Cuando estás viviendo en la ciudad, los paseos son banales, circunstanciales y hasta aburridos. La necesidad de salir de casa te lleva a abrir la puerta y salir a las calles que casi siempre ves, a los vecinos que siempre o nunca saludan, a las plantas medio vivas y medio muertas de los canteros aledaños, a los adoquines de las calles más coquetas y al asfalto de las aburridas, a las piedritas de las más humildes, esos paseos repercuten en tu moral dependiendo de tu propio estado de ánimo y refuerzan tu pasividad, alimentan tu pasotismo o disminuyen tu excitación independientemente de lo que ves u olés. El tiempo es pasajero, a veces atormentador, porque esos paseos ocurren en huecos acotados de tiempo en los que tenés que correr el último tramo para volverte a encontrar con tu casa antes de que se te acabe la pausa de trabajo, antes de que tengas que atender las labores hogareñas pendientes.
La actividad física es fundamental para la vida, no puedes estar sentado todo el día y tampoco encerrado en tu casa sin que te dé el sol, bueno, puedes técnicamente, pero sabes que tu vida será más dolorosa cuando seas mayor si tienes esos hábitos de vida. Así, los paseos son un aliciente natural para intentar pensar en llegar a más allá de los ochenta con una calidad de vida aceptable.
Ahora, tampoco son la panacea y te podés plantear pasar de ellos si no te aportan nada en el corto plazo. ¿Para qué sufrir si no vas a ganar más que unos años cuando ya estés bastante cascado? Igual puedes ir creando la costumbre, igual puedes ir dando esos pasos que en el futuro te será más difícil de dar, es como teletransportarse al futuro, pero claro, teletransportarse con un paseo de porquería no es algo positivo. El paseo tiene que ser algo bonito, constructivo, agradable.
Como decía antes, los paseos por la ciudad no siempre serán agradables y dependerán mucho del estado de ánimo del paseante y del entorno ese día. Pero los paseos en un pueblo… los paseos en un pueblo son siempre estimulantes.
Un día cualquiera, un día como ayer, pueden pasarte mil cosas cuando salís a pasear en un pueblo de setenta habitantes.
Después de una ardua jornada de teletrabajo, mi amigo Nacho me invitó a dar un paseo por el pueblo. Salimos de noche, alrededor de las siete de la tarde. De la casa de al lado a la mía, a dos casas de la suya, salía un humo blanco con un olor horrible.
Un veraneante (esos vecinos que solo vienen en verano) había venido con una intensión maligna: contaminar el pueblo con su mierda. Las casas de esta zona de España tienen lo que se llama gloria o glorieta. Es un abovedado bajo el salón de la casa en el que, desde una trampilla que suele estar en el garaje, se enciende fuego por debajo del suelo. El fuego calienta la casa como si fuera un suelo radiante, cruzando toda la estancia hasta salir por un tiro que suele estar en la cocina. Estas glorias están hechas para calefactar las casas y probablemente su nombre venga de decir que, en pleno invierno y a ochocientos metros de altura, uno está en la gloria dentro de su casa cuando el artefacto está encendido.
Pues este maleante lo usaba para quemar mierda que traía de la ciudad en lugar de para calentarse los piecitos como hacemos los demás.
Nos alejamos rápidamente del humo pensando en cómo deberíamos denunciar a este personaje. Caminamos en la penumbra hasta la salida del pueblo y llegamos a la carretera que une con los pueblos aledaños, íbamos mirando el cielo, parcialmente nublado, que dejaba ver la luna como una gran bola de fuego. Era hermoso contemplarla primero entre las nubes y luego cerca de las puntas de los chopos, esos hermosos árboles que tiemblan con el viento. Era un festival de luz, oscuridad y sonido. Todo muy natural y hermoso, hasta que aparecieron.
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Treinta o cincuenta puntos muy luminosos cruzaron lo alto del cielo siguiendo una línea recta casi perfecta, separados por apenas uno o dos espacios similares a las propias luces; el trazado intermitente se movía a gran velocidad surcando el cielo mucho más rápido de lo que lo suelen hacer los aviones. Nos quedamos un rato observándolos y nos giramos para seguir su trayectoria. La naturaleza había dado lugar a la tecnología. De pronto desaparecieron detrás de un grupo de nubes, el mismo que acababa de pasar delante de la luna de fuego.
Nos quedamos maravillados por la intensidad con la que esos satélites, alineados y unidos por un cordel imaginario, reflejaban la luz del sol, un sol que ya no podíamos ver directamente desde hacía una hora o algo más.
Seguimos el recorrido y vimos cómo los pájaros se iban recogiendo en los árboles frente a las casas, en la avenida General Franco, maldito nombre. Había una casa antigua que estaba siendo reformada para construir dos apartamentos; los operarios aprovechaban la tranquilidad de la tarde para abrir unas ventanas donde antes hubo una pared ciega. Las obras siempre son un buen aliado de los transeúntes, siempre que estén interesados en lo que se está cociendo. No nos detuvimos mucho y pasamos justo frente a mi casa cuando nos encontramos al cura del valle, que da misa en los pueblos de la zona. ¿Un día de semana? El cura nos leyó la cara y se acercó a explicar la razón de su visita a este pueblo tan pequeño un día que normalmente no correspondería.
Acababan de poner en venta la casa del Obispado sita en este minúsculo entorno. Nos mostró el documento que atestiguaba que desde ahora mismo y hasta mediados de enero, cualquier interesado podía depositar una fianza del 20% del precio del inmueble y luego presentar un sobre cerrado con la oferta. En enero se abrirían las ofertas y el mejor postor se quedaría con la casa, que salía a un precio que a algunos les parecía irrisorio y a otros una burrada, dado el tamaño y la situación geográfica del pueblo. A mí lo que me llamó la atención es que el Obispado usara un comercial para vender algo que no estaba claro que fuera suyo. Según me contaron, esa casa la había construido el pueblo para el cura y años después la Iglesia la había inmatriculado a su nombre… No voy a juzgar el hecho, estoy aquí para contar la cara del cura, su interés en vendernos una casa a los que ya teníamos casa.
En realidad, buscaba que habláramos con interesados, algo que en los pueblos funciona muy, pero que muy bien. Mientras hablaba con nosotros el sacerdote, apareció otro hombre que estaba en un coche moderno, llevaba tiempo tocando en la casa detrás de nosotros. Nos preguntó por el vecino, le dijimos que solía ir y venir a la ciudad. Nos dejó unos tomates ‘para semilla’ y cuando le preguntamos su nombre nos dijo un mote que habíamos escuchado varias veces, pero al que no le poníamos cara. Así completamos el paseo con un sinfín de emociones y aventuras, sencillamente moviendo los pies y pisando los caminos que siempre solemos pisar, pero que en un pueblo no te dejan de dar sorpresas nunca, nunca, nunca.
A los que salen a pasear por la ciudad, les aconsejo de vez en cuando escaparse a un pueblo; van a disfrutar mucho más.















