Había un tiempo en el que pensé que las camisas podían salvarme. No las de algodón ni las perfectamente planchadas que uno se pone para parecer presentable, sino otras, invisibles, confeccionadas con conocimientos “extensos”, variopintos, sugerentes. Cada nueva lectura, cada teoría escuchada a medias, cada referencia que acumulaba sin digerir se convertía en una prenda que añadía a mi atuendo intelectual. Y así, poco a poco, fui llenando un armario entero de saberes postizos. Me lo ponía todo a la vez, como si la suma de aquellas piezas pudiera protegerme de mis inseguridades. Hasta que un día me encontré frente a otro armario, uno más antiguo, más íntimo, lleno de los conocimientos que sí había amado de verdad (rap, política, geopolítica, arte, cine, filosofía, literatura…). Por contraste, todo lo que me había ido colocando encima comenzó a desdibujarme. Me vi reflejado en un espejo hecho de lecturas ajenas y frases memorizadas: alguien que vestía bien, pero no era él mismo; alguien acicalado con las corbatas de la gnosis.

Fue entonces cuando comprendí que aquel camino de adquisición compulsiva de saber era, en realidad, una senda sinuosa donde caminaba receloso del propio conocimiento. Había confundido aprender con decorar, profundizar con exhibir, comprender con repetir. Por eso, una tarde cualquiera, sin ruido ni rituales, decidí emprender de nuevo mi marcha. Necesitaba despojarme de las camisas y quedarme con la piel. Necesitaba sentir el frío de la ignorancia verdadera para saber hacia dónde caminar.

No fue un proceso lineal. En ocasiones me topé con conceptos que, al estudiarlos de verdad, hicieron tambalear por completo el paradigma de mis apariencias. Como si cada idea profunda fuera un dedo que empujaba las máscaras hasta hacerlas caer una a una. ¿Recuerdan la primera vez que oyeron hablar de Max Weber? Qué sorprendente es el temblor intelectual que no produce miedo, sino alivio. Al fin dejaba de actuar, dejaba de interpretar al erudito que nunca había sido. Empezaba, al fin, a aprender.

Pero el mundo académico, con su normativa interminable, con su estructura férrea, no tardó en recordarme que debía cumplir con sus rituales. Lo completé, o eso creí. Terminé ese ciclo que todos consideran formativo —ese laberinto de trabajos, exámenes, citas bibliográficas y lecturas obligatorias—, pero al alcanzar la meta descubrí que mi guía interior, ya de por sí anquilosada, había desaparecido por completo. Perdido en un océano de conceptos que parecían importantes solo en las aulas y no en mi psique, comprendí que la gran batalla nunca había sido contra la institución ni contra los otros, sino contra mí mismo. Lo irónico fue darme cuenta de que, justo cuando conseguí el aparente reconocimiento externo, me encontré más solo que nunca.

Pasaron los años. Y en uno de esos silencios que nadie anticipa, abrí una carpeta polvorienta y me encontré con mis antiguos apuntes. Volví a leer “lo aprendido”. Fue una experiencia extraña, como revisar cartas escritas por alguien a quien creí conocer. Aquello no era tanto un compendio de conocimiento como un bosquejo desordenado de eslóganes, errores conceptuales y algunas intuiciones profundas que, pese a la confusión general, aún brillaban como piedras preciosas enterradas. No supe si avergonzarme o celebrar haber sido capaz, al menos, de llegar a esas pocas verdades. Lo que sí me ocurrió, sin embargo, fue cuestionarme mi propia capacidad aprehensiva y escrita. Me descubrí pensando de nuevo que no sabía escribir, que tal vez nunca supe tanto como creí, que quizá todo había sido un espejismo sostenido por mi necesidad de sentirme valioso.

Y sin embargo, seguí adelante. Con la soledad aprendí a convivir; con la compañía, a dudar de mis certezas; con ambas, llegó el olvido. Un olvido que no siempre se vive como una condena, sino a veces como un yugo benévolo. Te amenaza con llevarse fragmentos esenciales, sí, pero también te ayuda a soltar peso, a dejar atrás aquello que no era tuyo o ya no necesitabas. Gracias a ese olvido selectivo pude separar el conocimiento prestado del que había echado raíces. Pude ver, por primera vez, lo que realmente había aprendido.

Y entonces llegó la prueba final: enseñar a otros. Al enfrentarme a las miradas jóvenes que esperaban respuestas, descubrí que las camisas no sirven para nada en un aula. Los estudiantes las atraviesan, intuyen lo impostado, detectan lo repetido. Solo se enseña de verdad con el cuerpo desnudo de certidumbres, con la voz que titubea, con la humildad de quien admite que aún está aprendiendo. Enseñar me obligó a volver a mis preguntas iniciales, pero esta vez sin disfraz. Me vi explicando conceptos que creía dominar y descubriendo, en mitad de una frase, que no los entendía tan bien. Me vi equivocado, reformulando, escuchando. Me vi, por primera vez en muchos años, siendo sincero.

Ahí comprendí que la batalla contra uno mismo no termina, pero tampoco es una guerra. Es un diálogo, un acuerdo inestable entre lo que fuimos, lo que aprendimos a medias y lo que estamos dispuestos a aprender de nuevo. Tal vez nunca sepa tanto como querría. Tal vez siempre piense que no sé escribir lo suficiente o bien, a secas. Pero si algo he descubierto es que la autenticidad —en el conocimiento, en la enseñanza, en la vida— no nace de lo acumulado, sino de lo que uno está dispuesto a dejar caer.