La nieve cae de las rosas,
pero la del alma queda,
y la garra de los años
hace un sudario con ellas.

(«Canción otoñal», 1918, Federico García Lorca)

—Eres tan bonita que ojalá nunca pises un hospital.

Miguel fuma mucho. Uno tras otro, como si cada cigarro que se termina le pudiera devolver un poco de tiempo. Apenas corre una semana de que empezamos a hablar por mensaje. Tiene veintitrés años y la mayor parte del cuerpo quemado. Se le marcan ojeras pesadas alrededor de los ojos e, incluso cuando sonríe, se escapa algo de polvo de su mirada. Está solo en su cuarto y tiene la cámara encendida para la videollamada. Dejó la ventana abierta para que el humo se salga. Tal vez también las palabras.

Las veces que habíamos hablado antes no me di cuenta de sus cicatrices: a distancia esos detalles tienden a disiparse. Ahora me cuenta de su accidente como excusándose de lo que le pasó. Es como si se hubiese aprendido un monólogo después de tantos años de repetírselo a la gente que no conoce. Mira, la descarga me entró por aquí y salió por acá. Fueron tantos volteos en tantos segundos. Algo instantáneo. Y pues sí, no pudo haber sido de ninguna otra manera.

Me cuesta trabajo contestarle algo —lo que sea— cuando se detiene para procesar lo que está diciendo. Parece no importarle que las cenizas del cigarro caigan al suelo. La imagen sobre la pantalla de mi computadora no me deja ver en dónde las deposita, tampoco. Después de una pausa, continúa: ha tenido que interrumpir sus estudios varias veces en su vida para perseguir otros objetivos. Primero, en la prepa. Quería ser actor y le estaba yendo bien haciendo comerciales. Luego, antes de entrar a la universidad. Pasó el examen de la Autónoma para profesionalizarse en el oficio. Su baraja traía otras cartas.

Una noche después de la graduación, se juntó con unos amigos suyos para festejar que ya habían terminado la escuela. Eran pocos en el departamento. Según dice, a lo mucho quince. Estaban tomando. Ya adentrados en el asunto, salió al balcón con la que era su novia en ese momento para platicar. No sé de qué (no me dice). Ahí recibió una descarga de un cable pelado del alumbrado público. Ambulancias, angustias, atenciones médicas impagables. Luego, meses de recuperación. Lo escucho en silencio mientras la lengua se le deshilvana con la historia.

Parece que tiene muy bien orquestado el recuento de los hechos. Es que siento que si te digo los números no me vas a entender, dice. No tiene caso. Luego quiere quebrar la tensión del momento riéndose del asunto. Yo sigo sin poder responderle nada. Entonces, me cuenta que estudia algo así como letras inglesas y que, aunque domina el idioma, tiene miedo de sus exámenes de gramática. Para ese momento, me cuesta trabajo seguir el hilo de la conversación. Colgamos a la media hora.

Desde ese día, no hemos vuelto a hablar.

Me quedó una película de polvo sobre el rostro.