El artículo reciente de Arturo Pérez-Reverte en Zenda, titulado “Las editoriales tienen muy poca vergüenza” (publicado el 8 de mayo de 2025 en la sección “El bar de Zenda”), despierta una reflexión necesaria sobre el lugar que ocupa hoy la literatura en el mundo editorial, cada vez más atravesado por el mercado y menos por el arte. Con su tono habitual, sin rodeos ni eufemismos, Pérez-Reverte denuncia una realidad que muchos conocemos de cerca: las editoriales han dejado de priorizar la calidad literaria para concentrarse en aquello que garantice ventas rápidas, incluso si eso implica publicar libros firmados por personas que no son escritores, sino celebridades de las redes sociales, la televisión o el entretenimiento.
Este texto, más allá de su tono mordaz, me resultó profundamente identificable. Recordé mis primeros pasos en las redacciones, donde lo primordial no era tanto la calidad de lo que se escribía, sino su adecuación a la línea ideológica del medio. Uno llegaba con la ilusión de poder decir lo que pensaba, pero pronto comprendía que la libertad de expresión tenía límites bien definidos. Era importante ajustarse, no desentonar, y eso, para quienes escribimos desde una pulsión honesta, podía resultar frustrante.
No fueron pocas las veces que esa forma de entender el oficio me dejó al margen de espacios editoriales. Primero, por no coincidir plenamente con ninguna línea ideológica, y luego, porque lo que escribía no encajaba con la lógica del mercado. La industria fue desplazando su eje: antes importaba el mensaje, luego el marco político, y ahora, lo que manda es el rendimiento comercial. Lo que se escribe, en muchos casos, debe ser vendible. Y para ser vendible, debe ser complaciente, fácil de digerir, atractivo para todos.
Es en ese punto donde la literatura comienza a perder su alma. Se transforma en un producto más, diseñado para agradar al mayor número posible de consumidores, en lugar de nacer como expresión auténtica de una necesidad interna. Yo sigo creyendo que uno escribe por vocación. Que el impulso es anterior a cualquier cálculo editorial. Escribir, para mí, sigue siendo escuchar una voz interior, una urgencia de poner en palabras algo que nos atraviesa.
No escribo pensando en el lector, aunque claro que deseo que le guste lo que hago. Pero no es por él que escribo. La escritura, cuando es verdadera, nace desde uno, no desde afuera. Cuando lo que se busca es solamente complacer, perdemos autenticidad. Y si el texto llega a alguien, si genera identificación, si entretiene, conmueve o invita a pensar, entonces ocurre ese pequeño milagro que es la comunicación genuina. Pero cuando el único objetivo es agradar o vender, se vuelve todo más superficial.
Por eso valoro especialmente que alguien como Pérez-Reverte, que ha alcanzado reconocimiento y éxito editorial, utilice su posición para decirlo. Porque si lo dijera un autor independiente, el comentario común sería que habla desde el resentimiento o la frustración. Pero cuando lo dice él, cobra otra dimensión. Y lo mejor es que no parece tener miedo a señalar prácticas que muchos prefieren silenciar.
Me trajo también el recuerdo de mi primera publicación formal. Recuerdo bien el malestar que me generaba tener que ceder derechos sin saber con claridad por cuánto tiempo, y mi insistencia en que no se modificara una sola palabra sin mi consentimiento. Siempre pedí estar presente en todas las decisiones: la edición, la presentación, la promoción. Tal vez eso me volvía exigente, pero nunca entendí el rol del escritor como alguien que simplemente entrega un manuscrito y se aparta.
Con el tiempo, comenzaron a llegar propuestas condicionadas: “¿Por qué no escribís sobre tal tema que está de moda?”, “Si eliminás estos textos de tus redes, podrías entrar en este proyecto editorial”. Y así fue como comprendí que la independencia no sólo era deseable, sino necesaria. La autopublicación y el blog personal se convirtieron en refugios de libertad creativa. Espacios donde uno puede expresarse sin pedir permiso, sin ajustarse a moldes impuestos, sin venderse a nadie.
Hoy sigo colaborando con algunas editoriales, sobre todo con afinidades reales, pero siempre con plena conciencia de los límites. Nunca sentiré la misma libertad que cuando escribo por cuenta propia, sin mediaciones. En el mundo digital actual, eso es posible. Uno puede publicar sin depender de grandes estructuras, sin tener que justificar cada palabra ante quienes lo único que buscan es una ganancia.
La crítica de Pérez-Reverte llega, entonces, como un recordatorio y también como un gesto valiente. No porque sea provocador, sino porque es honesto. Porque confirma que incluso dentro del sistema editorial hay quienes siguen creyendo que la literatura debe ser algo más que un objeto de consumo. Que debe ser expresión, búsqueda, necesidad.
Escribir, al fin y al cabo, no es una estrategia de mercado. Es un acto íntimo, muchas veces incómodo, pero profundamente humano. Uno escribe porque no puede no hacerlo. Y si en el camino hay quien se reconoce en esas palabras, entonces vale la pena. Pero escribir sólo para agradar es renunciar a la parte más verdadera del oficio.