegio. También, con el pasar del tiempo, el colegio ha ido cambiando de nombre, por un proceso de desacralización, según creo: Virgen de Los Llanos, Los Llanos y, hasta ahora, La Ginesta.
Un poco más tarde, en la soledad de mi pensamiento, pienso que mi «incidente» con las niñas, pudo haber sido una especie de viaje en el tiempo, como ocurre en esas malas películas yanquis que inundan las plataformas.
El tiempo es algo ilusorio y este instante que evoco, ya es pretérito. El presente se devora a sí mismo y el pasado siempre vuelve, porque, aunque la digestión de los días es lenta, a veces regurgita y nos amarga la boca con cuestiones que sucedieron hace mucho.
Ayer, me llamaron de Peñaflor, una ciudad cerca de Santiago de Chile, para avisarme de que mi amigo Julio Gálvez había fallecido inesperadamente. Era el escritor que, tal vez, más sabía de Neruda, a quien le dedicó gran parte de su vida y de su obra.
Julio Gálvez Barraza (1949 - 2023), Chile.
A pesar de nuestras largas conversaciones sobre ese tema, irrumpe en mi memoria una siniestra parte oscura del poeta chileno, el abandono de su hija y las supuestas violaciones.
–¿Pablo, es eso cierto? ¿Pablo? ¿Qué pasó con Malva Marina, de tan bonito nombre? ¿Por qué te acusaron de violador, tantos años después de tu muerte?
Sin embargo, Pablo no dice nada desde hace mucho tiempo. Poeta: la muerte no redime, pero hablan tus versos.
Todavía no comprendo por qué se ha cruzado a destiempo Neruda en mi memoria. –¿Julio, es cierto lo de Pablo? ¿Julio, hay constancia de esas acusaciones o han sido urdidas por tantos enemigos como tuvo?
Pero mi amigo tampoco responde desde hace unos días.
Entonces, vuelvo a recordar la fragilidad de la vida, ya que llegará un día en que no estaré aquí, no oiré las voces de las niñas, ni me llegará el olor del hinojo en el camino hacia el colegio Josep Guinovart.
–¿Josep, te acuerdas cuando comentábamos lo que había crecido Castelldefels o qué poco interés hay por la cultura? ¿Lo recuerdas, Josep?
Pero, Guinovart tampoco habla va ya para doce años. Levantan la voz sus obras; su cromatismo tan cercano a la tierra, tan cerca de la vida.
¡Esta manía de interrogar a los muertos! ¿Será también una moda de Hollywood? Cuando llego al colegio, compruebo que en todos los puntos cardinales que mires hay mujeres: Rocío, Ruth, Aurora, Mónica, Olga, Cristina, Carme, Emma, Yolanda..., profesoras, educadoras y modelos de vida para las niñas. En sus espaldas, cual titán Atlas, se forman sociedades limpias.
De momento, esto es septiembre con sus mejores ropajes y un profundo, casi añil, tono azul. El calor da una tregua y estar a la puerta del colegio esperando, sin ruidos, entre pinos carrasco y piñoneros, es un pequeño milagro.
Llega el autobús 97, que viene de las estribaciones del Massís del Garraf y nos lleva a casa de l´avia, como dicen las niñas. En él, cada día, viaja la vida.
En el trayecto Lúa me ha preguntado qué había hoy para comer y le he contestado que no lo sabía. Pero en la cara de Kalita, que es mucho más callada que su hermana, me ha parecido ver un ligero mohín de contrariedad. Estamos en el autobús, que cada mediodía nos trae a la salida del colegio, para ir a comer con su àvia, que ya estará en los fogones, esperándonos.
Al llegar a casa, se quitan los zapatos, una costumbre que hemos adoptado de nuestra familia japonesa, se ponen surippas, se lavan las manos y se visten las batas de estar por casa. Entonces, sigilosamente, se dirigen a la cocina a darle un susto a su àvia, que finge que no las ha oído llegar.
Tras el sobresalto, pregunta Lúa:
–Ávia!, què hi ha de menjar? (¿Abuela, qué hay de comer?).
–Fideuà, carn de palito i un gelat –contesta María Ángeles. ¡Bieeen! Gritan alborozadas. Aplauden a la cocinera, saltan de alegría. L’àvia sonríe y vuelve a fingir que no se emociona.
Ocultas la risa,
penetras en el reino de las emociones.
El sol prende los fuegos de tu cocina;
tus manos acarician el alma,
en forma de guiso.