«Sólo los niños y los pájaros conocen el sabor de las cerezas».

(R.M. Rilke)

El hombre prueba una fruta en la feria libre del sábado; el hombre tendrá, cuando mucho, cincuenta años. Arruga el entrecejo y con un gesto de repudio en los labios dice: «Estos duraznos tienen gusto a nada, no son como los de antes...».

Vaya tópico este: los sabores extraviados en el tiempo, lo que fue y no volverá a ser, hermanado al clásico ubi sunt que hizo popular, en las Coplas a la muerte de su Padre, el doliente poeta, Jorge Manrique:

«Los placeres y dulzores
de esta vida trabajada que tenemos,
no son sino corredores, y la muerte,
la celada en que caemos…».

La caducidad se registra también en lo sensitivo –qué duda cabe- y nuestro paladar no percibe los aromas de antaño como si fuéramos un niño encaramado en el árbol, disputando las cerezas con los zorzales que inauguraban el vuelo tibio del verano.

En el amor ocurre algo semejante: podremos enamorarnos más de una vez, pero la sensación de aquel primer rapto, cuando cruzamos el umbral de la adolescencia, ese torbellino que nos arrebata y dispone a un abandono sin reservas, no se repetirá, por más que idealicemos los nuevos momentos amorosos y sus renovadas incitaciones.

Neruda lo cantó con mayor precisión: «Nosotros los de entonces ya no somos los mismos». Si vale para las capacidades amatorias, vale para el paladar, que ve disminuir también las propiedades de las papilas gustativas, la certeza de la visión, la agudeza del olfato y la precisión del oído (el tacto, hasta ahora, parece sobrevivir lozano).

Lo que ocurre con la fruta, pasa con las personas. De pronto, alguien se te acerca en el café.

— ¿Eres Edmundo, verdad?

La miro a los ojos.

— ¿Tú eres la Melé, cierto?

Ambos hemos envejecido –vaya novedad-, entonces la memoria pugna por rescatar las imágenes remotas del recuerdo, superponiéndolas a los trazos que la implacable realidad dibuja en el hoy, hasta que eliges la que te parece más cálida:

— Melé, querida, aún conservo el libro de Will Durant que me regalaste cuando cumplí quince años.

Ni siquiera cabe recurrir a la sentencia de Borges: «La vejez, eso que les pasa a los otros»; porque, en este caso, también a mí me aconteció, según dicen las pupilas algo opacas de Melé, desde el gris desvaído que se apodera del otrora azul intenso que me atrajo, hace la friolera de sesenta años, en una calle de La Cisterna, bajo las acacias que despedían ese aroma dulzón, distinto al de hoy, sin duda, aunque estos árboles rugosos mantengan su olorosa florescencia.

El olfato suele ser una poderosa herramienta para la remembranza. Aromas, perfumes, olores de diversa especie e intensidad pueden llevarte a recuperar recuerdos, traducidos en imágenes y sensaciones muchas veces hundidas en la ceniza del olvido (ya te he comentado, amable lectora o lector, acerca de esos efluvios culinarios de la infancia, recios y pegajosos, provenientes de las artes gallegas del condumio en los días de Chacra El Olivo).

Flaubert narra una curiosa experiencia olfativa de mediados del siglo XIX, que atraía a potentados y aventureros de Francia, para que visitaran a una famosa hetaira egipcia de Alejandría. Era una fémina de belleza sólo comparable a la legendaria Cleopatra, por cuyos breves servicios eróticos los hombres de fortuna de la época pagaban enormes sumas de dinero. Según la descripción que mi memoria recupera, aquella mujer expelía, desde el ombligo hasta la cabeza, los más deliciosos y refinados perfumes; desde el ombligo hacia abajo, hedía con efluvios nauseabundos, aunque femeniles. Su irresistible atractivo, para aquellos galanes de la bella y pecadora Lutecia, consistía en la mezcla enloquecedora y perversa de esos olores.

El olfato bien puede ser un arma defensiva, por su llamado de alerta ante peligros inminentes. Durante la primera guerra mundial, hubo varios sabuesos humanos, sobre todo alemanes, capaces de percibir, a gran distancia, la activación de propulsores de gas mostaza o pimienta, de efectos letales para los soldados en las trincheras de Verdún… Un modesto poeta, amigo entrañable, se quejaba de no poder disimular ante su mujer el tufo a vino barato que arrastraba de las tertulias en la Casa del Escritor: *«La Rosaura tiene un olfato de león; todavía no abro la puerta del departamento y ya me grita: -Otra vez estuviste chupando…».

Conocí el caso de un patriarca que olfateaba a los visitantes cuando estaban a poco menos de una cuadra; esto le permitía actuar en consecuencia: se acicalaba o escondía, según fuese de grato o importuno el posible huésped. En cierta ocasión, al regreso de una fiesta, muy de madrugada, mientras atravesaba uno de los salones de la casa, percibió en la penumbra un hálito desconocido y amenazante. Tuvo el tiempo justo para desviarse, coger un garrote y dar cuenta del ladrón que se agazapaba detrás de un mueble.

Hay quienes hablan de ciertas «campanas del recuerdo».

Quizá porque algunos sonidos guardan mayor fidelidad en el tiempo, como una especie de «sabores auditivos» que pudiéramos recuperar a la manera de Marcel Proust, el gran evocador de la nostalgia. Así, hay voces que no han sufrido el deterioro de Cronos y permanecen, como antiguas campanas que tañeran sones intemporales. El escritor francés, Joris-Karl Huysmans, habla de la perennidad de ese canto encerrado en el gran corazón de los bronces catedralicios, cuyos carillones lo repiten a lo largo de siglos de resonancia, sin que pierda un ápice el acento de sus imperecederos tañidos.

Ayer recibí la sorpresiva llamada de una amiga entrañable, desde Viena, merced al milagro de la telefonía digital que nos ofrece la ilusión de íntima contigüidad. Hacía una década o más que no nos escuchábamos, pero tuve la honda sensación de que era la misma voz de antaño, suave, tierna y acariciadora, cuando concertábamos una cita para amarnos como hacen una mujer y un hombre, donde las voces complementan la fugacidad de los placeres sensoriales.

Entonces, saboreé el grato recuerdo, esta vez con los cuatro sentidos disponibles para ello, mientras pronunciaba su nombre en la fruición callada y secreta de las palabras.