«Al final, sólo me siento en casa en un solo idioma».

(Norman Manea)

En mayo de 1973, el ilustre profesor de Literatura Hispánica, Wilfredo Casanova, nos recomendó, con especial énfasis, la lectura de Américo Castro, uno de los más eminentes filólogos y lingüistas españoles, a través de dos obras incluidas en la bibliografía de la cátedra que nos impartía por entonces en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, Campus de Macul. Estas eran: España en su Historia: Cristianos, Moros y Judíos; y Sobre el nombre y el quién de los españoles.

El primero, lo adquirí en la Librería Cultura, sita en calle Huérfanos (hoy desaparecida); el segundo, me lo obsequió mi hermano Antonio, residente por entonces en México. Huelga decir que todas las obras del maestro Américo Castro fueron editadas y publicadas en la capital de México, donde se reinstalaron varias casas editoriales que debieron emigrar, al igual que centenares de intelectuales, luego de la caída de la República Española, en abril de 1939. Fenómeno parecido ocurrió en Buenos Aires y, en grado menor, en nuestro Santiago de Chile, con la llegada del Winnipeg.

Cuando alguien estudia a fondo su lengua, esa misteriosa estructura que heredamos, la que nos ofrece las primeras significaciones verbalizadas del mundo, penetra en la esencia del ser que lo constituye, para procurar entender los enigmas de la existencia entre el uno y lo otro, enfrentados, como estamos, a una realidad que parece sólo posible desde el individuo, desnudo en su primera e irremediable soledad, cuando abre los ojos a las incitaciones sensoriales que aún no se manifiestan en lenguaje verbal, ese sistema de códigos que devendrá, más adelante, en idioma dotado de escritura. En este sentido, la lengua propia asume los atributos de la primera y más entrañable de las patrias –aunque, en este caso, sería más apropiado decir matria.

Desde esta perspectiva, Américo Castro analiza un hecho curiosísimo, quizá único en la Historia de Occidente: el carácter extranjero de la palabra que designa el gentilicio español, ese mismo que suele enarbolarse como bandera ciega de un chauvinismo a todo trance, sin matices y rodeado de «enemigos», tan próximos como distintos, comenzando por la distinción de sus lenguas matrices que, siendo hispanas, no son castellanas: vascuence, catalana y gallega, -tampoco «españolas», si nos atenemos a la tardía denominación isabelina de la impronta geográfica totalizadora.

Como bien apunta Américo Castro, fue el lingüista suizo Paul Aebischer en su ensayo Estudios de toponimia y lexicografías románicas (1948), quien estableció que español es voz originaria de Provenza, propia de la conjugación en la lengua de Oc, puesto que no existe ningún otro gentilicio terminado en -ñol en la lengua castellana. Pero atengámonos a lo que dice y escribe Américo Castro, entre las páginas 18 y 19 de la edición Taurus; Madrid (1972), de Sobre el nombre y el quién de los españoles:

«El adjetivo ‘español’ no aparece en España (Hispania) hasta fines del siglo XIII; el nombre común de los habitantes de los reinos de la Península Ibérica era cristianos, para así diferenciarlos de moros y judíos [y políticamente, según sus reinos establecidos varios siglos atrás: vascos, gallegos, catalanes, aragoneses, castellanos].

»El nombre España, aparte de esto, se daba por moros y cristianos, en los siglos IX al XI, y aun más tarde, a la zona de la península de lengua árabe y religión musulmana, ya sin conciencia de formar parte de la Hispania romana o visigótica (...). El nombre español no aparece como étnico en ningún texto antes del siglo XIII. En la "Primera Crónica General" dirigida por Alfonso el Sabio, se dice que Quintiliano (35 – 100 DC) ”era español e omne muy sabio”. No deja de tener su ironía que en una de estas primeras y tardías apariciones del nombre que acabaría por ser de los españoles –un extranjerismo-, ya se pretenda españolizar, arbitraria y retrospectivamente, a un escritor de la Hispania romana, que nada tenía en común con los españoles de más tarde, fuera del espacio geográfico. Así se inició el desatino de llamar español a cuanto ser animado o inanimado había existido sobre el suelo inconsciente e impasible de la península ibérica…

»Las lenguas existen, funcionan, se escriben o no se escriben en conexión con la situación de vida de quienes las hablen; esos fenómenos de cultivo o no cultivo literario no dependen de cómo sea la estructura formal de la lengua, sino de cómo sea ésta habitada por sus hablantes [se habita la lengua como se habita la patria]. La lengua del sur de Francia, desde la desembocadura del Garona hasta Marsella, poseía un gran nivel literario en el siglo XIII. Pero la lengua de quienes decían 'oc' y no 'oui' está hoy reducida a ‘patois’; no aparecen diarios ni libros en ella; el motivo es que los languedocianos acabaron por aceptar la supremacía cultural del francés, y modificaron la forma de vivir la lengua en que expresaban su pensar y su sentir [fueron ‘deshabitándola’, como les ocurriera más tarde a gallegos y vascos y, en menor medida, a los catalanes; como les ocurrió, al parecer de manera irreversible y trágica, a nuestros avasallados mapuches]. O sea, que la existencia de la lengua catalana es inseparable de la relación histórico-cultural de los catalanes con los castellanos, y viceversa.

»Los futuros españoles pudieron llamarse espanos, o espanescos, como eran llamados en diplomas extranjeros en los siglos IX y X. Pero lo que en todo este asunto parece fundamental es el no haber sentido las gentes de los reinos cristianos, desde Galicia hasta Aragón, la necesidad de darse un nombre común [otro que no fuera el de ‘cristianos’].

»Lo que atañe a la historia y es necesario averiguar, son los motivos de no haber brotado en España el nombre español. Una primera circunstancia fue la ausencia de un centro político, secular, desde donde se proyectara autoridad respetada, y cultura original, necesitada y apetecible. Ese es el motivo, todavía hoy (1965), de que el centro de España dé la impresión, en ciertos medios no castellanos, de ser arbitrariamente dominador».

Es muy posible que estas lúcidas conclusiones de Américo Castro tengan mucho que ver con la actual situación sociopolítica del Estado español, cuyos sucesivos gobiernos posteriores a Franco continúan atados a la rémora heredada en sus leyes constitucionales (como Chile, del pinochetismo), más o menos impuestas por disposiciones articuladas entre los grandes poderes fácticos: Iglesia, Milicia, Monarquía y Altas Finanzas, a cuyo prolongado estatus han contribuido todos los partidos tradicionales, desde el PSOE hasta el PP, con los matices –irrelevantes para la permanencia del sistema- de los turnos cíclicos en la administración del gobierno, más como profesionales de la cosa pública que como luchadores ideológicos.

Si fueron necesarios mil años para que los españoles se otorgaran un gentilicio venido desde fuera, y después de lo ocurrido a partir de octubre de 2017 con el llamado caso Cataluña y con otros aspavientos identitarios, bien podríamos hacer votos para que antes de un milenio más, esa mayoría vociferante y agresiva que dice defender lo español, entienda de una vez por todas que España es un Estado plurinacional y que la riqueza de su historia radica y se sustenta en la diversidad… Y que no son «raros» ni «enemigos de la patria» quienes hablan, leen y escriben en gallego, en catalán o en vascuence.

Cabe recordar aquella decidora anécdota que Alfonso Castelao inmortalizó en uno de sus geniales dibujos, retratando a un maestro de escuela primaria, -en este caso de origen andaluz- que llega a impartir enseñanza en una aldea gallega. Se para frente a un «chaval» (rapaz, en gallego) de diez o doce años, si cabe, y le pregunta:

— Tú, Pepe, ¿cuántoh añoh tieneh?

El galleguiño cree entenderle en su propia lengua y en ésta le responde:

— Na miña casa non temos años, senón dúas ovellas… (Traducido: «en mi casa no tenemos corderos, sino dos ovejas»).

Año, en lengua gallega es cordero; proviene del latín agnus, en este caso, etimología más cercana al latín. Desentendimiento proverbial entre dos culturas lingüísticas muy diferentes. Lo curioso es que sobre el muro de la escuela había un letrero ministerial español que advertía: «Hable la lengua de los caballeros; hable castellano» (Todavía no se empleaba el adjetivo «español» para designar la lengua, hecha nacional y universal, de Castilla; aún hoy, en Chile, decimos profesor de castellano).

Se me dirá que eso es asunto superado, a partir de los 80 del pasado siglo, merced a la creación de las autonomías y su cuerpo de jurídico y administrativo para defender las «nacionalidades históricas» de la Península. Pero tal cambio mental no parece aún enraizado en el inconsciente colectivo de los españoles. De ahí las descalificaciones desaforadas y tanta inquina ante lo que «no se entiende».

Sí, porque desde la patria de la lengua pensamos, actuamos, hacemos, soñamos, y mentimos… hasta creer que somos una cosa distinta a la conformación esencial de nuestro ser, sea como individuos, como colectividad, como nación o como etnia.

También nos alertan y desnudan estas piedras luminosas que heredamos de los conquistadores torvos –como bien expresara el poeta Pablo Neruda-, agradeciendo esta lengua que es, también para mí, la mejor de todas las patrias posibles.