Las experiencias vividas en los últimos años podríamos definirlas como una síntesis entre una desideologización, por un lado, y una consiguiente falta de interés por la política. Los porcentajes de participación en las elecciones bajan continuamente, reflejando la apatía e indiferencia de los electores.

Esto ha acontecido en un contexto, donde ha aumentado la desigualdad social, han disminuido las transferencias sociales y los gastos en salud, educación y jubilaciones, empobreciendo aún más a importantes sectores de la vieja clase media. En muchos países, sobre todo en aquellos sin deudas, se han reducido los impuestos para atraer inversiones y proteger los márgenes de ganancias de los inversores privados. La tecnología ha aumentado los índices de productividad, permitiendo la sustitución creciente del trabajo manual y esta tendencia seguirá aumentando con la automación y el uso cada vez mayor de robots. Los mayores índices de productividad se transforman en ganancias que benefician unilateralmente a los inversores.

Este cuadro económico-social ha deslegitimado los partidos políticos tradicionales y creado un terreno fértil para propuestas populistas, que se plantean como los defensores de lo que fue y enemigos del futuro, identificando y definiendo este último mediante conceptos como marginación, sentimiento de abandono, alienación y miedo. La globalización se presenta como el culpable principal. Al mismo tiempo, las nuevas tecnologías han permitido una distribución incontrolada de «falsas noticias» y el desarrollo de técnicas de manipulación personalizadas, que son y han sido utilizadas políticamente. Una de las causas de la «victoria» de Donald Trump fue la rabia de los electores de Bernie Sanders, que se negaron en masa a votar por Hillary Clinton y esta rabia fue alimentada por un bombardeo cotidiano de «falsas noticias», que desprestigiaron la candidata del partido democrático. La plataforma que permitió esta manipulación fueron las redes sociales y el análisis detallado a nivel estadístico de las preferencias políticas personales de millones de personas y las fuerzas, opiniones y tendencias que las influenciaban.

Otro punto débil de las democracias modernas es la gran vulnerabilidad de la opinión pública. Las nuevas tecnologías combinadas con métodos astutos de persuasión, considerando la enorme exposición cotidiana y acrítica a las redes sociales, hacen que un porcentaje importante de la población sea víctima de engaños orquestados, ya que este segmento demográfico, tan significativo numéricamente, no tiene los recursos para neutralizarlos y contraponer la realidad a las falsas afirmaciones y narrativa presentada.

Esta situación ha llevado al uso del concepto de mentes hackeadas, que con su mera existencia demuestran la supresión de la libertad personal. Sin pretender negar los niveles de control e influencia que los nuevos métodos tienen o pueden alcanzar, pienso que la influencia será pasajera, ya que tarde o temprano se impone la realidad. Las políticas populistas obtienen resultados a breve plazo con promesas insostenibles y en la medida que esto rápidamente se hace evidente, el consenso baja. La opinión pública es en parte susceptible, pero también volátil. Es decir cambia rápidamente de percepción y preferencias, cambiando sus opiniones y valores.

Estas pocas consideraciones y fenómenos, que además podemos observar cotidianamente y que se hacen cada vez más manifiestos, indican de manera más profundas una de las debilidades más importantes de la democracia: esta no existe sin educación, preparación, cultura y control. En el sentido que la cantidad de recursos y conocimientos necesarios para sustentar de modo articulado una opinión política fundada en hechos y posibilidades reales, es un privilegio de unos pocos y al mismo tiempo el derecho de muchos. La propensión a ser manipulados es enorme y esto niega la democracia, convirtiéndola en esclavitud solapada, donde las mayorías siguen ciegamente al manipulador de turno. Esta amenaza es tal que la defensa de la democracia es en sí un deber y responsabilidad cívica y política, que tenemos que practicar y exigir, porque la democracia coexiste irrevocablemente con los derechos y libertades individuales. Es decir, con la vida civil.