La ampliación de la OTAN a Europa Central y Oriental ha sido uno de los rasgos preeminentes de la seguridad europea y de la política exterior norteamericana posterior a la guerra fría. También ha sido una de las más controvertidas.

Los partidarios de la ampliación argumentan que ayudaría a estabilizar Europa al este de Alemania y facilitaría la expansión de la democracia y el capitalismo de mercado. En comparación, los escépticos sostienen que el tratado de seguridad del Atlántico Norte obstaculiza la mejora de las relaciones Este-Oeste y ha complicado la formulación de una política exterior y de seguridad eficaz tanto para Estados Unidos como para la Unión Europea.

Después de tres años de guerra a las puertas de la UE en un país en proceso de adhesión al bloque transatlántico, se vuelve imprescindible examinar hasta qué punto las advertencias de los escépticos han resultado fundadas.

La Alianza Atlántica, en la era posterior a la Guerra Fría, se caracteriza como una alianza principalmente entre Estados Unidos y los Estados de Europa Occidental, se ha expandido política y (cada vez más) militarmente hasta la frontera de la propia Rusia, abarcando a una serie de antiguos aliados soviéticos y Estados que en su día formaron parte de la Unión Soviética.

Este proceso ha redividido Europa. La propia ampliación se ha convertido en un modo de mantener la visión preferida del orden de seguridad europeo y en un símbolo de la determinación de Occidente de oponerse a Moscú.

Pero, ¿ha cumplido la OTAN verdaderamente sus objetivos en Europa?

Como una organización creada en el contexto de la Guerra Fría, el objetivo principal era garantizar la defensa colectiva de sus miembros frente a posibles amenazas, en concreto, la Unión Soviética. Una vez que este Estado se descompuso, la continuidad del Tratado Atlántico Norte se justificó para prevenir futuras amenazas a la estabilidad global, enfrentar desafíos emergentes y reforzar la cooperación transatlántica. A pesar de la célebre promesa del secretario de Estado estadounidense, James Baker, al líder soviético—"Not an inch eastward"—, y del compromiso de la OTAN en 1997, recogido en el Acta Fundacional OTAN-Rusia, de no desplegar fuerzas permanentes ni armas nucleares en Europa del Este, la Alianza continuó expandiéndose en esa dirección.

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Un mapa de Europa y América del Norte con los paises de la Otan en verde y Chipre en naranjo.

Desde mediados de la década de 2000, altos cargos rusos, incluyendo al presidente Vladimir Putin, han expresado de forma reiterada su preocupación ante esta política occidental. Moscú dejó claro que consideraba cualquier acercamiento adicional de la OTAN como una provocación que amenazaba las relaciones Este-Oeste, más que como una fuerza estabilizadora.

No obstante, la ampliación del bloque transatlántico aún no tenía como objetivo contener una amenaza rusa, sino que formaba parte de una política más amplia para expandir el orden internacional liberal en Europa del Este y hacer que todo el continente se asemejara a Europa Occidental.

A pesar de ello, un esfuerzo liderado por Estados Unidos para convertir a Ucrania en un bastión occidental en las fronteras de Rusia se puso en marcha en abril de 2008. Durante la Cumbre de la OTAN en Bucarest, se emitió una declaración afirmando que Ucrania y Georgia se convertirían en miembros de la Alianza Atlántica. En ese momento, Rusia dejó inequívocamente claro que consideraba esto una amenaza existencial y marcó un límite infranqueable.

William Burns, actual director de la CIA y en su momento embajador de Estados Unidos en Moscú, advirtió que la expansión de la organización militar occidental "sería vista como un desafío estratégico. La Rusia de hoy responderá. [...] Las relaciones entre Rusia y Ucrania entrarán en un punto muerto. Creará un terreno fértil para la injerencia rusa en Crimea y el este de Ucrania". De manera similar, la canciller alemana Angela Merkel y el presidente francés Nicolas Sarkozy se opusieron a avanzar en la adhesión de Ucrania a la OTAN, ya que temían que esto enfureciera a Rusia.

La administración de George W. Bush, decidida a avanzar en la expansión del bloque transatlántico, restó importancia a las preocupaciones expresadas por Moscú. En lugar de ello, ejerció presión sobre los líderes de Francia y Alemania para que aceptaran emitir una declaración pública que dejara claro, sin lugar a dudas, que Ucrania y Georgia terminarían formando parte de la Alianza.

Los partidarios de la ampliación argumentaban que la inclusión de estos Estados en la órbita de la alianza occidental serviría como medida preventiva, disuadiendo a Moscú de emprender acciones hostiles contra sus vecinos. La expectativa era que la presencia de la organización militar occidental serviría como una fuerte advertencia a Rusia, asegurando la paz y la estabilidad en la región.

Poco después, la iniciativa estadounidense de incorporar a Georgia a la Alianza Atlántica desencadenó una guerra con Rusia en agosto de 2008, apenas cuatro meses después de la cumbre de Bucarest. A pesar de la promesa de seguridad y disuasión, la guerra ruso-georgiana de 2008 demostró que las garantías de la OTAN significaban poco en la práctica.

No obstante, EE. UU. y sus aliados siguieron adelante con su plan estratégico para convertir a Ucrania en un bastión occidental junto a las fronteras rusas. Esta política culminó en una crisis profunda en febrero de 2014, cuando una revuelta apoyada por Estados Unidos llevó al presidente ucraniano pro-ruso, Viktor Yanukóvich, a abandonar el poder. En su lugar asumió el primer ministro prooccidental Arseniy Yatsenyuk.
Como reacción directa, Rusia anexó Crimea y contribuyó al estallido del conflicto armado en la región del Donbás.

¿Significó esto una pausa en los planes occidentales sobre Ucrania y su acercamiento a la OTAN?

La idea difundida de que, durante los ocho años entre la crisis de 2014 y el inicio de la guerra en 2022, Estados Unidos y sus aliados prestaron poca atención a la incorporación de Ucrania en la estructura de seguridad euroatlántica, carece de fundamento.

Por el contrario, tras los sucesos de 2014, Occidente reforzó significativamente sus esfuerzos para aproximar a Ucrania a la Alianza Atlántica, convirtiéndola en la práctica en un miembro informal. Desde ese mismo año, la OTAN comenzó a entrenar anualmente a decenas de miles de soldados ucranianos y, a partir de diciembre de 2017, EE. UU. empezó a suministrar armas defensivas a Kiev, seguido rápidamente por otros países miembros. Además, las fuerzas ucranianas comenzaron a participar activamente en ejercicios militares conjuntos con tropas euroatlánticas.

El contexto político en torno a esta integración experimentó un avance significativo en 2021, cuando tanto Washington como Kiev impulsaron la incorporación formalmente a Ucrania en las estructuras occidentales. El presidente ucraniano Zelenski, inicialmente escéptico respecto a la alianza occidental y elegido en 2019 con una agenda orientada a negociar con Rusia para solucionar el conflicto, cambió radicalmente su posición a comienzos de 2021, impulsando la adhesión a la organización militar occidental y adoptando una postura más confrontativa frente a Moscú.

En diciembre de 2021, la tensión acumulada por Rusia alcanzó un punto crítico. Moscú exigió formalmente a Estados Unidos y a la OTAN garantías escritas sobre tres puntos clave: (1) impedir el ingreso de Ucrania en la Alianza Atlántica, (2) evitar el despliegue de armas ofensivas cerca de sus fronteras y (3) retirar las tropas y equipamiento militar que se habían desplegado en Europa del Este desde 1997.

La respuesta estadounidense, expresada por el Secretario de Estado Antony Blinken, fue tajante, negando cualquier posibilidad de cambio en la política de la alianza occidental. Frente a esta negativa, Putin decidió iniciar la invasión de Ucrania con el objetivo declarado de neutralizar lo que percibía como una amenaza directa a la seguridad nacional rusa.

Sin embargo, esta crisis no surgió de forma repentina ni inesperada: tenía profundas raíces históricas. El crecimiento del bloque transatlántico hacia el este fue advertido históricamente por diplomáticos y expertos en seguridad—tanto occidentales como rusos—como una amenaza potencial para la estabilidad estratégica en Europa y un riesgo para las relaciones entre Estados Unidos, Europa y Rusia. Durante años, los líderes occidentales conocieron claramente cuáles eran los límites infranqueables planteados por Moscú.

De hecho, este tipo de preocupaciones no son exclusivas de Rusia; EE. UU., por ejemplo, estableció desde 1823 la conocida «Doctrina Monroe». Por la cual dejó claro que cualquier presencia militar extranjera cerca de su territorio sería considerada una amenaza directa a su seguridad y, por tanto, una razón suficiente para declarar la guerra.

A pesar de la conciencia generalizada sobre estos límites estratégicos y de las repetidas advertencias por parte de Rusia solicitando soluciones diplomáticas, los países miembros de la OTAN continuaron avanzando con sus planes, lo que finalmente contribuyó a desencadenar la invasión rusa de Ucrania.

Desde Febrero de 2022, cuando la guerra volvió al continente europeo han quedado evidentes numerosas asimetrías dentro de la propia organización: en gasto de defensa, en capacidad militar, en influencia política y estratégica, geográfica y de amenazas, y de dependencia.

Por su parte, la Unión Europea históricamente ha enfrentado dificultades para desarrollar una política de seguridad autónoma, dependiendo de la alianza transatlántica liderada por Estados Unidos. Esta dependencia hizo que Europa renunciara en gran medida a definir su propia estrategia geopolítica, permitiendo que los intereses estratégicos estadounidenses determinaran la agenda de seguridad europea. A medida que la OTAN se acercaba progresivamente a las fronteras rusas, los líderes europeos no lograron evaluar adecuadamente el impacto que dicha expansión tendría sobre su propia estabilidad regional, o bien desistieron rápidamente de cualquier crítica ante las presiones provenientes de Washington.

Por ejemplo, la Unión Europea respaldó la revuelta apoyada por Estados Unidos que provocó la caída del presidente prorruso, pero sin evaluar plenamente sus consecuencias. Como respuesta, Moscú anexó Crimea y apoyó movimientos separatistas en la región oriental del país, agravando aún más la crisis. En lugar de asumir un rol mediador y equilibrado, la Unión Europea profundizó su alineamiento con la estrategia estadounidense, limitando su margen de maniobra diplomático y su capacidad de influir en una resolución pacífica del conflicto.

Adicionalmente, las políticas económicas y de seguridad de la Unión Europea entraron en contradicción al apoyar simultáneamente la expansión de la OTAN hacia el este y profundizar su dependencia energética respecto a Rusia. Sin embargo, cuando estalló la guerra en Ucrania, la UE tuvo que imponer sanciones contra Rusia, lo que supuso perder abruptamente a su principal proveedor de energía. Esto desató una grave crisis energética que llevó a precios récord, inflación y desestabilización económica en toda Europa. Así, la UE no solo contribuyó indirectamente al conflicto con Rusia, sino que también falló en diversificar sus fuentes de energía antes de adoptar una postura confrontativa, lo que la dejó particularmente vulnerable ante las consecuencias económicas del conflicto.

La incapacidad de la Unión Europea para desarrollar una estrategia de seguridad independiente ha condicionado su vulnerabilidad ante decisiones externas tomadas desde Washington y Moscú. Al apoyar la proyección de la OTAN hacia el Este sin evaluar plenamente sus consecuencias, Europa terminó favoreciendo la creación de la crisis de seguridad que hoy intenta gestionar.

En cuanto a las consecuencias para Estados Unidos, desde el fin de la Guerra Fría ha llevado adelante una estrategia de crecimiento del bloque transatlántico, integrando progresivamente nuevos miembros sin una planificación clara sobre las obligaciones que ello implicaba. Esta ampliación continua provocó una guerra en el continente europeo con una gran potencia ante la cual el hegemón americano debía anteponerse.

Sin embargo, no hay motivos reales para temer que Rusia se convierta en una potencia hegemónica regional en Europa, ya que no representa una amenaza significativa para Estados Unidos. La verdadera amenaza estratégica para Washington en el sistema internacional actual proviene de China, una potencia capaz de competir en igualdad de condiciones. Por esta razón, las políticas estadounidenses en Europa del Este han sido profundamente desacertadas. En lugar de mantener a Rusia como un aliado o al menos como un actor neutral, Estados Unidos ha empujado a Moscú hacia una alianza estratégica con Pekín, fortaleciendo así a su verdadero rival global.

Esta dinámica contradice claramente los principios clásicos del equilibrio de poder. Al apostar por una expansión agresiva de la OTAN, Estados Unidos terminó limitando su propia capacidad diplomática y debilitando su posición estratégica global.

Lejos de reforzar la estabilidad europea, la ampliación de la Alianza Atlántica generó un conflicto directo con Rusia, involucrando a Washington en costosos compromisos militares que han desviado recursos esenciales de otras prioridades más urgentes. Frente a crecientes desafíos en Asia y un conflicto prolongado en Europa, Estados Unidos enfrenta hoy un panorama geopolítico complejo, donde sus capacidades diplomáticas y militares están cada vez más dispersas y comprometidas.

De forma que las decisiones en política exterior, militar y de seguridad tomadas por Estados Unidos y sus aliados europeos no solo han generado crisis, sino que han demostrado la fragilidad de un sistema que prometía estabilidad y ha terminado sembrando el caos. La expansión de la OTAN, la falta de una estrategia independiente por parte de la Unión Europea y el desprecio por las advertencias históricas han arrastrado a Occidente a un escenario de guerra, sanciones y pérdida de influencia global.

Sin embargo, las crisis también son puntos de inflexión. Con Trump de vuelta en la Casa Blanca y el conflicto en Ucrania acercándose a un posible desenlace, la oportunidad para redibujar el mapa de las alianzas y estrategias está sobre la mesa. La UE, ante su evidente vulnerabilidad, ha comenzado a plantearse una autonomía militar que nunca antes había considerado seriamente. Pero más allá de los discursos y gestos políticos, lo crucial es entender qué intereses mueven realmente estos cambios y quién se beneficia de cada decisión.

Porque si algo ha quedado claro en los últimos años es que las grandes potencias no buscan estabilidad, sino ventaja.