El mito es uno de los aspectos básicos de toda cultura, base para el entendimiento cosmogónico del mundo. Nace como tal, desde los nebulosos orígenes para grabarse, de forma misteriosa, en el inconsciente colectivo. Cuando el mito pierde fuerza, sea por causas internas de disgregación, sea por presiones externas que se tornan incontrarrestables, la estructura cultural que sustenta se desplomará.

Estas reflexiones que apura el cronista, en una tarde lluviosa de otoño, surgen a propósito de la próxima conmemoración, en 22 de enero de 2026, de la anexión del Archipiélago de Chiloé a la República de Chile, luego de ocho años desde la independencia de la corona de España (1818). Como se sabe, aquella Nueva Galicia del austro se mantuvo durante casi una década fiel a su estatus de colonia hispánica en el fin del mundo, exhibiendo una curiosa mixtura de colonos españoles –mayoritariamente gallegos– y la población huilliche (gente del Sur), que defendieron unidos tres sucesivas incursiones marítimas, hasta rendirse ante el poderío naval de la incipiente república.

Pese a los dos siglos transcurridos, la gente de Chiloé (Chilhué: “lugar de pájaros estridentes”, ha logrado sobrevivir al proceso de transculturación, modernidad y posmodernidad incluidas, manteniendo una identidad singular, quizá la única de marcada diferenciación en este largo país de pueblos, climas y paisajes distintos, a través de una geografía que se desgrana, de norte a sur, en una extensión de 4.800 km.

Difícil pervivencia la de la cultura chilota y sus antiquísimos mitos, aún enraizados en el imaginario popular, debiendo enfrentar el asedio constante de la avasalladora explotación capitalista de sus riquezas naturales más preciadas: el bosque y la fauna marina.

Hace medio siglo, las fuerzas vivas del archipiélago lograron frenar el ambicioso proyecto de explotación forestal denominado “Astillas”, ideado en 1974 por las transnacionales japonesas Marubeni Corp. y Sanyo Kokusaku Pulp, un virtual emprendimiento de deforestación masiva de especies endémicas y su reemplazo por pinares de rápido crecimiento y de fatal deterioro de los suelos naturales.

Recién había sido derrocado el presidente Salvador Allende, y la dictadura militar buscaba esas manidas “inversiones a corto plazo” que constituyen el catecismo de la productividad a todo trance, sin parar mientes que se trata sólo de beneficios en corto plazo que enriquecen a un grupo de plutócratas, en desmedro, no sólo de la masa trabajadora, sino del medioambiente que sustenta la vida, a menudo irrecuperable en sus ciclos ecológicos de equilibrio y renovación.

Nada dijeron entonces nuestros coléricos nacionalistas, tan celosos de preservar “lo chileno”, cuando se trata de repudiar “ideas foráneas”, aun cuando dentro de nuestras fronteras no hemos conocido ni siquiera un “lustro de las Luces”. Entretanto, como bien expresara el poeta, antropólogo y profesor chilote, Renato Cárdenas: “La televisión (¿nacional?) invade los rincones de nuestro archipiélago mágico, con su carga de estridente mediocridad y barbarie envasada. Los isleños reciben y absorben este virtual avasallamiento con escasas posibilidades de defensa. Paralelamente, los recursos económicos de su entorno son explotados en forma irracional, dejándoles un magro beneficio. Se destruye la fauna marina y la riqueza forestal, aduciendo supuestas ventajas de un progreso que es la máscara de una nueva barbarie”.

Transcurrido un cuarto del siglo XXI, la situación de Chiloé no ha cambiado para bien; por el contrario, se agudizan los procesos de expoliación del ser humano y del medio. Los testimonios de sus habitantes son claros al respecto y podemos apreciarlos desde el ojo avizor de las plataformas cibernéticas: cómo se tala de manera inmisericorde el bosque nativo; cómo se depreda el mar y la tierra cultivable; de qué modo las salmoneras que enriquecen a un puñado de inescrupulosos infestan el mar interior del archipiélago y extinguen especies nativas, sin control alguno.

En su notable libro Caguach, Isla de la Devoción (Ediciones LAR, 1987, Omar Lara, editor), Renato Cárdenas y Alberto Trujillo, destacados escritores, nos proporcionaron claves del inquietante fenómeno, desde su vasto conocimiento del universo chilote:

Nuestros trabajos tienen por finalidad mostrar al hombre y a la mujer insulares en su condición de gestores de una fuerza expresiva muy grande.
Hacemos esto en momentos en que se aplastan los valores más prístinos del ser humano. Se quiere torcer mañosamente el destino de un pueblo, ofreciéndole abalorios y chaquiras que relucen y encandilan.
Pero Chiloé se sigue alzando –una vez más– como el último bastión, el último reducto que se atreve a ofrecer una personalidad autónoma.

Ad porta de esta efemérides, creemos que estas sabias consideraciones escritas hace cuarenta años no hacen sino confirmar la difícil pervivencia de una cultura notable, que encanta y asombra al viajero: sobre todo, si sabe soslayar el chato prisma oficialista, cuyos manejos apuntan a asumir lo “auténticamente nuestro”, merced a obvias generalizaciones esquemáticas, reduciendo realidades dinámicas y contradictorias a folclorismo de tercer orden.

Doscientos años son una brevísima parte en la historia. Recordemos que el mito chilote de las dos serpientes colosales que se disputan los ciclos engendradores de la naturaleza, en una dialéctica tan antigua como el universo: Caicai Vilú, la sierpe del Mar y Tenten Vilú, la sierpe de la Tierra, tiene su origen hace cincuenta mil años, y todavía su enseñanza simbólica está presente en el ideario chilote, cuya pervivencia quisiéramos prolongar en muchos siglos venideros.