Estos días he vivido algo que muchos llamamos “bloqueo mental”. Una especie de niebla que se instala en la cabeza y no deja que los pensamientos encuentren un cauce claro. Llegaban recuerdos del pasado, aprendizajes que en su momento me parecieron grandes lecciones, decisiones no tomadas que aún me pesan. Todo ello se amontonaba en mi mente como si fueran ovillos enredados, imposibles de desenredar. Intentaba escribir, pero las palabras no fluían; se me escapaban como agua entre las manos.

Ante esa sensación, decidí acudir a lo que últimamente me regala paz: mis pasatiempos, esos que se han convertido en refugios. Tejer y escribir. Dos actos aparentemente distintos, pero que en mi vida se han ido entrelazando hasta volverse uno solo.

Escribir para vaciar la mente

Abrí un cuaderno y comencé con lo que una amiga llama “vómito mental”. Se trata de escribir sin filtro, dejar que los pensamientos caigan en la página tal cual aparecen, sin juzgarlos, sin buscar orden ni belleza. Es un ejercicio de honestidad radical, casi como exhalar en papel lo que pesa dentro.

Escribir así me permitió recordar algo esencial: no siempre necesito tener claridad para empezar. A veces, basta con abrir espacio. Cuando libero lo que me inquieta, cuando dejo que lo incómodo salga, el silencio vuelve poco a poco a mi mente y me permite seguir.

Productividad y disfrute: un debate interno

Mientras practicaba este ejercicio, recordé un podcast sobre salud física y mental que había escuchado días atrás. En él hablaban de la idea actual de productividad: trabajamos más y más, llenamos nuestras agendas hasta el límite y sentimos que valemos en la medida en que producimos. Incluso el tiempo libre se convierte en otro espacio para “hacer más cosas”.

Esa reflexión me golpeó. Porque, de alguna manera, es lo que yo misma he vivido. Durante años pensé que el valor de mis días dependía de lo mucho que lograra adelantar. Y sin embargo, allí estaba yo, sentada con mis lanas y mi cuaderno, disfrutando de un silencio creativo que nada tenía que ver con cumplir objetivos ni con llenar casillas en una lista de tareas.

Ese momento me regaló una certeza: también estoy siendo productiva cuando escribo lo que siento, cuando me pierdo entre puntos y puntadas, cuando oro, cuando hago ejercicio. Es otra productividad, más ligada al alma que al mercado.

El murmullo insistente

Aun así, dentro de mí apareció una voz que no callaba: “necesitas ser productiva”, “tienes que generar independencia económica”, “organiza tu día y ponte en acción para crear tu futuro”. Y es cierto: como cualquier persona, deseo estabilidad, deseo que mis proyectos se sostengan y crezcan. Pero he comprendido que no puedo construir nada duradero si me olvido de mí, de lo que realmente me llena.

Tejer y escribir me devuelven a ese punto de equilibrio. Son recordatorios de que no todo en la vida se mide en dinero, cifras o logros visibles. Hay también logros invisibles: recuperar la calma, reconciliarse con el propio pasado, cultivar un espacio interior fértil donde las ideas puedan nacer.

Los caminos no tomados

En medio de esta pausa creativa, apareció otro pensamiento recurrente: ¿qué habría pasado si me hubiera quedado a vivir en Nueva Zelanda? Esa tierra lejana me ofreció oportunidades, y a veces me descubro pensando en la vida paralela que podría estar habitando allá.

Hace poco una amiga argentina, que aún vive en Auckland, me contó que había conocido al hombre que siempre había deseado: un ser maduro, seguro de sí mismo, que la escucha, la cuida con gestos sencillos y la invita a descubrir lugares nuevos. Al escucharla, pensé inevitablemente: “si me hubiera quedado, quizá yo también estaría conociendo a alguien, quizá estaría ocupada con otras experiencias, otra rutina, otro horizonte”.

Esos “y si…” son inevitables. Nos acompañan como fantasmas suaves que de vez en cuando tocan la puerta de nuestra mente. Pero he aprendido que, si los dejo crecer demasiado, me roban el presente. El crochet me ayuda a volver aquí y ahora: cada puntada exige atención, cada vuelta reclama paciencia. Lo mismo ocurre con la escritura: cada palabra necesita un espacio, un ritmo, una intención.

Tejer el presente

Hoy reconozco que ni la escritura ni el tejido son solo pasatiempos. Son hilos que me devuelven a mí misma. Me recuerdan que puedo crear belleza incluso cuando mi mente está nublada, que puedo narrar mi historia aunque no tenga todas las respuestas.

Tejer y escribir son formas de resistencia ante un mundo que nos empuja a la prisa y la productividad sin alma. Son maneras de habitar el presente y reconciliarme con mis decisiones. No cambié mi vida quedándome en Nueva Zelanda, pero cada día puedo reinventarla aquí, en el lugar donde estoy, con las herramientas que tengo: un ovillo de lana y un cuaderno en blanco.

Palabra final

No tengo certezas absolutas, y tal vez nunca las tenga. Pero sé que cada vez que tomo una aguja de crochet o un bolígrafo, algo dentro de mí se acomoda. Y ese pequeño movimiento interno es suficiente para seguir adelante.

Hoy mis lanas y mis palabras conviven en la misma cesta. Cada ovillo me regala un relato, cada hoja escrita es un tejido invisible. Entre el hilo y la hoja, voy encontrando no solo las ganas de escribir, sino también las ganas de seguir construyéndome, puntada a puntada, palabra a palabra.