Entonces –hablo de los días de mi infancia, al borde de los años 50– se les llamaba “poblaciones callampa”; sería por la facilidad conque se reproducían o porque se asociaban a la humedad fría del invierno; hongos de la pobreza, pústulas sociales que se extendían en los márgenes de la ciudad, con referencias amenazantes para quienes vivíamos en casas “como Dios manda”, provistas de las comodidades propias de la llamada “clase media”, hoy en vías de extinción o licuada en el acuoso organismo social.
Con el tiempo su nombre de humilde hongo proletario devino en “marginales”, adjetivo de carácter territorial y menos discriminador, quizá. Hoy se designan como “campamentos”, sustantivo que alude a transitoriedad, a emergencia, aun cuando en nuestro Chile lo provisorio pasa a constituir lo permanente, desconcertando a sociólogos y analistas varios. Vivimos entre el oxímoron y la paradoja social.
Aquellas barriadas oscuras crecían en sitios eriazos, a menudo de propiedad fiscal, así es que no solían interponerse demandas. No obstante, hubo cruentos desalojos en los gobiernos de Carlos Ibáñez del Campo (1952-1958) y de Jorge Alessandri Rodríguez (1958-1964), con pobladores asesinados por las fuerzas del orden.
Los pobres llegan a ser una piedra en el zapato, sin duda, sobre todo si traspasan su categoría de materia prima laboral y pretenden acceder a beneficios que les están vedados, por simple ubicación en la escala social, medible por rango de ingreso y consecuente capacidad adquisitiva. El eslogan “pan, techo y educación” suena a refrán añejo o a derecho utópico y agonizante, tanto como el amor al prójimo.
Informaciones estadísticas actualizadas –que aquí sintetizamos para no aburrir al lector con los rituales de la estadística–, al mes de abril de 2025, provenientes del organismo “Un Techo para Chile”, señalan:
En Chile aumentó en 10,6% la cantidad de campamentos. 120 mil 584 familias viven en mil 428 asentamientos irregulares a lo largo del territorio. Así se indicó en el Catastro Nacional de Campamentos 2024-2025, entregado este día por Techo-Chile. Es decir, más de un millón de personas –almas– habitan en lugares vedados o clandestinos. No se consideran, en estos guarismos, los hacinamientos irregulares urbanos, las viviendas “tomadas” ni tampoco los habitantes de rincones callejeros ni los que moran en carpas en diversos lugares de nuestras grandes urbes: Santiago, Valparaíso, Antofagasta, Concepción, etcétera. En el informe al que tuvimos acceso a través de internet, se apunta que “los campamentos siguen creciendo, con 6.697 nuevas familias que han llegado a habitar estos asentamientos desde la última medición”. Se añade que “el número de familias en campamentos continúa aumentando, lo que da cuenta de causas más estructurales y persistentes del déficit habitacional en el país”.
Apenas el 4% de los campamentos cuenta hoy con un proyecto habitacional colectivo en ejecución. Por otra parte, el desalojo de familias desde campamentos no resuelve el déficit habitacional; lo agrava en una dispersión que se parece al barrido debajo de la alfombra, si fuere apropiado este lugar común para referirse a un drama colectivo de impredecibles consecuencias para nuestro débil tejido social.
Se reporta que, en la actualidad, 229 campamentos “están bajo la amenaza de desalojo”, y el 31,3% de los asentamientos reporta haber recibido avisos formales o informales, lo que afecta a más de 43.500 familias.
Falta lo principal: voluntad política para resolver el acuciante déficit de viviendas, a través de una política de Estado permanente, asunto que se ve cada día más improbable y lejano, más aún cuando se cierne y afianza la amenaza de un gobierno de ultraderecha que ya anuncia “ajustes de caja y recortes sustanciales del gasto público”.
Entre las deudas insolutas de este gobierno y de los anteriores que sólo han entregado insuficientes paliativos, destaca el déficit de viviendas sociales o populares, aunque la palabra pueblo se viene usando poco, el lenguaje en crisis de corrosión y significado, habla de "vulnerables"; ni siquiera "marginales" se emplea, pues no figura ya en el Manual de Eufemismos para una Sociedad Hipócrita", carta magna del neoliberalismo a ultranza.
Ilegales chilenos (los hay), coludidos con indocumentados inmigrantes (sobran), han usurpado grandes terrenos baldíos, protegidos –los espacios– por el Talmud de la Gran Propiedad Privada. Entre estos, el predio (campamento) de San Antonio, que alberga a veinticinco mil seres humanos y a centenares de caninos y felinos domésticos, una que otra gallina ponedora y alguna mascota exótica.
El gobierno, en trance del adiós, aligera trámites de desalojo y traspasa la piedra caliente a la próxima administración (¿KK?), que deberá completar el proceso de erradicación, probablemente bajo la pauta del gueto de Varsovia o de las novísimas directrices sionistas de la usurpación de Gaza.
Ayer observamos en el noticiero, gracias al buen oficio de drones, la perspectiva aérea del abigarrado campamento sanantonino, con vista al mar, como si fuera poco, el trazado de sus vías interiores, manchones de verdes matorrales, simulando jardines de condominio, y los techos de las viviendas, de una y dos aguas... Se veía bien, decentito, casi como una población construida en los 60-70 del pasado siglo, cuando se alzaron cientos de miles de casas para beneficiar a los "menos afortunados" -¡oh la graduación cristiano-liberal de la fortuna!
Quedará sin respuesta, ni de las autoridades vigentes ni de los candidatos a sentarse en la cátedra de O'Higgins para el nuevo periodo, esta interrogante:
¿Cuál será el destino –físico, no metafísico ni escatológico– de esos miles de almas vivas?
No habrá satisfacción para esta ni otras preguntas acuciantes, porque los seres humanos de la inmensa marginalidad, nacional y planetaria, se reducen hoy a cifras y guarismos estadísticos, desprovistos de toda consideración ética, ausentes por completo las verbas "justicia y derecho" (ni hablar), "misericordia", "equidad", "caridad", "compasión", "hospitalidad", etcétera.
Por el contrario, campean en el lenguaje político de tirios y troyanos las palabras: "expulsión", "erradicación", "muros", "zanjas", "alambres", "barrotes", "represión"...
Quizá más que nunca, el hombre (ser humano, macho y hembra) se vuelve lobo del hombre, aunque con esta analogía menoscabemos al libre y salvaje canino de los bosques.
Es posible también que el lenguaje se haya vuelto impotente para denunciar y execrar esta ignominia y otras que pesan sobre la conciencia impersonal de la república.















