Habrán pasado ya setenta años, setenta y dos quizás –he perdido la cuenta– pero recuerdo a menudo la efeméride cuando la primavera germina antes de tiempo y renace en las veredas el fenómeno. Se ha cumplido un nuevo aniversario de ese último abrazo que ensayamos en el instante previo a que te fueras. Y yo sé que era agosto porque al abrir los ojos, las flores de aquel árbol –las blancas, las rosadas– lograron conmoverme con el aroma azul de su eterna primicia involuntaria.

Me acuerdo como si hubiese ocurrido esta mañana. Le habías dado el primer sorbo a tu café, mientras leías vaya uno a saber qué, sin prestarle atención a la tormenta y abrí el portón cargando mi equipaje… dos valijas y un bolso improvisado.

Supuse que ibas a quedarte– (murmuraste, sin compasión alguna), –me habría gustado que vinieras conmigo, aunque no creo que vayas a sentirte muy a gusto allá en mi pueblo–.

Te di la razón. Ya estaba todo dicho. Pensé que lo mejor iba a ser separarnos y cometí el error imperdonable de decirlo en voz alta. ¿Por qué acepté tu suposición absurda y desalmada, si yo había decidido algo distinto? Es algo que jamás pude comprender.

Apenas dejó de llover, fui a llorar al jardín, recostada contra el áspero tronco del castaño, cerca del fresno que el abuelo acostumbraba a mostrar con orgullo frente a las visitas. Y yo sé que era agosto, porque allí los almendros ya habían florecido en el gris del invierno, como suelen hacerlo.

Cuatro días atrás se había derrumbado la ilusión de conseguir que te quedaras ¡y ni siquiera podía viajar contigo!

Contra las catastróficas hipótesis de aquel despiadado desencuentro a merced de la lluvia y la intemperie, no demoró en brotar entre nosotros una serenidad acompasada por la belleza tranquila del almendro en flor.

Quien me ayudó a destejer la tristeza de la despedida con su hilo infinito de paciencia, fue mi madre, modista apasionada, fuera de lo común o lo esperable. De modo que supo bien cómo curar aquella herida, bordándole palabras para que dejara de sangrar, mientras tomaba las medidas de las mangas o señalaba los ruedos con la tiza.

Fue quien estuvo cuando sobrevinieron, sin buscarlos, los múltiples estados de mi angustia: sed de venganza, anhelo, decepción, congoja, desamparo, huella resignada. Mis penas lastimaron, como feroces alfileres, sus gentiles y buenas intenciones. Sin embargo, luego de un proceso ineludible, inesperado, lento y doloroso, mi cicatriz se tornó –gracias a ella– muchísimo menos nítida. Poco después, comencé a enhebrar, en silencio, el secreto propósito de verte volver...

Siempre admiré a mi madre, desde niña, por su capacidad para calmarme ¡tanto aprendí con ella! A coser dobladillos, a dejar ir aquello que no tiene remedio, a confiar, perdonarme y olvidar sin rencores.

Y si fue la encargada de darle las puntadas finales al vestido que me había estrenado esa tarde amarilla, fatídica, de agosto, también se ocupó ella de este otro –de encaje y de satén– que atesora, en su caja, el fondo de mi armario.

Observando al almendro aprendí a atreverme, a parecer incluso enajenada, vistiéndome con pétalos, sin miedo, en un camino huraño donde otros se conforman tan sólo con sus ramas. Hoy admiro a nuestro árbol, porque arriesga, embellece, anuncia y despabila, ilumina, despierta, da refugio. Igual que una noticia milagrosa aguardada con ansias, como la que llegó en boca de un vecino a la carpintería de mi padre, antes de que aquel hecho sucediera:

¿Qué edad tenías cuando te enamoraste de mamá?, me jura que le estaba preguntando con una curiosidad incandescente, ansiosa y a la espera de respuestas. ¡Necesitaba creer que era posible reencontrar ese amor dulce y perfecto que me había quitado tu partida!

A los veintitantos, respondió y cambió de tema. Él, por puro pudor, prefería hablar de cualquier otra cosa delante de sus clientes potenciales.

¿Se enteraron lo del hijo de Elenita? Regresó ayer por la anoche, arrepentido de haber abandonado esta ciudad por un empleo que sólo fue promesa, deslizó don Raúl, entre un martillazo y otro, como si no entendiera cuánto me importaba escucharlo.

Le oí decir que vendría hasta aquí –prosiguió (y ahora sí, me dedicaba un guiño)– las vecinas comentan que hay cierta gente a la que ha estado extrañando demasiado.

Su confidencia desataba el nudo indisoluble que se había instalado en mi garganta, evaporaba, en el acto, cada lágrima y, aclarando mis dudas, les sembraba un futuro a mis ganas auténticas de intentarlo otra vez.

Miré por la ventana y distinguí, a lo lejos, un ramillete de florcitas silvestres naciendo de tus manos. Vi dibujarse el aire con tu paso apurado y la sonrisa tímida de quien pide permiso para empezar de nuevo.

Supe entonces que septiembre traería esa oportunidad que ambos habíamos declarado perdida tan impulsiva y prematuramente. El sabio consejo de mi madre rescató la enseñanza del almendro: Nunca el invierno tiene la última palabra y es una gran mentira que ya esté todo dicho…