Nuestra tendencia espontánea en ciencia ha sido la de dividir lo existente en dos grandes categorías: lo natural y lo cultural: aquello en lo que no podemos participar y aquello a lo que podemos controlar. Esto a pesar de que muchas cosas «naturales» evidencian el efecto humano y a pesar de reconocer en lo humano la influencia de lo natural. Esta división suena a arbitraria y quizás lo sea, pero remite a algo que es cierto: que así vemos las cosas y eso es un hecho científico, pero esta eventual arbitrariedad asegura la supervivencia.

De modo que se puede inferir cierta correspondencia evolutivamente efectiva entre lo que es y lo que veo. Así podemos estar seguros de que se refleja alguna realidad, un conjunto de condiciones que existe de alguna forma y con la cual estamos acoplados. Pero esta afirmación tiene sus peros: no existe plena garantía de que nuestra respuesta no tenga secuelas ambientales imprevistas que se vuelvan sobre nosotros.

Cuando hablamos del acople entre nuestro devenir y el devenir del entorno hablamos de ecología. Lo que no podemos ver plenamente es de qué manera el entorno evoluciona respecto de nuestras acciones y de qué manera nuestras acciones se ven condicionadas por esas reacciones del entorno en un bucle inacabable. El conocimiento es un tipo de relación ecológica en los animales, pero lo que decimos es que esta relación genera información y esta generación genera, a su vez, orden en el sistema organismo/entorno.

Veamos, por ejemplo, este par de secuencias numéricas y comparémoslas tratando de ver cuál es la más ordenada:

141592653

y

123456789

Es seguro que la mayoría contestará que la secuencia de arriba está más ordenada que la de abajo, sin embargo, el hecho que el 3 esté ubicado entre el 2 y el 4 es algo convencional, una secuencia tan probable como cualquier otra secuencia aleatoria de dígitos, sólo que hemos decidido -por convención- que el 3 esté entre el 2 y el 4 cuando recitamos los números por posición (a diferencia de las cifras romanas que se construían por cantidad y que por eso no tenían lugar para el cero). De hecho, 3 naranjas son menos que 4 naranjas pero el 3 no es menor que el 4. Si invirtiese el 3 por el 4 en la secuencia, al tratarse de una secuencia numérica posicional, las cuentas darían los mismos resultados, sólo que estarían cambiadas unas cifras por otras: la clave es su posición. Pero por el otro lado, si entendemos que la secuencia de la izquierda incluye los primeros nueve decimales del número Pi, veremos que la secuencia de la izquierda está, decididamente, más ordenada... pero para verla así hay que conocer la secuencia. El conocimiento genera orden. Los valores de Pi no cambiarán con conocimiento o sin él, pero con él -con la relación ecológica del conocimiento-, la información en el sistema secuencia/observador habrá sido generada y el orden, aumentado.

Otro ejemplo. En 1347, los mongoles de la Horda de Oro, entablaron el asedio de un centro comercial amurallado genovés sobre la costa de Crimea. Al poco tiempo del sitio, los mongoles empezaron a enfermar y morir a causa de una enfermedad muy contagiosa. Pero lejos de amilanarse, empezaron a catapultar los cadáveres por encima de los muros del puesto sitiado. Los genoveses sabían que los mongoles estaban muriendo y se creyeron a salvo por ser cristianos, pero pronto comenzaron ellos mismos a enfermar y a morir y tuvieron que evacuar el sitio. Así llegaron a la costa de Mesina, sobre Sicilia. Los marinos venían con moribundos y relatos de los muertos arrojados a las aguas durante el viaje. Al ver que el ser cristiano no era condición suficiente para salvarse se decidió echarle la culpa a los numerosos comerciantes judíos apostados en la ruta de la seda y, por el sólo hecho de no ser cristianos, fueron expulsados. El resultado fue que, con ese conocimiento deficiente, el remedio de dispersar judíos por Europa aceleró lo que se llamaría luego peste bubónica, acabando con millones de personas por toda Europa.

Un tercer y último ejemplo de cómo el conocimiento condiciona la apreciación de lo «real».

En su momento se lo conoció como el caso de las palomas supersticiosas. Se desplegaba una cortina y una paloma se dirigía a su alimento, pongamos por caso, «zapateando» con una pata tras cada paso; otra picando el suelo entre paso y paso; otra giraba sobre sí misma, como bailando, y así sucesivamente. ¿Cómo se lograba ese efecto en la conducta de los animales? Pues manipulando su relación ecológica de conocimiento. El animal conocía que pasados 10 segundos de cierta señal, caía alimento tras abrirse una trampilla. Cuando la paloma «le tomaba el ritmo» a la caída de comida, se dilataba el lapso entre la señal y la apertura de la trampilla. Se esperaba a que el animal desarrollara cierta pauta de conducta identificable y entonces se abría la trampilla. De esta forma, la paloma «asociaba» un tramo significativo de conducta -como el «zapatear» o girar, etc.-, con la obtención del alimento, cuando, naturalmente, no había relación causal alguna. El animal pasaba a «creer» que fue su conducta la que producía el «milagro» de la comida. No tenía forma de «saber» que alguien desde el contexto relacionaba arbitrariamente ambos acontecimientos. Ahora bien. Nosotros podemos caer en esa «necesidad» tranquilizadora, por ejemplo, de tocar un trozo de madera para la buena suerte o caer en la necesidad de la religión. ¿Hasta qué punto nos alejamos de la estructura cognitiva de las «palomas supersticiosas»? No podemos saberlo: por un lado es cuestión de fe, por otro lado sólo hay datos inevitablemente insuficientes que ponen en jaque nuestros trebejos del conocimiento. Es que en el seno de nuestra relación con la Naturaleza hay un punto ciego, un centro misterioso, esquivo a la percepción y al entendimiento que nos debería llamar a la prudencia y que exige un esfuerzo estético para no desentonar éticamente con el entorno.

La realidad se construye, entonces, desde una ecología del conocimiento cuya falta de confiabilidad aplica tanto a humanos como a los animales sin autoconsciencia. ¿Dónde está la realidad? ¿Está en algún lugar? ¿Tiene sentido hablar de lo real como de algo que nos rodea con el nombre de «entorno»? ¿Existe algún abismo insalvable entre lo humano y lo natural? La pregunta es válida en tanto que esa realidad que sentimos en parte ajena y esencialmente muda, sólo aparece orgánica y definida en el discurso de portavoces autorizados con el estandarte de antiguas y nuevas ciencias. Sin embargo, estos portavoces, que desafiaron el misterio extraviado en bosques y mares, en el vasto espacio o en los vericuetos subatómicos, parecen participar de la robusta trascendencia de leyes de la materia y de la vida, pero que, en verdad, nosotros elaboramos desde lo humano... Pero ahora el resultado nos deja perplejos: ¿generamos una realidad acorde con lo existente? Eso suponiendo que haya cosas que existan en tanto que «cosas». Nuestros medios de generación de conocimiento son a su vez conocidos por esos mismos medios y les cabe la mismas incertidumbres y probabilidades de error de los ejemplos iniciales. Por eso sentenciaba Gregory Bateson: «Podemos conocer lo conocido pero no el conocimiento». Es que él no es seguro vehículo cuando nos disponemos como observadores observados, engendrados por una realidad que es también nuestra... realidad a la que no sabemos muy bien de qué lado ponerla: si del lado de la Cultura o de la Naturaleza. Si la Naturaleza crece y se desarrolla desafiando nuestro conocimiento y a la vez decimos que la Naturaleza es un constructo cultural, debemos colegir que la cultura se construye desde materiales autoprovistos, generados por codificación o traducción, nacida de la misma relación ecológica del conocimiento, relación que exhibe al entorno como independiente de nuestras intenciones y que nos deja desamparados ante toda certeza... sumidos en un secreto que nos hace sus partícipes pero que también nos atrapa como su víctima predilecta.

Hoy, el término «Naturaleza» tiene más connotaciones ideológicas que científicas: ya no es un sitio de exploradores, safaris o tarzanes. Hoy se habla de un entorno igualmente antropocéntrico... pero lo peor es que, a su vez, este término borra progresivamente a la Naturaleza de nuestras mentes. La exploración, el safari (del suajili, «viaje») y los hombres-mono todavía respondían a esa magia interna que florecía, misteriosa, en nosotros como «lo natural», entre caminos, laberintos y naufragios: las tres grandes metáforas del Hombre. La aparición del «entorno» nos introdujo en el ámbito del conocimiento por el conocimiento y con él, al del poder por el poder. Y el poder -a no dudarlo- trajo consigo una peligrosa plaga de fealdad... y tal vez, también de ridiculez. Una ridiculez nacida del conocimiento injustificadamente autosatisfecho... de esas pequeñas ignorancias que nos acechan y nos dejan mal parados, mientras -y quizás ante la vista avergonzada de algún dios- nos estamos moviendo en la jaula de nuestra mente entre caprichosas e ingenuas contorsiones de meros «antropoides supersticiosos», mientras declamamos al cosmos: «Estamos hacemos ciencia...».