La mente se va desvaneciendo. Quizás con alegría, o melancolía, pero se va desvaneciendo. Consciente de tantos momentos almacenados en misteriosos aposentos, en intrincados laberintos de neuronas, o tal vez en sedimentos inmateriales en ningún sitio. Espejismos, que nacen como el polvo revolcado por el viento y se asocian con emociones y sentimientos, que ahora están amortiguados, pero aun así son capaces de agitarnos adentro.

La angustia de relaciones cuyas presencias ya son idas, pero que todavía mueven entrañas y tensan músculos, conmueven el corazón y embelesan la mente. Nos asomamos hoy al pasado desde ventanas imaginarias y distraemos del entorno que nos rodea en este nuestro presente. Aquí, ahora, desde donde definimos, escapamos, juzgamos, anhelamos, exploramos e interpretamos esta existencia.

El cuerpo, que contiene esta mente, también se va desvaneciendo. Las extremidades van perdiendo agilidad de movimiento, los sentidos agudeza, y toda clase de achaques y dolamas nos aquejan en esas partes herrumbrosas de contacto y fricción, que antes eran tan maleables y gráciles en su movimiento.

Y todo esto en medio de esta interminable conversación con uno mismo. Con el ser, con lo que uno cree que es, con el sujeto de esta vida que gira a nuestro alrededor, donde somos principal actor y principal audiencia. A veces debatiendo a solas con gran intensidad y otras riéndonos de nosotros mismos por estar presos en esta situación. En la mayoría de las ocasiones le echamos la culpa a las circunstancias, o a alguien cercano o remoto, por cualquier falla, dolor o frustración que se nos atraviese en el camino. Pero algunas veces nos ubicamos filosóficamente allá adentro y preguntamos el por qué, y en ocasiones especiales o nos quedamos asombrados ante la maravilla de existir y se esfuman nuestras quejas y congojas.

Es en esos tiempos de reflexión, donde sucumbimos como gota de rocío sobre un pétalo de rosa, y nos disolvemos de alguna manera, embriagados por la belleza, la compasión y el amor que constituyen una sola canción de todo. Canción que nos arrulla y nos hace saber, sin tiempo, que no sabemos nada, que solamente somos.

Por eso hoy, ayer y muy posiblemente mañana, tengo esperanzas y sospecho que volveré a incursionar en estos puntos inmateriales de la memoria, la angustia y la revelación, ya sea en este carapacho o en otro, a esperar, esa inminente disolución.

Porque pienso que el propósito de estos contenedores de formas mentales y corpóreas es el mismo de las barricas donde se añeja el vino, servir de andamiaje a un proceso de desenvolvimiento. Y que la antigua reserva añejada contiene esa esencia que yace más allá del tiempo. Que el vino es el producto de todas las historias y cuentos de hadas que acumulamos en las barricas mientras añejamos la conciencia de la conciencia.

A lo lejos, escucho una melodía filtrándose en el escenario del universo, y cuando cierro mis ojos tratando de fundirme con esta música, amanecen hemisferios como los de la Tierra, en una esplendorosa escena de alba, y un océano de luz dorada, se vislumbra entre los párpados, en horizontes que parecen no tener fin. Allí veo, deslizándose en olas invisibles, palabras que surgen como peces, partiendo sigilosamente las aguas, vestidas de pensamientos efímeros, sopladas por brisas de sentimientos indefinidos, residuos de vendavales de huracanes de pasión, o emergiendo de afloramientos de aguas profundas movidas a raíz de cataclismos ignotos.

Y sucumbo entonces, a una tristeza dichosa que lo abarca todo. Es la hija y la amada del Amor.