Paul, me confieso ser tan heterogénea como vos.
A veces tengo la sospecha de no ser sencilla, ni auténtica, ambiciosa al carajo, ególatra de la estupidez. También tengo hambre de crear, lejos de sistemas filosóficos, pero cerca de un maldito beso bien dado a la exclusividad.
No puedo ver una pantalla en blanco porque ya quiero escribir; con flojera o voluntad, renacentista o con ridiculez. Son como estas líneas que salen de mi utopía barata por digitar algo, como si la rabia se me saliera por los dedos.
Cierto, nada de lo que escribo me gusta y no me importa. Lo sigo haciendo por carácter, por nebulosidad, por no tomarme la cerveza de la desesperación y luego querer una más, y otra y la que sigue. Por esta brújula interior que se mueve en diferentes direcciones sin buscar un fin aparente hasta que, chispeada de la nada, encuentra su mapa y logra llegar a su destino.
Figura y carácter hasta el mausoleo de mis cenizas, porque eso de sepulturas no va conmigo.
Igualita a vos, soy esa mezcla de baratijas intelectuales y emocionales que no se dan por sus miedos, pero tiene pie de guerrillera. Fundamentalista de mi género, pero con pasión y desbordante erotismo.
Eso sí: al diantre la reprensión, esa vergüenza no me enmascara.
¡Ah, no… pero también sentimental y coqueta, femenina de margaritas y a la espera de un buen sexo! ¡Cómo peleo con mi voluntad, dirías, la mía!
No hay nada de filosófico si dejo un día de escribir, pero amansar mis ideas es como montarme en un toro mecánico y dejarme caer sin pelea.
¿Recuerdas lo que te conté de mi niñez?
La poesía me llegó a los cinco años, sin saber leer ni escribir. El zacate que recién cortaba mi padre era, para mí, ya una lluvia incontrolable de metáforas. Luego le pedí un galerón sencillo con cuatro horcones, para pasar allí la soledad soportable, rodeada de helechos, papiros y cinquillos.
Cuando era invierno, perseguía las gotas que caían en las plantas, seguía el paso de las hormigas, y disfrutaba el ruido de los aguaceros sobre las latas de zinc.
Con los años, entiendo que ese fue el tiempo donde descubrí el poema y mi vocación de querer habitarlo por el resto de mi vida. Ese espacio fue vital con mi asombro y en búsqueda de inspiración.
Ya a los 8 años, le decía a mi madre que sería poeta y misionera, y solo se echaba a reír de semejante ambición. “Te vas a morir de hambre”, me decía.
Pero he cumplido con mis sueños de infancia. Me lo creí y lo creo hasta los huesos. Es esa continuidad, como decía Octavio Paz, “la revelación a conversar secreto con uno mismo”.
Regresando a aquella niña, Paul, jugaba siempre a ser topo. Me escondía en el rancho que estaba rodeado de bambú, e imaginaba que cavaba un túnel donde me refugiaba del mundo, uno que no me golpeara con dolor y me dejara estar apartada de todos y disfrutar del silencio.
¡Era ya momento de empezar a leer y a escribir!
Mi madrina en una de la Navidades me regaló el libro Corazón, de Edmondo De Amicis, y en su diario pude encontrarme plenamente.
Luego, mi madre con su afán religioso me enseñó la Biblia, y encontré el Cantar de los Cantares, donde el símil fue como una tierna golondrina en mis primeros retazos de escritura amorosa y mística.
En mis cuadernitos de apuntes, que llegaron a ser siete, empecé a experimentar y percibir las palabras como música en mis dedos, acompañándolas con mis trazos de dibujos.
Luego, vinieron dos tomos de la enciclopedia El tesoro de mi juventud, heredados por mi abuela, donde aprendí a entender la diversidad de géneros literarios y lecturas clásicas, desde las fábulas de Esopo hasta la poesía del Siglo de Oro.
No sé estimado, si a vos te pasa lo mismo, si filosofar es tan inherente en tu vida como lo es en la mía. Ya en mi época escolar, la biblioteca era un refugio del bullying que sufría por ser diferente y meditabunda.
Y llegó el momento de descubrir los libros. Así aparecieron Walt Whitman, Emily Dickinson, Pablo Neruda, Cummings, Goethe, Silvia Plath, Gloria Fuerte y muchos más que influyeron en mi forma de ver el mundo y retomar la tradición como un referente.
La lectura es mi oxigenación. Escribir y leer me sana cuando se trata de aguantar dolores físicos y emocionales. Todavía me confunden Borges y Dante y esa sensación me saca de la, digamos, conceptualizada “realidad”.
Con relación a mi escritura, se me acusa lo que dijo Ray Bradbury: “Todo lo que no es autobiografía, es plagio”.
Y no es asunto de escogencia. Es mi historia personal, mi autobiografía. Escribo la mayoría de las veces por mis pulsaciones, por la etiqueta de la bipolaridad, y el sfumato de mi pintura y voz personal. O por las diatribas y mi prosa poética.
Y te lo digo, Sartre te gustaría mi época.
Te soy sincera: en otras ocasiones he estado más segura de mí misma y lo he confesado. El gremio literario me ladra y huyo; retrocedo de reojo, nada más de reojo y luego arremato. Creo que tengo miedo pero no lo tengo, me hieren pero sigo blanda y amando.
Porque sé amar mucho más de lo que se jactan en callarlo muchas mujeres. No lo digo, pero lo escribo. Si me atenazan de superficialidad que lo hagan, que me insulten. Les daría besos audaces para callarlos. Me reprochan de desbordes ciegos e impulsivos.
Y puede ser que sea incapaz de doblegar mis emociones, como decirle a un hombre de a primeras que le amo y sea insensible, o si le digo, y ya para qué.
Actualmente, me esperan aún varios proyectos que sostengo con disciplina en mis madrugadas, pues es la hora más libre y sosegada.
Pero no me apuro. Acepto que no seré un Alfonso Reyes ni un Balzac, pero sí una Luissiana Naranjo, fiel a sí misma. Y con añoranza a escribir por el camino largo en esta postmodernidad, sin el fin de ser original, porque también puedo darle sello editorial a la modernidad, pero acuerpando otros cuerpos, ostentando otras resurrecciones en la mía propia.
De cómo me siento, te diré que puedo contar hasta diez ante la rabia por un demagogo, perderme un instante porque pasó una mariposa, regresar mil veces a una idea que me obsesiona (remarcarla en rojo en mis notas hasta cumplirla), leer las etiquetas con devoción.
Puedo olvidar nombres como olvidar penas, putearme sin llenarme de culpas, putear porque putas madres son miles, llorar despotricada porque se maltrata a un perro como a un niño, sentir vergüenza ajena y propia porque a veces se necesita la decencia o indecencia para derribar prototipos.
Puedo imaginar otros colores, perderme con el olvido de tantos olvidados, dejarme el invisible que muchos me desean, propiciar la pregunta para la que nadie tiene respuesta, convocar a mi espíritu con todos los dioses verdaderos: ¿acaso hay alguno falso?
Puedo intuir quién me quiere, quién no, rebotar ante mis caídas libres como despeñaderos, creer que muero, que resucito, que me acribillo. O que me aman, que me mienten, que se burlan, que la flor es bonita y que nace en mí, cada día, un nuevo pájaro rojo.
¿Más? Un poquito solamente.
Huraña… gata, guepardo o un simple pato de lago dulce que saluda a su cazador.
No sé qué soy para conmoverte, pero lo haría si esta carta fuera para otros. Mi riesgo es decírtelo después de casi un siglo.
Y te lo expongo: deja de perder esa carta tuya que sí existe, pues le siguen llegando a una Simone Jolivet.