Cenando con un amigo periodista y una profesora, descubrí que ambos frecuentaron los mismos liceos, que en Italia llaman clásicos. Allí se aprende y enseña, aun en estos años y con fervor, el latín y griego antiguo y así ambos hablaban acerca de sus experiencias y de las contra versiones (que es el modo en que se referían las traducciones del italiano a estas lenguas ya en desuso).

Siempre me han interesado las lenguas y escuchándolos pude confirmar que sus estudios lingüísticos eran principalmente gramaticales y con poca práctica y es también lo que caracteriza, en modo generalizado, el aprendizaje de lenguas modernas como el inglés, francés, alemán, español entre muchas otras. Una observación paradojal, que podría explicar, en parte, el hecho que años de estudios formales de estas lenguas no se transformen en habilidad para hablar con fluidez otros idiomas.

Durante la conversación pude escuchar una afirmación interesante. Según ellos, los ingleses o, mejor dicho anglófonos, hablan su lengua sin conocerla, porque no la saben describir gramaticalmente. Interesante observación, real y absurda a la vez. Real, porque la experiencia me ha demostrado que el estudio de la gramática no es una gran pasión en muchos países y absurda por un hecho banal: la gramática o su conocimiento conceptual no es un indicador válido de la competencia lingüística.

La conversación me hizo pensar en las dimensiones que determinan el conocimiento de un idioma: la lexicología, fonética, sintaxis, morfología, entre muchas otras, sin olvidar, por supuesto, las habilidades orales y de escritura. En pocas palabras, mucho más importantes que la gramática. Pero el problema es más grave. Entre todos estos aspectos, considerar la gramática como lo más importante es sin duda una aberración o al menos así decía uno de mis profesores, afirmando que sin un cuerpo de conocimientos lingüísticos apropiados, la gramática no tiene sentido y por eso él me obligaba a aprender frases de memoria, repitiéndome siempre que conocer un idioma es como actuar en un teatro, es decir performar (actuar) españolizando un anglicanismo: to perform. Otros de sus dichos habituales era: tienes que exagerar en tu modo de hablar, la exageración la sentirás tú, pero yo no, ya que te escucharé de manera más íntima a lo que me es habitual. En esta situación, me vi nuevamente obligado a repetir esos fonemas, que para mí eran problemáticos, como parte de una reprogramación neuronal.

Volviendo a mis amigos de cena, no pude dejar de pensar que esta actitud de defensa ante una sobre-gramaticalización del estudio de las lenguas no es más que un residuo elitista y poco práctico, cuya función actual es una mera justificación ante una deficiencia difícilmente justificable; y escuchándolos, sin decir nada, no podía dejar de considerar que la mejor estrategia, a nivel escolástico, sería olvidar la gramática por un momento y exponer a los estudiantes a una inmersión total. Y esto me llevó a otra consideración: didácticamente entre todas las dimensiones que conforman un idioma, hay que definir prioridades y una de estas debería ser la capacidad de comunicar y de hacerlo en modo eficaz.

Pero esto requiere desgraciadamente un espíritu pragmático y es esto lo realmente que falta en Italia, donde el conocimiento lingüístico es una dramática deficiencia cultural. Pensando en estas observaciones, no puedo evitar de pensar en el peso de las tradiciones, formalidades y pasado. En Italia, he tenido la posibilidad de conocer muchos profesores de inglés y puedo afirmar que muchos de ellos, a pesar de su preparación formal y académica plurianual, no son capaces de enseñar por no poseer los instrumentos necesarios para comunicar en inglés u otras lenguas modernas.

Una paradoja interesante, si a esto agregamos que el sistema educativo italiano declara explícitamente querer promover la competencia lingüística y en cierta medida está incapacitado de hacerlo, ya que para lograrlo habría que reconocer la generalizada falta de preparación de los docentes y, por otro lado, definir mejor las prioridades. Y esa falta es un síntoma serio de otra debilidad mayor: no reconocer la realidad.