Amaneció en sol como siempre, y se llenaron de luz las cosas. Se pusieron en marcha los motores de la vida, y se encendieron de nuevo los sueños en mis dedos. Revisé todas las palabras pronunciadas como proyectiles en andanadas de guerra, y medité sin detenerme sentado en los aposentos de allá adentro.

Así me inventé el mundo de nuevo, con todas sus dulzuras y amarguras. Y leí las noticias de sitios remotos en mí mismo. Observé mis abismos, mis volcanes, y todas las caricias atesoradas desde niño.

El zumbido de las máquinas amortiguaba los latidos de mi corazón que circulaba mi sangre, roja al derramarse, pero invisible cuando alimentaba pensamientos. Y cada espacio encantado que se asomaba, cada miedo agazapado como felino en acecho, cada deseo, aguardaba en las esquinas esperando a ser resuelto.

Este vivir. Este ahínco de ser cada día, de definirse, de encontrarse, este afán de olvidarse de uno mismo, esta vanidad de creer que uno sabe algo de esta nada. Y se enmadejan los hilos entre tantos colores, sabores, aromas, y texturas de opinión.

Y cada uno canta su canción, desde el ramaje en que se encuentre, su única y particular canción. Pero son ecos infinitos de una sola canción en concierto que rebotan contra las paredes de las formas definidas. Es la música perpetua de la vida. Esta tragicomedia de tantos que en realidad son expresión de un momento sereno de Silencio, de una existencia que se asoma a sí misma, para sonreír y ser plena.

Pero volvamos ahora a nuestros cabales, a seguir tejiendo este libreto tan particular desde estas ramas nuestras. Anunciando la primavera que ya viene y lo sabemos todos sin saberlo, y lo cantamos porque lo sentimos en la sangre, que fluye invisible desde adentro y que pinta todo de rojo cuando se derrama en testimonio del mar de la vida.

Regresemos al canto, sin reparar en los otros árboles diversos que zumban en sonidos de tantos y que como nosotros cantan también su canción. Algunos aún están en el invierno, y ni presienten la primavera que se acerca, y otros despiertan y se encuentran sin saber porque, pero cantando una canción antigua que los embelesa.

Sigamos pues convocando al concierto, que apenas está despuntando el día y las penumbras y las nubes que de vez en cuando ensombrecen la comarca, son también parte del Gran Concierto.

Que estamos vivos, labios de oro, que tenemos en el alma un gran tesoro y lo sabemos, pero no lo creemos siempre. Y nos convertimos a veces en estuches de metodologías en añoranzas de reconocimientos. Y exigimos que nos pongan estrellas doradas en la frente como en la escuela. Y pedimos reconocimiento a los espejismos que cantan como nosotros desde sus propias ramas.

Pero la tonada, la música, en realidad emana como un amanecer desde el Silencio. Y se desborda, se desborda sin poder contenerse porque su naturaleza es canción, y se sale, se sale por nuestras gargantas y las de tantos, y se canta sola.

Y nos creemos, en esos momentos de bosque y rama, que somos tú y yo quienes cantamos, sin darnos cuenta de que cada singularidad exquisita que define a cada quién es parte del mismo concierto.

Que es una sinfonía infinita donde la misma melodía rebota en los espejos multifacéticos de la imaginación para dar lugar a la orquestación. Invitémonos pues a escuchar la canción que sola se nos canta en la garganta, y olvidémonos de repente de estas mentes que nos turban con conceptos y comparación.

Levantemos los arcos y toquemos los violines allá adentro con los brazos de alma abrazados, abrazando, perdonando, olvidando, sintonizando la primavera que ya se acerca, que ya se siente, que ya florece en tu corazón y en el mío, y en el de todos que son en realidad un invento de este cuento que nos hacemos mientras cantamos, desde estos ramajes, al amanecer de lo nuevo.