Desde los inicios de la humanidad, el hombre ha buscado respuesta a los hechos de la vida y la Naturaleza en un Ser o seres superior(es).

El hombre ancestral, corto de razonamiento y todavía más de entendimiento, lo veía en todas partes. Le atribuía todo y también lo culpaba de todo. Para él no era uno sino varios, muchos. Y por eso los llamaban dioses. Y los tenían para todo y para todos los gustos.

Precisamente debido a esa falta de razonamiento y entendimiento cognitivo de lo que no se comprendía. Se daba por un hecho que «las cosas ocurrían» por «causas sobrenaturales» originadas por esos entes llamados dioses.

Por esa misma razón, las religiones no habían nacido como tales: comprensión política y organizada de lo que se considera un dios (Teo) con el propósito de transmitir esa comprensión al Pueblo, a la comunidad organizada. Y crear estructuras de poder y organización eclesial con el fin de dominar y controlar políticamente al Pueblo. Bajo el temor natural a los denominados dioses.

Por parte de una casta política especial, la que «casualmente» gobernaba o aconsejaba fielmente a los gobernantes: reyes, emperadores, césares, faraones, sultanes, etcétera.

Llamados de muy diferentes formas: cleros, sacerdotes, sacerdotisas, magos, brujos, chamanes, místicos, oráculos, etcétera.

Conforme la humanidad se desarrolló, crecimos en razonamiento y sobre todo en entendimiento de los fenómenos naturales y las causas científicas que los conforman.

La humanidad también empezó a organizarse y estructurarse jerárquica y políticamente.

Nacieron los pueblos y las civilizaciones. Y lógicamente hubo la necesidad de controlar tanto a los pobladores como a los recursos bajo una organización política.

Y qué mejor forma de hacerlo que, bajo una organización eclesiástica. Dominando y controlando sus temores a lo desconocido, a los dioses en los que creían, pero que no sabían lo que eran.

Y lo más importante de todo, a quién respondían, o quiénes hablaban por ellos.

Como anillo al dedo, los jerarcas políticos se inventaron la religión. Le dieron un carácter divino. Y se casaron con ella.

Poder político y poder eclesiástico unidos por siempre y para siempre con un solo propósito, mantener el control y la dominación de sus hijos.

El Pueblo, al que tristemente trataban como un recurso de su propiedad. Ya que, «supuestamente» fueron ellos quienes les dieron vida. A través de sus dioses.

En un matrimonio donde, «desde las alturas» esos dioses hablaban con ellos y les decían qué hacer a través de los autodenominados: sacerdotes, magos, chamanes, etcétera.

Y, por supuesto, respondiendo al orden jerárquico y eclesiástico de la religión dominante.

Afortunadamente milenios después, el Pueblo también se educó, empezó a razonar por sí mismo, a ser consciente de sí mismo y de su poder.

Desafió al poder eclesial y al político también. Y ante una gran mayoría en su contra que no sólo se revelaba, sino que, también amenazaba con derrocarlos y acabar con su poder.

El matrimonio poder político y eclesiástico decidió ceder un poco de su poder a sus hijos.

Y la mejor forma que encontró para hacerlo fue decir: «ya no hay dioses, hay un solo Dios».

Y también vela y ve por ustedes mis queridos hijos. ¡Pero aún lo hace a través de nosotros!

Sus padres, por lo tanto, nosotros aún mandamos y deben hacer lo que nosotros decimos.

¡Porque Dios lo manda! Y tristemente así nacieron las religiones monoteístas.

Siempre bajo el control y dominio del matrimonio de poder político eclesial.

Pero lo más triste e indignante de todo es que Dios si existe. Solo que no pertenece a ninguna religión. Y ciertamente tampoco pertenece al hombre.

Pero de eso hablaremos más adelante. Entre tanto, si quieren leer más acerca de este tema y otros correlacionados, vean la siguiente página sobre Dios y Antropocentrismo.