No hace mucho tiempo, en un lugar del continente africano de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía un conductor de locomotoras llamado Bongani.
Ya próximo a su edad de retiro (estaba contando el corto tiempo que faltaba para pasar a ser un jubilado), hacía sus últimos viajes con una alegría desbordante.
Su padre también había sido maquinista y le hablaba de los momentos dorados del ferrocarril en África.
Bongani, que había entrado en ese mundo desde muy joven, fue testigo de cómo (salvo contadas excepciones) lentamente los trenes fueron decayendo en su calidad. Eso tenía causas bien precisas: los responsables directos de su mantenimiento habían ido despreocupándose paulatinamente del asunto, priorizando el transporte automotor.
En el momento en que sucedió la historia que hemos de relatar, la red ferroviaria estaba muy descuidada.
Bongani conocía todos los secretos de la conducción de una locomotora. Había recibido innumerables cursos, algunos de ellos en Europa, pero fundamentalmente contaba con horas y horas de práctica.
Miles de horas en las ya largas décadas dedicadas a esa tarea lo habían tornado un experto en la materia, quizá como pocos. Con solo poner en marcha el motor, conocía el estado de la máquina y detectaba posibles defectos. Era sumamente intuitivo.
Las autoridades ferroviarias, sabiendo de su próximo retiro, ese último tiempo lo habían premiado (si así puede decirse), asignándole una locomotora fija con un trayecto único que repetía tres veces por semana, entre las ciudades de M. y F.
Eso era algo aburrido, pero también tenía sus encantos: conocía ese trayecto de memoria, y no le exigía ningún esfuerzo especial. Además, pasaba cerca de las cataratas de Z., que podían verse muy bien desde el tren. Aunque las había observado miles de veces, nunca dejaba de encantarle apreciarlas una vez más.
De todos modos, estaba muy preocupado. La máquina asignada era vieja, bastante destartalada, y recibía un muy precario mantenimiento, casi ninguno. Bongani había hecho saber eso varias veces a los responsables correspondientes, sabiendo que se estaba ante un peligro potencial, pero nunca fue tenido seriamente en cuenta. Las respuestas recibidas eran evasivas.
Él sabía que se estaba jugando con fuego. Y quien juega con fuego, puede terminar quemándose.
El tren que ahora manejaba llevaba algo de carga, pero esencialmente llevaba pasajeros: un total de 28 vagones cargados de gente.
Él nunca lo decía, pero prefería llevar carga y no personas. Si había un accidente (nunca había tenido ninguno en su largo historial) era preferible perder mercaderías y no vidas humanas. Lo cierto es que había empezado a sentir algo de miedo en sus últimos viajes: los frenos del tren no estaban respondiendo como debían.
Lo informó con mucha sensatez a las autoridades, incluso con vehemencia, pero siempre con nula respuesta. En realidad, dar respuestas por parte de la dirección implicaba hacer mover a un pesado y parsimonioso aparato burocrático, que prefería la holganza a tomar en serio las advertencias.
Bongani había pensado que, de no tener reacciones, buscaría la manera de ya no conducir más y pedir que se adelante su retiro. Pero faltando tan poco, tal vez unos pocos viajes más, nunca se decidió a hacerlo.
Su hermano, Jabulani, de quien se decía que tenía dotes adivinatorias, le había dicho que mejor desistiera de seguir manejando y se retirara ya, pues avizoraba algo muy grave en el futuro inmediato.
Bongani, quien no creía una palabra en estas artes ocultas, rió simpáticamente ante el decir de su hermano, y siguió su vida normal sin preocuparse en lo más mínimo por la presunta premonición.
Un miércoles de marzo, llegando a la ciudad de F., Bongani se sintió mal. Un mareo fuerte lo asustó. Eso era muy raro en él, que jamás se quejaba de dolores, y mucho menos pedía dejar de trabajar por un malestar físico.
Sin embargo, esta vez el mareo pudo más que su inquebrantable voluntad y su entrega para el trabajo. Arribando a la estación, se dirigió rápidamente a la enfermería y, sin pensarlo dos veces, pidió no seguir conduciendo en el regreso hacia M.
Tomó a su cargo el tren el joven Imamu, otro conductor que también habido sido preparado en parte por Bongani.
El muchacho, casi de la mitad de edad de Bongani, era muy capaz. El viejo maquinista veía en él un futuro radiante. Había sido el mejor discípulo que había tenido como instructor de nuevo personal.
Imamu era de esas personas que jamás dicen que no, que siempre están dispuestas a hacer un favor y hacer más de lo que el reglamento pide, continuamente con una sonrisa en los labios. Por ese motivo era muy querido y respetado por todos sus compañeros.
Bongani se puso contento al saber que sería el joven quien lo reemplazaría, pero se lamentó de no haberle podido contar acerca del estado de la locomotora por estar en la enfermería, todavía en observación, para que tomara sus recaudos: los frenos estaban fallando.
Ese día se habían agregado tres vagones más con pasajeros.
Cuando Imamu tomó a su cargo el convoy, no pudo verificar el estado mecánico. Subir a la locomotora y emprender el regreso hacia M. fue casi instantáneo.
Pero a poco de andar notó ruidos extraños, ruidos que no deberían aparecer. Por la falta de un mantenimiento debido, ningún control del tablero de mandos indicó el problema en los frenos. La locomotora era ya una pieza de museo; solo la buena voluntad y la larga experiencia de Bongani la lograban hacer andar.
El tren alcanzó toda su velocidad en el trayecto, velocidad que no era en realidad tanta si se la comparaba con trenes más modernos, pero suficiente para presentar serios problemas al momento de frenar.
Imamu percibió un problema, pero nunca imaginó que fuera de tal magnitud.
Cuando llegó a la estación terminal de M. a toda la velocidad y sin poder aminorarla, los frenos fallaron totalmente. No era que frenaban a medias, en forma precaria, sino que no frenaron en absoluto.
Sobrevino entonces la catástrofe.
Al no poder detenerse, el tren terminó estrellándose contra las defensas de la estación. Los muertos fueron más de 80 y los heridos se contaron por cientos. Las ambulancias no daban abasto, y el clamor popular rápidamente pidió explicaciones y rendición de cuentas.
¿Por qué había pasado esto? ¿Habría sido posible evitarlo? ¿Quién o quiénes fueron los responsables?
La noticia fue impactante a nivel nacional. En un santiamén se hizo regional y luego continental.
La necesidad de identificar un causante llevó casi de inmediato a fabricar explicaciones. Lo más a la mano, al menos para las autoridades ferroviarias, fue poner el acento en el maquinista.
Imamu, que por fortuna resultó ileso (nadie podía entender cómo fue que se salvó si la locomotora fue la primera en recibir el impacto) y prácticamente no bebía, de buenas a primeras fue tachado de enfermo alcohólico. Hasta se tuvo el descaro de decir que entre los hierros retorcidos del tren se habían encontrado varios envases de cerveza que venía consumiendo en horas de servicio.
Imamu intentó reaccionar ante esas infames injusticias, pero no pudo. Se le detuvo y, esposado, fue conducido a la cárcel como principal sospechoso.
Eso no arreglaba absolutamente nada, pero sí satisfacía la demanda de la población que quería respuestas. Las autoridades, en vez de intentar ir más allá con las explicaciones para buscar solucionar situaciones similares a futuro, trataron de dar vuelta la página con la mayor premura. Si ya se había encontrado la causa de la desgracia, ¿para qué seguir hurgando?
En realidad, muy poca gente se quedó con esa presunta explicación, que más bien sonaba a cortina de humo. Era sabido, por todos los comentarios que circulaban popularmente, que la red vial estaba abandonada, que los trenes eran viejos y destartalados y que sobraban los problemas en la prestación de sus servicios. Incluso eso había dado lugar a numerosos chistes que presentaban lo calamitoso del asunto.
Explicar un desastre tan grande como el recién ocurrido por la borrachera de un maquinista no cuadraba, no convencía a nadie.
Los familiares de las víctimas, además de exigir un resarcimiento por la pérdida de sus seres queridos, comenzaron a exhibir su profundo malestar por la forma grosera en que estaban siendo tratados.
El clamor popular iba más allá de la respuesta que consideraban precaria. ¿Qué había pasado realmente? ¿Por qué nadie daba la cara con claridad y se dejaba de buscar ridículos chivos expiatorios?
La presión social comenzó a ser creciente. Fue tanta y a tal grado, que las autoridades debieron moverse para contenerla.
Los medios de comunicación privados, no tanto por un interés genuino en torno a una pertinente denuncia de las pésimas condiciones en que operaba el sistema ferroviario sino, más bien, porque magnificar en forma sensacionalista el asunto era buen negocio (subían las ventas, se podía cobrar más por los espacios publicitarios), hicieron del juicio que se estaba armando un gran y tumultuoso espectáculo. El amarillismo siempre es comercialmente favorable.
Como parte de toda esa parafernalia, Bongani terminó siendo un testigo clave. Por la televisión se le entrevistó varias veces, dando declaraciones técnicas sobre el estado de la red ferroviaria.
Él no ahorró palabras para dejar claro lo mal que se estaba en ese sentido. Más aún, se permitió decir que, en reiteradas ocasiones, había presentado quejas y propuestas de solución a las respectivas autoridades, las cuales nunca fueron tomadas en cuenta.
La forma en que presentaba los hechos le creó cierta popularidad entre la población. Su palabra sonaba muy verídica, muy honesta. Sin buscarlo, se convirtió en una suerte de héroe nacional, acusador de injusticias y defensor de la vida.
Todo apuntaba a que sería de suma importancia lo que Bongani pudiese decir en el juicio, ayudando con ello a limpiar la figura de Imamu, quien había ido quedando como el “malvado de la película”, al menos según lo que querían las autoridades, y para lo que habían contribuido generosamente los medios de comunicación.
Dos días antes del juicio, Bongani fue asesinado de seis balazos saliendo de su casa.
El crimen, que en un primer momento conmocionó a la opinión pública, fue rápidamente convertido en un presunto “hecho pasional” por la parafernalia mediática. De buenas a primeras apareció una mujer diciendo que era casada, pero al mismo tiempo amante del maquinista. En definitiva, todo había sido una cuestión de celos.
Jabulani, el hermano del asesinado, ya lo había predicho. Junto al profundo pesar que le ocasionó la muerte de Bongani, también desarrolló una suerte de alegría, muy secretamente guardada: no había fallado en su predicción.
Así como apareció en los medios esa mujer y esa pretendida explicación, así de rápido salió de la cartelera todo el revuelo en torno al caso.
El juicio por el accidente, tal como estaba previsto, comenzó un par de días después del asesinato. Sin moverse un milímetro de su posición, pese a la protesta popular, los fiscales se mantuvieron firmes en presentar la dependencia alcohólica de Imamu como “causa” del accidente.
Para sorpresa de todo el mundo, aparecieron varios testigos que afirmaron haber visto ebrio al muchacho en más de una ocasión, incluso manejando locomotoras. Nadie podía creerlo, y el propio Imamu fue el primero en intentar protestar, pero no se lo permitieron.
El proceso se prolongó apenas una semana, y el joven ferrocarrilero fue declarado culpable. El montaje estuvo muy bien realizado, con una amplia cobertura mediática que intentó crear divisiones en la opinión pública. La sentencia, inusualmente dura para un caso así, fue de 30 años de prisión inconmutable, sin derecho a libertad condicional.
La indignación del público no se hizo esperar. Se sucedieron varias movilizaciones de protesta, y en la estación terminal de M. se produjo un terrible incendio que consumió varios vagones. Según pudo establecerse, fue intencionalmente provocado. Era un modo de expresar la cólera, contenida por años. Por siglos, podría decirse, porque en todos los puntos del África el malestar acumulado era histórico.
Este hecho puntual permitió una explosión de furia popular inimaginable.
El descontento fue mayúsculo, con una indignación creciente, porque tanto entre las autoridades ferroviarias como entre el personal de justicia que llevó adelante el juicio, no había ni un solo blanco. Era inaudito, indignante, inconcebible que negros trataran así a otros hermanos negros.
La protesta escaló en forma incontenible. Jabulani y su hijo, un joven de 18 años, dieron muerte al juez que dictó la sentencia también de seis balazos, en un crimen que tampoco nunca fue esclarecido.
Parece ser (esto se supo extraoficialmente con posterioridad) que las mismas autoridades prefirieron dejar las cosas así, y no iniciar ninguna investigación seria por esa muerte. Era, de algún modo, una compensación.
Tan grande y masiva fue la movilización que se sucedió después, que las autoridades federales debieron dar marcha atrás con la sentencia. Se decretó que había que anular ese juicio por vicios de procedimiento, y quedaba invalidada la condena.
Imamu no lo podía creer. Sabiendo que Jabulani, el hermano del desaparecido Bongani, tenía esas dotes adivinatorias, y siendo él mismo un ferviente creyente en ese tipo de cosas, lo buscó. Quería saber cómo seguiría esta historia.
El presunto adivino, realmente convencido de sus poderes mágicos, esbozó alguna respuesta. Su premonición fue terrible: Imamu moriría en un accidente ferroviario. Para evitarlo, el joven maquinista cambió drásticamente de oficio: ahora es pescador.
Pero toda la movilización popular ayudó a que sí, en efecto, se modificara a profundidad el servicio ferroviario.
Imamu, desde su modesta embarcación, sonríe satisfecho cuando recuerda todo eso.