El mundo actual ha formateado al ciudadano como una persona más individualista. Esta realidad no la podemos cambiar, simplemente, debemos regularla y crear los sistemas de control que permitan su funcionamiento más justo e igualitario. Los artistas pueden ser un gran aporte, siempre y cuando sean capaces de entender que, así como en su creación artística son muy amplios de criterio, llegándose a extremos de exhibir un plátano como obra artística. Obra que la gente de a pie, o sea, la mayoría, no logra entender. Ahí está la razón por la cual ese ciudadano no entra a los museos, galerías, no compra libros, no asiste al teatro, al ballet, a la ópera o a conciertos de música clásica. Ejemplo de la desconexión que existe.
Mejor no hablar de la desconexión de los políticos que dicen ser representantes de ellos, de sus sensibilidades. Resultado, la people pierde el interés, no se siente reflejada por ellos y vota nulo, en blanco o es volátil su voto. La educación pública tiene mucha responsabilidad de esta situación. Pero los artistas, a pesar de este distanciamiento, igualmente, exigen respeto. Muchos logran ocupar espacios destacados en instituciones como museos, embajadas y ministerios. Finalmente, a pesar de todo, gozan del reconocimiento político y social.
Esa misma amplitud de criterio que tienen en la creación artística deberían aplicarla para respetar la diversidad de ideas políticas. Recuerdo la frase que dice el que milita se limita. Creo que el rol más importante del artista es justamente correr fronteras no solo mentales e ideológicas, con su arte. El respeto es el arma que permite el crecimiento de una sociedad en democracia. Vivimos un momento histórico muy especial, donde las rivalidades políticas se manifiestan muchas veces con violencia. La falta de respeto, de tolerancia campea.
Como lo planteó Zygmunt Bauman, el mundo actual se caracteriza por su estado fluido y volátil. Vivimos en una sociedad líquida. Sociedad en la que la incertidumbre por la vertiginosa rapidez de los cambios ha debilitado los vínculos humanos. Momento propicio para traer a colación al maestro Humberto Maturana y sus tres nuevos Derechos Humanos que propuso. Derechos que tienen mucho que ver con el presente recién descrito.
Derecho a cambiar de opinión.
Derecho a irse sin que nadie se ofenda.
Derecho a equivocarse.
Deberían establecer una cátedra, un ramo en la educación que nos ilustre sobre el legado de Humberto Maturana. Un verdadero referente para nuestra sociedad.
Los artistas, si quieren ser un aporte a la reflexión con su arte, deben tener en cuenta lo de Bauman y Maturana, y reflexionar a partir del momento histórico que vivimos. Sabiendo naturalmente que el hoy es fruto del pasado. No debemos vivir exigiendo y esperando que sea papá Estado quien solvente nuestro arte. El muro se nos cayó hace 36 años. Todos somos empresarios de nuestras actividades, profesiones y creaciones. Somos pymes que comerciamos nuestro arte.
Pienso que es absolutamente fundamental, para lograr mejorar el ambiente beligerante que vivimos, que implementemos finalmente los sistemas fiscalizadores, reguladores, necesarios, que garanticen el correcto funcionamiento jurídico de todas las instituciones del Estado y privadas. Que se corrijan los vacíos legales que permiten el muñequeo de expertos abogados que abusan de las falencias del sistema. Una vez logrado esto, podremos aspirar a vivir bajo una atmósfera más respirable, optimista, constructiva y sociable. Tal vez, más solidaria.
Creo que es el momento de volver a encantarnos con las cosas más simples, con gestos por pequeños que sean. Volver casi al estado natural. Quizás recordando escenas del pasado en que no sé si éramos más felices, pero que nos entreteníamos con menos made in China.
Se me viene a la cabeza una escena de mi film Rebelión Ahora de septiembre del año 1983. Niños de la población La Pintana intentando nadar en una delgada corriente de agua que brotaba desde un grifo, abierto a propósito, para permitir que el agua corriera junto a la berma y así lograr ver esos rostros inocentes plenos de felicidad.
Algo parecido realizamos los cabros de mi barrio en Quinta Normal. Con chuzo y pala en mano, hicimos un gran hoyo en el fondo del patio de la casa Mario Blanchard, el pini. Aquello que para nosotros era una piscina no era otra cosa que una gran posa de barro aguachento. No era necesario el uso de cloro, alguicida o decantador. Su contenido líquido de intenso color café no lo requería. Nuestros ojos pagaban el costo. Salíamos de las profundidades con los ojos completamente teñidos de rojo. Cuando buceábamos, era como entrar a un hoyo negro espacial. El cual tenía la virtud de producirnos un verdadero cambio racial. Algo que hoy hace sin problemas la IA. Nuestro inocente divertimento concluía con un manguerazo al mejor estilo del guanaco de carabineros, el que nos devolvía a la realidad y a nuestro color racial original.
Algo que, si el presente ha puesto de moda, es el no ejercitar la capacidad de escuchar y contenernos de reaccionar cuando estamos frente a una opinión distinta a nuestra verdad, a nuestros juicios y prejuicios.
Creo que el respeto por la opinión del otro lo adquirí inconscientemente en Suecia. En mis dos primeros años, mientras aprendía el idioma. Era frecuente que acompañara a mi esposa sueca que era funcionaria del aparato de estado sueco, a cenas y otras actividades protocolares con colegas de organismos internacionales o de estado. Encuentros donde la conversación era de alto vuelo, intercambiaban opiniones y experiencias de trabajo vividas en sus andanzas por el mundo.
Yo escuchaba, miraba atentamente a cada uno de los contertulios que emitía opinión. Pero no comprendía nada. Mi idioma a esa altura era muy básico. Solo me servía para desenvolverme haciendo el aseo en supermercados u hospitales. Yo ponía cara de atención e interesado en el tema, con suerte lograba percibir algo de lo que hablaran. Cuando el que hablaba me miraba como para incorporarme en la conversación y quizás oír mi opinión, yo simplemente asentía con una leve sonrisa y un leve movimiento afirmativo de cabeza. Algo parecido a ese perro de adorno que suelen tener los taxistas en sus vehículos, perros que tienen la cabeza dislocada y no paran de moverla. Creo que lograba darles a entender que entendía y compartía su reflexión. Así pasaron dos años hasta que mi nivel de sueco, finalmente, me permitió abrir la boca y empezar a desahogarme.
Volviendo al tema de tratar de ser auténtico, normal y sin cara de selfie. Debo reconocer que, poco antes de su muerte y a los días de que grabáramos los planos de un próximo videoarte que espero estrenar muy pronto –que titulamos Mapocho, una herida abierta–, el poeta Premio Nacional de Literatura, Armando Uribe, al leer la transcripción que realice de sus textos, relatos, o poesía espontánea (como bautizamos nuestra manera de enfrentar la creación de estos videos), me escribió lo siguiente:
Rodrigo. Está muy bien hecho y presentado el texto editado de las improvisaciones, y le agradezco su realización. A la vez, dichas improvisaciones me parece que tienen una espontaneidad natural que una vez organizada se deteriora. ¿Podría preferirse conservarla? Posiblemente yo por pedantería lo preferiría. Decida usted. Muchas gracias. Armando Uribe.
Lo que estaba logrando Armando es que yo comprendiera el verdadero valor de la improvisación, la que está basada, fundamentalmente, en las vivencias, en la trayectoria, en el ejercicio, en la práctica de años. Esa improvisación no surge de la nada. Mi amigo Armando me estaba sugiriendo que diéramos un paso más adelante en la creación en relación a otros trabajos que ya habíamos realizado. Ese paso se verá reflejado en esos próximos videoartes que estoy preparando.
A propósito de ser auténtico, natural y no producto de moda. Desde el día en que inauguramos el restaurante Azul Profundo nos inundaron los típicos personajes de jet y red set criollo, quienes abarrotaron la barra cada noche. Se divertían como si estuvieran en el Studio 54 de New York. Incluyendo, como corresponde, la típica empolvada de narices para soportar la furia de la diversión. Al poco tiempo desaparecieron del barrio bohemio de Bellavista y volvieron a su selecto sector ad hoc. Seguramente deseaban experimentar algo nuevo, una especie de movilidad social regresiva, algo más adrenalínico, un poco de lo que llaman la calle. O sea, mezclarse con lo popular. Pero suficiente con un ratito.
Por suerte, la calidad y el éxito del restaurante no dependían de su presencia. El éxito de un emprendimiento se consigue por su capacidad de sostenerse en el tiempo. Es como en el tenis. Llegar a ser top ten no es lo más complicado, lo difícil es mantenerse en esa categoría.
En el caso del restaurante Azul Profundo, podríamos mencionar como una señal de haber logrado una buena categoría, podríamos escenificarlo con la presencia del gran escritor Francisco Coloane, quien, desde el primer minuto que abordó el local, alucinó. La rosa de los vientos en el piso del pasillo de entrada provocó su primer espolonazo. Sintió estar en aquellos típicos bares de puertos de mala muerte, como los de Estambul, Nápoles, Lourenço Marques, Hamburgo o del fin del mundo en Valparaíso, Punta Arenas o Chiloé. Bares, restaurantes, plagados de historias y personajes novelescos, cinematográficos. Personajes rudos, de rostros calados por el frío, con profundas cicatrices, secuelas del viento y la lucha diaria por la subsistencia en los tormentosos mares australes. Maltratados por el alcohol y por amores fugaces.
Francisco Coloane, personaje entrañable a quien tuve la suerte de conocer en Mozambique en el año 1987. Su hijo, Juan Francisco, que trabajaba en la Unicef, lo invitó. Luego en Chile mantuve una muy cercana amistad. Espero muy pronto estrenar un video grabado en el restaurante. El video se titula “Coloane, un hombre de Azul Profundo”.
Aprovecho para comentar que Carlos Cardoen muy pronto inaugurará un museo en Chiloé donde la presencia de Francisco Coloane ocupa un sitio privilegiado. Volviendo a lo del Restaurante Azul Profundo y su calidad en el tiempo, la guinda de la torta, en cuanto al reconocimiento, a la fama lograda, sucedió un día que yo estaba leyendo algo en mi celular parado en la puerta del restaurante. Veo detenerse el bus de turismo de la Comuna de Providencia; bus de dos pisos con techo abierto, muy colorido, que transitaba repleto de turistas rumbo al museo La Chascona, de Neruda. El guía, micrófono en mano, comienza un relato que me sorprendió. Con voz de locutor FM, explica a los gringos que el restaurante Azul Profundo había sido el preferido de Pablo Neruda.
Yo, feliz y agradecido de la ignorancia del guía turístico, no quise despertarlo de su error, preferí respetar la labor del joven, quedé mudo. Como aprendí en Suecia, me hice el sueco. Lo mejor y más aconsejable es guardar silencio cuando uno no entiende nada o entiende todo y no le conviene. Por otra parte, no es mi hábito andar aclarándole nada a nadie por la vida. Cada cual sabe dónde le aprieta el zapato. Simplemente, esbozé una leve sonrisa de agradecimiento a aquel joven que intentaba hacer su trabajo de la mejor forma, mientras recordaba que el restaurante lo habíamos inaugurado en 1996 y nuestro Premio Nobel Pablo Neruda había sido envenenado en 1973.















