Un fantasma recorre la izquierda uruguaya: el desencuentro subjetivo entre el partido y el gobierno, entre el Frente Amplio y el Poder Ejecutivo. Su resolución fraternal pero sin ambigüedades marcará el futuro del progresismo uruguayo, forma que asumió nuestra izquierda durante los 16 años, incluidos estos nueve meses de gobierno de Orsi, que vienen cambiando la historia de nuestro país.

Nunca antes como en estos 9 meses de gobierno frenteamplista, este dilema asumió dimensiones que impiden ocultar la contradicción.

¿Quién manda, el partido o el Poder Ejecutivo?

Su abordaje no es simple, su complejidad desanima y la tentación de barrer la contradicción bajo la alfombra del no te metas es una tentación real. Intentaremos con estas reflexiones organizar el debate sin preconceptos.

La primera incógnita a dilucidar es constitucional. La interpretación que afirma que el Poder Ejecutivo gobierna para todos los uruguayos y no solo para los que lo votaron, no puede interpretarse en forma simplista.

Obvio es que las decisiones del Poder Ejecutivo tienen imperium en todas las capas de la sociedad civil y política. Pero el equipo gobernante nunca ha modificado su ideología, su identidad, su programa, para satisfacer las ideas que se opusieron en las urnas a su propuesta.

Gobernar para todos los uruguayos debe interpretarse como gobernar para el bien común, pero con las ideas que resultaron mandatadas por las mayorías que se pronunciaron en los comicios. Lo contrario sería un desatino. Implicaría engañar a quienes lo eligieron, traicionar el mandato del Partido que eligió a sus representantes en un congreso formal y democrático para que llevaran a cabo las ideas programáticas que fueron aprobadas.

Esa interpretación contra natura sobre el concepto “se gobierna para todos los uruguayos” implicaría obligar al gobierno de Lacalle Pou a que, en aras de satisfacer los intereses de los uruguayos frenteamplistas que no lo votaron, enviara a la papelera su LUC o modificara su política sanitaria ante el flagelo del COVID, que impidió salvar la vida por lo menos de 3.000 ciudadanos, que hoy podrían seguir con nosotros.

Respetar a las minorías es una condición necesaria en la horma de la democracia representativa que rige al Estado uruguayo. Pero el respeto no implica sujeción a las minorías, más allá del intento cultural de persuasión constante y sin trampas. A lo sumo se podría interpretar este mandato como un mandato hegeliano, donde la mayoría es la tesis, la minoría la antítesis y la solución sería la síntesis.

Por otra parte, la derecha y el centro derecha que gobernó durante más de 150 años la historia nacional, con aisladas y traicionadas excepciones, jamás subordinó sus ideales a los intereses de la minoritaria oposición de izquierda que, hasta el 2005, nunca tuvo oportunidad de cambiar el curso de nuestra historia. El único ejemplo donde el partido colorado dirigió claramente el poder ejecutivo fue el periodo reformista de José Batlle y Ordoñez.

En mi concepción, por lo tanto, es el partido que ganó las elecciones el que manda, es el programa que obtuvo el consenso mayoritario el que se aplica, son los candidatos elegidos por el partido ganador los que, siguiendo las directivas de sus mandantes, ejecutan las ideas de la fuerza que los mandató.

Por otra parte, la interpretación taxativa de “se gobierna para todos los uruguayos” carece de todo sustento legal o constitucional. En efecto, el artículo 168 de nuestra Carta Magna, el único que se refiere a las potestades y representatividad del Poder Ejecutivo, no establece en ninguno de sus incisos esa obligación. La única referencia al respecto es cuando establece que el Presidente de la República representa a todos los uruguayos en el exterior. Dicho todo esto, salvando la obviedad de no gobernar contra los derechos de las minorías que no lo votaron. Más allá de las múltiples violaciones a esta ética, y si no pregúntenle a Pacheco Areco, presidente constitucional de los uruguayos, violador contumaz de este principio ético.

Dicho lo expuesto, sin embargo, hay que afinar los conceptos. El Frente Amplio no es un partido homogéneo, sino un movimiento donde coexisten distintas tendencias, socialdemócratas, cristianos, marxistas, anarquistas, entre otras identidades, unidas todas por un principio emancipador de nuestra sociedad. No es una coalición como la construida por la oposición blanqui-colorada, porque a diferencia de esta, tiene autoridades únicas, Congreso único, programa único y mandato imperativo. Y esa característica determina que el presidente elegido debe, ahí sí, contemplar los distintos matices de la fuerza política que lo llevó al poder. Y así lo ha hecho en sus 15 años y 9 meses que lleva gobernando a nuestro país.

Cierto es que en estos 189 meses de experiencia ejecutiva, el ala socialdemócrata del Frente Amplio condujo la economía, mientras el ala izquierdista bregó por atenuar los efectos injustos del capitalismo, sistema que envuelve la vida de nuestro territorio. Fue un empate entre ambas tendencias que nunca orilló la ruptura.

Pero en el gobierno de Orsi, ungido en la interna en forma abrumadora, es la vez en que un presidente le dice al partido que lo llevó al poder que una cosa es el gobierno y otra la fuerza política y que quien decide y manda es el gobierno y no el partido. En los hechos, Tabaré Vázquez, sin decirlo, lo había practicado, pero sin mayores contradicciones con el programa, salvo excepciones que confirmaron la regla, como el veto a la despenalización del aborto, entre otras situaciones. El de Tabaré fue un gobierno claramente presidencialista, mientras que el de Mujica fue más de partido, aunque coexistiendo las dos grandes orientaciones que conformaban el Frente Amplio.

En filas de la derecha política, el gobierno de Lacalle Pou fue el gobierno de mayor personalismo presidencialista desde la caída de la dictadura, superando incluso al gobierno de su padre.

En el lustro anterior, Lacalle Pou dejó en claro que no gobernaba la coalición multicolor, ni siquiera el directorio de su partido, sino que el que mandaba era él. Ni siquiera convocaba a su gabinete para adoptar decisiones trascendentales. No los consultaba orgánicamente. Era el virrey el que decidía. Los vasallos acataban. Distintos fueron los gobiernos de Sanguinetti y Jorge Batlle, que escucharon parcialmente a sus organizaciones políticas. Y el de Lacalle Herrera, más presidencialista que los colorados, mitigó su indiferencia partidaria con secretarías de Estado asignadas a sus correligionarios y aliados. Podríamos decir que los blancos han sido los que más se han olvidado del partido que los llevó al poder. Salvo en 1958 y en 1962, cuando dirigieron el Consejo Nacional de Gobierno, el experimento colegiado, donde tuvieron en cuenta las demandas de su partido, no existe otra experiencia de mancomunión entre gobierno y partido blanco, con algunas excepciones en la presidencia de Manuel Oribe.

Pero centrémonos en el tema de esta nota, la contradicción en el Frente Amplio.

La izquierda desde antes del 5 de febrero de 1971, cuando se crea el Frente Amplio, siempre priorizó al Partido. La corriente marxista le había ganado la pulseada a las fuerzas anarquistas, menos simpáticas con organizaciones verticales organizadas. Sin embargo, Marx nunca formuló una teoría de partido. El que sí la elaboró en su qué hacer fue Lenin, con su centralismo democrático y el profesionalismo revolucionario.

También es cierto que el Frente Amplio no adoptó la teoría de partido de Vladimir Elich, pero sí consagró en sus Estatutos aprobados a la caída de la dictadura el concepto de mandato imperativo. Es decir, que si se ganan los comicios, el Poder Ejecutivo debe seguir las orientaciones del partido, establecidas en el plan de gobierno aprobado por su Congreso.

Por ende, tanto en la historia de la izquierda uruguaya como en los Estatutos del Frente Amplio, no hay dudas de que no se puede gobernar ignorando las posiciones del FA, que a su vez tiene autoridades democráticamente elegidas.

Pero la realidad no es tan simple.

El gobierno de Orsi, sostenido por la principal organización frentista, el Movimiento de Participación Popular (MPP), surge después de una traumática derrota en 2019 y su principal objetivo es que no se repita.

Nadie puede dudar del izquierdismo del MPP, cuyos lazos con el Movimiento de Liberación Nacional son innegables. El MPP ha heredado el pragmatismo de José Mujica Cordano, pulmón de los ciudadanos más humildes.

Pero hay que preguntarse cuáles son los límites del pragmatismo cuando no existe la correlación de fuerzas indispensables para instalar las ideas de la emancipación humana. ¿Hasta dónde el pragmatismo puede ignorar determinados principios, razón de ser de la izquierda en el mundo?

Nadie duda que el Frente Amplio tiene una dirección orgánica de izquierda. Fernando Pereira ha sido un infatigable y eficiente organizador de las ideas de la igualdad y la justicia social. Y trata de hacerlas avanzar todo lo que puede ante un gobierno socialdemocrático, empeñado en convencer al centro político de la sociedad de que el FA es la mejor solución para concretar la inclusión social, para detener la grieta y la confrontación y acelerar el desarrollo económico del país.

Esa búsqueda terca del enamoramiento del centro político de la sociedad civil lo puede llevar a desatender las demandas de buena parte de los que lo votaron. Y cuando digo buena parte, es que no digo de todos los que lo votaron. Porque sus votantes directos fueron los de la primera vuelta. Los del balotaje, el truco de Sanguinetti, fueron prestados. Optaron por el FA como mal menor, si no lo hubieran votado en primera vuelta. Y de esos 141.007 que lo votaron en el balotaje del 24 de noviembre y que no lo hicieron en la primera vuelta del 27 de octubre, no todos están desconformes con estos 9 meses de gobierno. Solo su ala de izquierda socialista no se siente satisfecha, aunque sin fisuras seguirá apoyando a este gobierno, que se toma sus tiempos para aplicar el programa.

Otro de los objetivos pragmáticos de este gobierno es la construcción de poder, objetivo no prioritario de los 15 años de gobernanza de izquierda anterior. En esos años yo comentaba con amigos y militantes que la derecha construye poder mientras la izquierda escucha ofertas. Le ruboriza la construcción de poder. Y si hay alguna duda, pregúntense cómo en 15 años no pudieron concesionar un canal de televisión independiente ajeno al monopolio que hoy diseña y modela la conciencia de buena parte de la ciudadanía.

Desde Aristóteles, pasando por el pragmatismo de Epaminondas, la política es el arte de lo posible.

En nuestro país no hay condiciones objetivas ni subjetivas para un cambio sustantivo del statu quo del poder real, alienante e injusto. En esta penillanura levemente ondulada, donde la religión nacional es el fútbol y la política moderada, reina el centrismo y la tibieza en las conductas, refractarias a los cambios. Es una realidad. El actual gobierno y el MPP se proponen consensuar el cambio. Y lo intentan lentamente. Pero la pregunta es ¿a qué precio? ¿Cuáles son los límites del pragmatismo? Sabido es que ser oposición es más fácil, ser gobierno requiere una visión estratégica y una voluntad incansable, navegando entre Caribdis y Escila, adoptando decisiones polémicas, probando, una y otra vez, el ensayo y el error. Entendemos a Orsi y su equipo en sus objetivos. Incluso lo entendemos si tiene que abrazarse a algunas culebras, como dijo Mujica, para alcanzar el objetivo de justicia social tan esquivo.

Intuyo que el equipo estratégico que comanda este gobierno conoce bien la diferencia entre bloque de poder dominante y bloque de poder reinante, tal cual lo definió el genio sociológico del greco-francés Nicos Poulantzas, y por lo tanto actuarán con rigor estratégico, tomando en cuenta esa diferencia. No entendemos que no puedan avanzar hacia el impuesto al 1% de las grandes riquezas, cuando en todo el mundo se procede en ese sentido. Acaso esa decisión le haría perder voluntades en las capas medias de nuestra sociedad, también alejada del minúsculo grupo de opulentos. No comprendemos que no hayan declarado que la masacre en Gaza es un genocidio, cuando más de 150 naciones así lo han hecho, en acuerdo con la ONU y la Corte Penal Internacional. Cuando la mayoría de la horrorizada clase media uruguaya así lo considera, incluyendo a buena parte de nuestra pacífica colectividad judía.

Como tampoco entendemos porqué en aras de una buena relación con una oposición que no se cansa de castigar a nuestro gobierno, cuya otra mejilla ya enrojece por las cachetadas cotidianas recibidas, el voto decisivo frenteamplista en la Corte Electoral viola la Constitución en forma flagrante para permitir que el procesado Intendente Blanco Besozzi, inhabilitado por nuestra Carta Magna, acceda al gobierno de su Departamento, pese a ser encausado por 9 delitos.

Es entendible el estratégico intento de volver a ganar a gran parte de una clase media abandonada a su suerte. Pero no podemos olvidar que somos de izquierda porque somos kantianos y creemos en la razón al servicio de la gente. Y pese a todas las derrotas seguimos creyendo que el socialismo emancipador es la forma definitiva de organización de la familia humana. Por supuesto que hermanando la igualdad con la libertad.

El pragmatismo no nos puede hacer olvidar que somos de izquierda. Hasta un importante líder latinoamericano que no era de izquierda, Juan Domingo Perón, con su original lenguaje popular y fino sentido del humor, reconoció que “la izquierda es agria como el vinagre, pero no puede faltar en ninguna ensalada”. Hay momentos en que sentimos la falta de ese vinagre en la actual ensalada del poder.

Cada día nuestro gobierno debe dejar claro que no somos lo mismo que el neo liberalismo que nos gobernó el lustro anterior, ni lo mismo que el centro derecha de nuestra sociedad política. No somos lo mismo. La izquierda es Kant, con su ética del deber incondicional, la derecha es muy distinta, es Bentham con su ética utilitarista. Nunca lo olvidemos.

Y si lo olvidamos, tendremos que darle la razón al diálogo de Borges con Sábato, donde coincidieron en que “les idées noissent douces et vieillisent feroces” (las ideas nacen bondadosas y envejecen feroces).

Tengo plena confianza en que el gobierno de Yamandú Orsi llevará a buen puerto, en acuerdo con los dirigentes del Frente Amplio, el programa de izquierda aprobado por el Congreso. Y que al término de su gestión habrá pulverizado el vil pronóstico del pesimismo histórico que afirmaba que el poder es como el violín, se toma con la izquierda y se toca con la derecha. No será así.