Me recuerdo, cuando mis hijas eran pequeñas, las emociones que sentían durante las fiestas de Navidad. Sus ojos se encendían al pensar en la magia que representaba la atmósfera navideña. Los preparativos empezaban el primero de diciembre. Se contaban los días usando un calendario de navidades y cada día iniciaba con una pequeña sorpresa, un pequeño regalo. Por la tarde, veían un programa en la televisión, que contaba una historia que duraba media hora al día y continuaba por los 24 días primeros días de diciembre hasta la noche buena. La tensión del drama aumentaba de día en día y ellas quedaban siempre más obsesionadas por los eventos. En la casa, la decoración era modesta y consistía en ramas de abeto, naranjas con clavos de olor, que colgaban perfumando el ambiente, luces y algunos dulces preparados en casa para las fiestas, con un perfume lleno de alegrías y recuerdos.

Mis hijas eran pequeñas y vivían estos 24 días llenas de emociones y alegrías. Corrían, reían, jugaban y cantaban villancicos. Me recuerdo de uno de ellos, que decía: “es Navidad, Navidad de nuevo y la fiesta dura hasta el Año Nuevo”. Para la fiesta, íbamos siempre a la casa de sus abuelos maternos, que vivían en el campo, lejos de la capital. Un viaje de unas 6 horas en coche, atravesando Dinamarca de lado a lado. Los abuelos habitaban en un bosque “encantado”, con pinos y pequeñas colinas formadas por dunas de arenas, que, en los intentos de evitar que se expendieran por los campos, las habían plantado, cubriéndolas con árboles y hierba, que impedían el avanzar de las arenas.

La casa quedaba a poca distancia del mar del Norte y tenía un jardín enorme, donde se jugaba con la nieve. El paisaje, el fuego de la chimenea, las decoraciones, la nieve que caía puntualmente y el cielo lleno de estrellas, eran los ingredientes principales del escenario festivo. Toda la familia se reunía y los niños jugaban por horas. La cocina estaba siempre llena de gente afanada con los preparativos y el perfume de la comida invadía todos los rincones de la enorme casa. El pato asado, las patatas, las salsas, el arroz con leche y almendra, la cerveza dulce fermentada especialmente para las navidades, biscochos de mantequilla, fruta seca y tantas otras golosinas decoraban la mesa.

El mismo día de Nochebuena nos juntábamos todos y partíamos a buscar el árbol. Los abuelos tenían una plantación de pinos navideños y había muchas posibilidades de elección. El árbol tenía que ser alto, unos 2 metros y medio, con muchas ramas, simétrico en la medida del posible y de un verde intenso con ese típico aroma de resina de los pinos verdes. Una vez seleccionado, lo cortábamos y lo llevamos en un trineo a la casa.

Antes de la cena, los adultos preparaban el árbol sin dejar que los niños pudieran entrar y curiosear. Todo tenía que ser una sorpresa. Al momento justo, una vez terminados los preparativos, con todas las luces del árbol encendidas y el cuarto a oscuras, abríamos la puerta para que entraran los niños. Una docena en total a admirar el imponente árbol de Navidad. Decorado, con todas sus luces, golosinas y regalos. Los niños con una expresión de sorpresa en el rostro, entraban encantados y no podían contenerse, esperando la hora de poder abrir los regalos y antes de hacerlo, nos tomábamos de la mano y dábamos vueltas en torno al árbol cantando todos juntos. Una imagen viva que aún conservo y continúa a emocionarme. Un recuerdo que tengo junto a muchos otros, en una vieja valija que siempre tengo conmigo y que ahora revivo con mis nietos.