En el principio fue la COVID, y de aquella pestilencia, como flores del Mal, brotaron toda suerte de infortunios. En un futuro incierto los historiadores dirán que de aquel episodio, como caja de Pandora al ser abierta por manos imprudentes, surgió un rosario de desgracias que no parecían sino descender de un cielo amenazador y terrible: maldición bíblica que señoreó la tierra para dolor y escarmiento de gentiles.

Desde entonces, el dinero ha dejado de ser un objeto físico en billetes de banco para convertirse —aunque sin desaparecer— en un elemento más fantasmático aún, cuya circulación mayoritaria en el mundo virtual de las transacciones electrónicas lo hace invisible. Siguiendo la estela alucinada de esta tónica, la relación del sujeto con su cuerpo se ha tornado en algo enigmático: escultura bien delineada que, aspirando a la perfección de un ideal imposible, construye imágenes que desaparecen apenas entran en contacto con otro cuerpo cuya forma no responda al canon establecido.

Nos lo auguraba ya una canción de Golpes Bajos, perteneciente a la dorada década de los ochenta: «Fiesta de los maniquíes; no los toques, por favor». Y, en efecto, a fuerza de no tocar el cuerpo del otro, de preservar una identidad insostenible, el cuerpo, los cuerpos, entran en una dinámica de aislamiento cuya imagen más acabada es la cápsula. Esa misma que, en el centro de cualquier dispositivo farmacéutico, sirve para tratar de combatir la depresión, el estrés, el sinsentido de una existencia cuya constante demanda en pos de colmar un vacío estructural nada ni nadie calma. Agujero negro que absorbe toda la materia que pueda dar vida; y con ella, con la vida, la capacidad de provocar nuevos actos.

Actos que, en esta posmodernidad plastificada que habitamos, no son sino un remedo de iniciativas cuyo eje gira alrededor de ese altar en el que hemos colocado nuestros dispositivos móviles: «Firma la petición; Únete al cambio; Atrévete a soñar; Viaja hasta los confines de ti mismo; No vuelvas la vista atrás…»

No, no vuelvas la vista atrás… No sea que tu mirada, como la mujer de Lot, quede impregnada para siempre de una capa de sal cuyas escamas, al precipitarse en la arena del desierto, libere la cavidad del propio abismo. Esa sima que ya se abre bajo tus pies (¡ah, querido lector; hipócrita lector!) y que guerras, hambrunas, genocidios, terrorismo, explotación laboral, saqueos y plusvalías, consumismo desenfrenado y abyecto, amenazan con engullirte en una espiral sin fin. La misma que aquel día suprimió cualquier signo de electricidad en toda la península Ibérica, para que así, sin el preciado fluido, se hiciera la luz. Es decir, la evidencia palpable de nuestra creciente dependencia y fragilidad. Una fragilidad que alimenta la paradoja de estar perfectamente conectados con el mundo, pero profundamente incomunicados con él, y, de rebote, con nosotros mismos.

En este tiovivo en que se ha convertido nuestra esfera, todo vale con tal de alimentar la hoguera de la vanidad, la desilusión, el exceso, el fetichismo de la mercancía, la conversión a dinero de todo pálpito humano.

Lo hemos visto, en un instante apenas, a lo largo de esa ceremonia de la confusión a que dio pie el apagón de un sistema que dejó de funcionar para que la masa, dócil y adocenada, siguiera la senda que el buen pastor, travestido en mil rostros irreconocibles por resultar demasiado familiares, guíe a su rebaño hasta el despeñadero que le ha sido reservado desde el origen del tiempo que le ha sido concedido en esta tierra. Tierra cuarteada, reseca, agria y polvorienta, que sólo sacia su sed, fugazmente, con la sangre de inocentes.

Esos mismos que ahora, mientras se escriben estas líneas, mueren sin saber por qué, reventados por bombas fabricadas para mayor gloria, dominio y poder sobre el más débil: Palestina, Sudán, Ucrania… La letra de una canción que, de harto repetida, no cesa de escribirse para borrarse en el instante mismo en que vuelve a estamparse sobre el cuerpo lacerado de un planeta aplastado y aplastante.

Sólo nos faltaba, como último invitado a la revelación de este apocalipsis integrado por la mercadotecnia en nuestra vida diaria, ese invento de la Inteligencia Artificial (IA), el cual, en la medida en que suplante las funciones propias de nuestra existencia, hará que la misma no solo resulte superflua sino incómoda, irritante y abatible.

Nueva imago mundi cuya representación de las fuerzas motrices que nos impulsan hacia la Nada la dan rostros pálidos como los de Trump, Putin, Elon Musk, Meloni, Netanyahu… y la ristra de sátrapas que convertirán Gaza y el resto de territorios ocupados de la martirizada Palestina en un resort donde adorar al nuevo Becerro de Oro, mientras Moisés, arrobado como está en escuchar los mandamientos de Yahvé, no ve ni oye; no escucha. Profeta de un dios sordo y ciego, cegado por la ira, que no acepta que su paso por la vida es accidental, episódico, fortuito e intrascendente.

image host Michelangelo (1475-1564) "La creación de Adam", fresco, 1511. Capilla Sixtina, Roma. Italia.

Cuando los nuevos turistas de ese cosmos que se despliega en abanico ante nosotros visiten en Roma la Capilla Sixtina, y vean el gesto creador de Dios —nimbado como está por un coro de ángeles— de dar vida al hombre en la figura de Adán, advertirán que de la mano que reposa en el cuerpo del varón que yace en mayestática quietud, un dedo digitalizado por la IA dará paso a un sinfín de dígitos, marea a partir de la cual el Ser se niega a sí mismo para regresar al estadio del que fue arrancado, muy a su pesar, por el gesto del Dios del Universo. Solo entonces, el Sumo Hacedor caerá en la cuenta de que no fue un gran día aquel en que, para coronar su obra, dijo:

Fructificad y multiplicad, y henchid la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces de la mar, y en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra1.

Porque del barro con que fue creado, del Espíritu que alentó sobre las aguas, retorciéndose como alimaña herida por la deslumbrante luz del firmamento… con el Hombre también nació la Bestia: reverso maldito de un oscuro e incognoscible Designio.

Nota

1 Santa Biblia, Antigua versión de Casiodoro de Reina (1569), revisada por Cipriano de Valera (1602), Sociedades Bíblicas Unidas, 1957.